Dice Elena Anníbali en el feis:
Cuando me metí en la facultad, no era difícil escuchar en los pasillos "tenés que superar a Cortázar", "tenés que superar a Galeano", "tenés que superar al Gabo". Porque seguir leyendo eso era casi como seguir meándose en los calzones. Pero para mí no era fácil "superar" a ninguno, sobre todo a García Márquez.
En la manzana donde viví casi toda mi vida -salvo esporádicas mudanzas aquí y allá- éramos 4 Elenas. La señora del fondo de mi casa, una adinerada señora propietaria de muchas hectáreas, que salía afuera a hablar por celular sobre vacas y plata. La del frente, con 8 hijos, 7 de los cuales son mujeres. Viuda experta. Y experta en tortas. Supo sacar a mi vieja del encierro de su propia viudez y conmiseración gracias a los postres y algunas charlitas irrelevantes. Yo soy la tercera. La cuarta, Elena Verdini, era enfermera de profesión y fue mi niñera. Tenía un hermano brujo, Rodolfo, que vivía en un ala de la casa paterna, con la mujer medio loca, que no hablaba nunca. Rodolfo tenía una habitación especial para ejercer. Cuando mi hermano llevaba ya algún tiempo enfermo y mi viejo acopiaba esperanzas como moneditas, don Verdini se las barrió de un plumazo, y le dijo que antes de fin de año mi hermano se moría. Y se murió, no más. Promediando Noviembre.
Yo siempre estaba sola en mi casa. Por eso Elena me llevaba a la suya y parecía cuidarme. Me ponía un catre al lado de su cama, y le gustaba repetir El exorcista en la vídeo. Al lado de su habitación, la energética habitación de su hermano me hacía retorcer de miedo. A la mañana, ella se levantaba y me mostraba. ¿Ves? No hay nada. Santitos, no más. Pero no podía explicar los ruidos, los portazos, los gritos, los gemidos.
La madre de los hermanos estaba viva, aunque no lo pareciera. Yo siempre le llevaba huevos, leche, y esperaba entender algo de lo que decía. La encontraba con un pañuelito en la cabeza, a la tarde, sentada al lado del calefón, alumbrando la biblia con la llamita. Se levantaba, desprendía un vaho a lavanda y vejez. Me daba un caramelo y seguía con la lectura.
Elena no la quería, ni la cuidaba. Odiaba a su hermano. A sus vecinos. Había abandonado marido e hijos en Formosa. Yo no podía entender que me cuidara, aunque mi viejo le pagara. Hasta que un día que me dejó sola de noche, mi viejo le dijo puta y Elena lo trató de cornudo. Y entonces vino Celina. Celina fue la segunda de mis niñeras.
Llegaba a la mañana temprano, levantando polvareda y dándole cuerda a los relojes musicales que había en casa. Yo quería dormir y Celina cantaba. No me hablaba, casi. No directamente. Era una mulatona callada con hijos e hijos.
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