miércoles, 30 de octubre de 2013

Al idiota le gusta el cementerio de elefantes

Caza de conejos
por Mario Levrero



Considerado en su país, Uruguay, como el «Maestro de lo Fantástico», Mario Levrero nació en Montevideo en 1940. Ejerció varias profesiones, ya que, a pesar de su talento, y como ocurre con la mayoría de los escritores en lengua castellana, nunca ha logrado vivir de su pluma. En su haber tiene varias excelentes novelas: La ciudad (1966), Nick Cárter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1974), una novela que se halla entre el género policíaco y la ciencia ficción, y tiene también otras novelas: El lugar, París, La cinta de Moebius, todavía inéditas. Entre sus libros de relatos cabe destacar La máquina de pensar en Gladys (1967) y Aguas salobres, aún inédito, del que hemos extraído el relato que sigue. En su trabajo La generación crítica, el ensayista Ángel Rama dice de él: «Mario Levrero maneja una escritura de preciso rigor, con lo cual sigue fielmente los detalles de una prosa constante desconectada en sus tramos significativos, a la manera de la técnica surrealista. A diferencia de otros productos surrealistas y emparentado en esto a la lección kafkiana que es la dominante de la creación de Levrero, sus cuentos se construyen sin que evolucionen internamente, prefiriendo un derivar lateral trasladándose a otros personajes, otras situaciones, otros estados».

A Jorge y Elizabeth, Claudia, Marcelo y Cecilia



Hay que inventar liebres para poder hacer de nuestra vida un extenso y luminoso día de caza, y para poder decretar que somos cazadores. JOSÉ PEDRO DÍAZ, Ejercicios Antropológicos


Cuando siento que voy a vomitar un conejito, me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas.

Julio Cortázar, Carta a una señorita en París


Perseguirlo armados de dedales, perseguirlo armados de precaución, perseguirlo con tenedores y esperanzas, amenazar su vida con una acción del ferrocarril, atraerlo con sonrisas y jabón.

Lewis Carroll, La caza del Snark


Deseo que conste que, sin deseo de polemizar, yo sostengo la vieja tesis de que la ballena es un pez e invoco en mi ayuda el testimonio del santo Jonás.

Hermán Melville, Moby Dick
Prólogo



Fuimos a cazar conejos. Era una expedición bien organizada que capitaneaba el idiota. Teníamos sombreros rojos. Y escopetas, puñales, ametralladoras, cañones y tanques. Otros llevaban las manos vacías. Laura iba desnuda. Llegados al bosque inmenso, el idiota levantó una mano y dio la orden de dispersarnos. Teníamos un plan completo. Todos los detalles habían sido previstos. Había cazadores solitarios, y había grupos de dos, de tres o de quince. En total éramos muchos, y nadie pensaba cumplir las órdenes.


1

Yo sentía pinchazos en las piernas. Al principio no les daba importancia; lo atribuía al pasto y a los yuyos. Pero luego, cuando el dolor fue subiendo, y un poco más tarde aún, cuando el dolor y el mareo me hicieron vacilar y caer, vi —antes de que la vista se me nublara y cuando mi cuerpo comenzaba a retorcerse en los espasmos de la muerte—, vi la araña con ropas de cazador y sombrero rojo, y mirada perversa y divertida, arrojándome sin pausa los darditos envenenados a través de su pequeña cerbatana.


2

Al oso amaestrado lo habíamos disfrazado de conejo, y bailaba en el bosque, saltaba en el bosque y movía las orejas blancas del disfraz. Era penosamente ridículo.


3

Laura gateaba en el pasto. La cosquilla de los yuyos la excitaba, y entonces aparecía un conejo. Ella lo atrapaba entre sus piernas. Era lindo de ver la cabecita blanca asomando y hociqueando sobre esas nalgas también blancas. Ella decía preferir los conejos a los hombres; que los conejos eran de pelo más suave y cuerpo más cálido. Y si ella apretaba un poco demasiado con sus muslos, al conejo se le nublaban los ojos y moría dulcemente, graciosamente, o aun con indiferencia.


4

Nos gusta el conejo a las brasas, pero nuestra presa favorita es el guardabosques. Los conejos se cazan con paciencia y astucia, con trampas más o menos complejas de ramas y zanahorias; los guardabosques, en cambio, necesitan todo nuestro arsenal. El tiroteo duró hasta el anochecer. Cuarenta guardabosques desnudos colgaron finalmente de cuarenta horcas. Los cuervos les arrancaban los ojos y acudían las hienas al olor de la putrefacción. Los esqueletos de guardabosques colgaron durante años en las horcas, como ejemplo para otros guardabosques, y para los niños.


5

No hay que creer demasiado en la sabiduría de los viejos. «En este bosque —me decía un viejo guardabosques— estuvieron un día todos los conejos del mundo. Era el paraíso de los cazadores y, mientras no llegaron los cazadores, el paraíso de los conejos. Todo el bosque era una masa blanca y nerviosa, peluda y blanda, con infinidad de puntas ondulantes. —Se refería sin duda a las orejas de los conejos, las cuales tienen forma puntiaguda—. Ahora, en cambio, sólo nos queda el recuerdo de los conejos. Esté seguro de que no hallará uno, por más que busque.» Pero a pesar del disfraz, que era perfecto —las ropas, los lentes—, lo reconocí y le dije: «No me engañas, conejo. Huye, porque cuento hasta diez y disparo». Las orejas, cuidadosamente peinadas hacia atrás, se irguieron bruscamente; los redondos anteojos cayeron al suelo y se perdieron entre el pasto. El conejo se alejó dando saltos despavoridos entre los árboles. Conté hasta diez y disparé.


6

Cuando hubimos cazado un número suficiente de conejos como para satisfacer nuestra hambre milenaria, preparamos una fogata con todos los carteles de madera que decían «PROHIBIDO CAZAR CONEJOS» y asamos los conejos a las brasas.


7

Algunos cazan conejos persiguiéndolos sin tregua, a caballo, despiadadamente, dentro y fuera del bosque; en polvorientas carreteras, en praderas enormes, trepando incluso a pedregosas montañas. Cuando el conejo se detiene, loco de fatiga, le destrozan el cráneo con un golpe certero de garrote. Luego se lo comen, crudo y hasta con pelos.

Yo estoy condenado genéticamente a otros procedimientos. Tejo laboriosamente durante varios meses una enorme y casi invisible tela como de araña, y luego me siento a esperar, un poco oculto entre el follaje. A veces pasan otros tantos meses antes de que aparezca un conejo en los alrededores, y a veces otros tantos más para que el conejo caiga en mi tela. Mientras tanto atrapo sin querer moscas y mosquitos, moscardones, avispas, ratones, culebras, mulitas, caballos, pájaros, jirafas y monstruos marinos. Me fatiga mucho despegarlos y recomponer la tela donde ha sido dañada. Es un trabajo agotador y la vigilia es constante. Me destrozo los nervios en esta tensa y eterna espera. Tengo las mandíbulas apretadas, me caigo de sueño, y mis sentidos se agudizan y exasperan en alerta constante. Mi forma de cazar conejos, y no tengo otra, es lo que me ha transformado en un loco.


8

Cuando, rara vez, cae un conejo en mi tela, tiene la piel más suave que los otros, su cráneo queda intacto, su carne no se ha envenenado con la fatiga muscular de una huida interminable y, en fin, es un conejo vivo, alegre, un hermoso compañero de juegos.


9

Elegimos el bosque por dos motivos: porque en el bosque no hay conejos, y porque ignoramos todo acerca de cómo cazarlos. Algunos imitan, en su ingenuidad, el mugido del alce; otros trepan a los árboles y buscan en los nidos; otros rocían con insecticida viejos panales olvidados por las abejas. Los hay que parpan, graznan y cacarean; los hay que agitan un trapo rojo; los hay que usan un contador Geiger.

El idiota va al bosque a imaginar conejos eróticos y masturbarse. Los cree de grandes pechos y ondulantes caderas. Evaristo, el plomero, los imagina con un complejo mecanismo interior de relojería y quisiera atrapar uno para desarmarlo.

Otros, que han leído alguna información errónea sobre el tema, se tienden bajo un árbol a esperar que caigan. Al anochecer, el idiota, agotado por sus masturbaciones, hace sonar largamente su silbato (un sonido cantarino y gorgoteante, por la baba mezclada con el aire que sopla) y todos nos reunimos en un punto predeterminado y volvemos ordenadamente al castillo.


10

Era un día pesado y tormentoso; hicimos una enorme fogata para espantar los mosquitos que nos devoraban. Tuvimos la mala fortuna de que la fogata se extendiera a los árboles vecinos y, rápidamente, el bosque entero fuera pasto de las llamas. Fue así que perecieron casi todos, horriblemente carbonizados. Los sobrevivientes se reúnen noche a noche, desde hace años, en un bodegón del puerto; recuerdan infaltablemente la anécdota y se reprochan la terrible imprudencia. Después, borrachos, se alegran: comienzan a reír. Luego riñen entre ellos y el patrón, ya de madrugada, los echa a la calle. Duermen entre tachos de basura y se revuelven sobre sus propios vómitos.


11

Cuando graniza, o simplemente cae un chaparrón fuerte, el idiota corre con su primita a protegerse bajo el enorme sicómoro que ocupa la parte central del bosque; las ramas del árbol se arquean hasta tocar la tierra, formando una cúpula que más que de la furia de los elementos los protege de las miradas de otros cazadores, o de los guardabosques. El sentimiento de protección es esencial para que la primita se sienta solidaria con el idiota y se deje manosear y cubrir de baba el cuerpo angelical y blanco. Cuando llega el invierno, el sicómoro se cubre de finas plumitas y da la impresión de un pájaro enorme, o tal vez de un cisne con la cabeza metida bajo el ala. En primavera les brinda sus frutos, unos higos que bajo la piel delgada son pura leche dulce. Al anochecer, la lluvia cesa. El idiota y su primita vuelven a la interminable cacería de conejos, pero ahora tienen un fuerte sentimiento de culpa y no se miran a los ojos. El idiota recoge bolitas de granizo y las mira disolverse en su mano con una rapidez que espanta. De madrugada, cuando el campamento duerme y la fogata está casi apagada, el idiota sigue despierto, babeando, sacando nuevos granizos de su faltriquera y mirándolos cómo se disuelven, con una rapidez que espanta, sobre la palma de la mano.


12

Quisiera vivir entre gentes que fueran más buenas, más felices que yo. Así les envidiaría su suerte o su bondad. Pero todos los cazadores son desgraciados, estúpidos e infinitamente perversos. Así, me veo obligado a envidiarles sus pobres bienes materiales. Les tiendo trampas. Cuando alguien me ve fabricando una trampa muy compleja y muy sólida se ríe, porque cree que exagero; por lo general se siente impulsado a explicarme el tamaño y la fuerza reales de un conejo. Yo dejo que me expliquen. No saben, ellos, que es un trampa para cazadores. Los mato y les robo el dinero, las ropas, las armas y algún adorno —collares de dientes de tigre, relojitos antiguos, anillos de compromiso, plumas de colores, billeteras de cuero de cocodrilo—. Los cazadores gustan de adornarse, y a menudo el colorido de estos adornos es su perdición: es fácil distinguirlos entre el follaje y tomarlos por sorpresa.


13

El conejo en celo desprende un aroma muy tenue que sólo es percibido por el finísimo olfato de los cazadores. Llegan de todas partes, siguiendo este aroma en forma inconsciente y compulsiva; no saben adonde van, ni por qué van. El conejo espera entre los matorrales. Cuando el cazador se aproxima, el conejo tensa los músculos y se prepara para el salto. El cazador no ve esos ojos rojos, astutos, brillantes, pendientes de sus menores movimientos. Cuando está muy cerca, el conejo en celo salta, dejando escapar un espantoso rugido que hace estremecer el bosque. El cazador, tomado por sorpresa, queda paralizado y no atina a defenderse. De todos modos, la lucha sería desigual: un par de rápidos manotazos, una dentellada certera, y el conejo se aleja arrastrando un cadáver flojo y sangrante, que será una fiesta para los hambrientos conejitos.


14

En ocasiones me gusta pasarme al bando de los guardabosques; entonces se produce un desequilibrio entre las fuerzas, y los cazadores son derrotados con facilidad. Nosotros, los guardabosques, no sufrimos ninguna baja.


15

Dicen que van a cazar conejos, pero se van de pic-nic. Bailan alrededor de una vieja victrola, se besan ocultos tras los árboles, pescan o fingen pescar mientras dormitan; comen y beben, cantan cuando vuelven al castillo en un ómnibus alquilado que siempre resulta demasiado pequeño para todos. Los conejos aprovechan los restos de comida. También es frecuente que los falsos cazadores, borrachos, olviden su victrola. Entonces los conejos bailan hasta el amanecer, a la luz de la luna, al son de esa música alocada y antigua.


16

Algunos conejos se han hecho expertos en el arte de imitar con gran precisión el grito con que los cazadores suelen llamarse entre ellos cuando se encuentran perdidos o en dificultades. «Ooooooh-eeeeeeh», se oye a la distancia, y luego la respuesta, desde otro extremo del bosque: «Ooooooh-eeeeeeh». Los gritos se repiten, cada vez más próximos. Después hay un silencio, después hay otro grito, distinto, después no se oye nada más.


17

Al idiota le gusta el cementerio de elefantes, no por el valor de los colmillos, ni por el misterio del impulso que lleva al elefante herido a buscar el lugar milenario, ni por el brillo de la luna en el marfil, ni por el aspecto imponente de los esqueletos que semejan barcos antiguos semihundidos en un mar verde oscuro, ni por oír el curioso lamento de agonía de los elefantes que llegan y se tienden, ni por la aventura, sino por el olor a podrido de los elefantes muertos.


18

«Creo haber atrapado un conejo», dije, acariciando la suave vellosidad de Laura, que es tan joven. Ella ríe con una carcajada fresca y huye; yo recomienzo pacientemente la búsqueda.


19

Cuando estoy imposibilitado de moverme, por haber caído en la trampa de otro cazador o haber comido, por error, de las bayas silvestres venenosas de efecto paralizante, un río de conejos de ojillos vivaces salta interminablemente en blanca cascada ante mis ojos, de día y de noche, y al día siguiente, y a la noche siguiente, y siempre.


20

Hay quien caza conejos por amor; yo los cazo por odio. Cuando los tengo en mi poder los voy destrozando lentamente. Los mutilo, tratando de que no se mueran en seguida. Hay otros cazadores que odian a los conejos porque destruyeron su hogar o sus cosechas, porque robaron a sus hijos o mataron sus esperanzas; mi odio es injustificado y atroz. Creo que hay algo de amor en este odio; no dedicaría, de otro modo, tanto esfuerzo a combatirlos con mis armas más arteras.


21

El conejito recién nacido es tal vez el espectáculo más tierno del mundo. Tan blanco y tan indefenso, tan débil y tembloroso, las orejitas sedosas y blandas, la naricita inquieta y rosada, los dientecillos asomando apenas en su hociquito menudo que parece sonreír tímidamente.


22

Cuando en el club de caza se habla de caza, y siempre se habla de caza en este club, yo permanezco obligadamente en silencio. No hay heroísmo en la caza del conejo. Ellos narran aventuras espeluznantes, se exhiben piezas embalsamadas de animales terribles. No hay nada de esto en la caza del conejo, donde todo se desliza suavemente, amablemente. Intervienen la astucia y la paciencia, pero también la imaginación y la simpatía. No hay sordos gruñidos ni carreras dementes; no hay sangre ni estruendos de armas de fuego, Todo es apacible y casi cariñoso; y aunque el peligro es tan grande como el que corren los otros cazadores, de búfalos y tigres, es un peligro tan sutil y tierno, que nadie que no cace conejos podría comprender que es realmente un peligro. Opto, entonces, por cerrar la boca y escuchar, y pasar por tímido o por tonto.




Tomado de http://es.convdocs.org/docs/index-71517.html?page=8

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