La nueva novela de Thomas Pynchon
(Tomado de http://www.diarioperfil.com.ar/edimp/0483/articulo.php?art=22781&ed=0483#sigue )
El lado de la sombra
Llega el anteúltimo libro de Pynchon, Contraluz, trabajo de más de mil páginas que, según los críticos, es la más pynchoniana de sus novelas: la más cómica, extravagante y excesiva. Una aproximación a una obra maestra y al autor de El arco iris de la gravedad, Mason y Dixon y el reciente Inherent Vice.
Por Matías Serra Bradford
Aquella juventud. Como se sabe, el autor no da entrevistas ni se deja fotografiar. Estas son las únicas imágenes de quien se supone que es Thomas Pynchon.
Contraluz es el título de la última novela traducida de Thomas Pynchon y una imagen justa del perfil público de alguien a quien sólo se le conoce el contorno –el trabajo, los libros– desde hace casi cincuenta años. La invisibilidad de Pynchon parece haber sido útil para su obra –es uno de los asuntos de esta novela y el tema no se ausenta de las otras–, ya que como dijo el propio autor, su renuencia a dejarse fotografiar y a dar entrevistas sólo se limita a eso, a evitar todo contacto con la casta más impertinente del periodismo, y no a posar de ermitaño para beneficio de las editoriales que convierten el hecho en un argumento de venta. Como Maurice Blanchot o Chris Marker, Pynchon no ha buscado ser un recluso sino un hombre olvidado, con el fin de crear un círculo de silencio duradero para poder escribir sordo a las expectativas ajenas y a las curiosidades demasiado humanas. Son virtuosos de la discreción en un mundo en el que ese arte parece la verdadera infancia perdida.
Está visto que el éxito y el asedio han devorado vidas y obras de la noche a la mañana. Es cierto que de joven Pynchon se ponía anteojos de sol en clubes de jazz nocturnos, pero se trataba de una afectación, no de un ocultamiento premeditado. Ya lo dijo uno de los máximos expertos en su obra, Edward Mendelson, que es también, curiosamente, uno de los grandes especialistas en W.H. Auden: “Al principio Pynchon nunca declaró su anonimato, simplemente fue creciendo”. Su sigilo no es una necesidad psicológica. Todos los testimonios, por ejemplo el del editor Tom Maschler, dan señas de una innegable afabilidad (lo que confirma que si se hubiera decidido a encarar a la prensa habría caído hasta simpático y se hubiera vuelto un personaje idóneo para acosar con cámaras y micrófonos). Viene al caso algo que escribió en El arco iris de la gravedad a propósito del nazismo y la demagogia: “Una de las grandes esperanzas de la posguerra: que no haya lugar para la terrible enfermedad del carisma”. Basta leer el prólogo a Lento aprendizaje –su libro de cuentos– o su prefacio a una novela de Richard Fariña para darse cuenta de qué clase de persona podría ser Thomas Pynchon. (En un texto absolutamente desprendido, confiesa que de Fariña fue aprendiendo a reírse de algunas de sus propias obsesiones.)
A la ventura. Contraluz es el libro de viajes de un Verne que desvaría, una larga expedición y una serpenteante novela de aventuras. Pynchon es de tradición cervantina: la excursión, los apodos inolvidables, la incertidumbre, la dualidad, la alucinación. Una cuadrilla llamada “Los Amigos del Azar” emprende una travesía en una nave inconcebible que dará la vuelta al mundo. Es una tripulación que parece venir de otros libros. (Y hay una impresión en Pynchon de que muchos de sus personajes –y las noticias– llegaran de novelas de terceros.) De hecho, alude a aventuras supuestamente ya publicadas, protagonizadas por esta banda: “Los Amigos del Azar en busca de la Atlántida”, “Los Amigos del Azar y los Piratas de Hielo” y “Los Amigos del Azar casi chocan contra el Kremlin”. Contraluz carece de atajos y vuela de los Himalayas al Artico, detallando las escalas y los encuentros con buscavidas, espías, ilusionistas, prostitutas, perros parlantes, profetas descreídos, jugadores compulsivos, mujeres que se fugan y anarquistas tirabombas.
El arco temporal de Contraluz va de las últimas décadas del siglo XIX a la Primera Guerra Mundial. Momento lleno de invenciones, de ambiciones, último período de gracia antes de una hecatombe que sería terminal. Pynchon vuelve a lo apocalíptico mientras hace de cuenta que existe todo el tiempo del mundo para escribir y luego para leer. Sabe de memoria que la historia se repite bajo mil máscaras y evita la profecía. (Huxley o Ballard son más programáticamente proféticos y deben recurrir, naturalmente, a un estilo más seco. Pynchon, que escribió un excelente prólogo a 1984, prefiere a Orwell.) ¿Cómo trasladar el título original Against the Day? Traductores indigentes de diversas provincias castellanas se hubieran presentado a un programa de preguntas y respuestas para empuñar en alto sus hallazgos: Del otro lado del día, La otra cara del día, El reverso del día, Deshora, Contra el día final, Contra el fin. Estos dos últimos asumirían uno de los significados posibles.
Desde el minuto cero, sabemos que estamos ante dos máquinas que son una y la misma: la que traslada a los viajeros y la imparable maquinaria narrativa de Thomas Pynchon. Su itinerario lo pasea de un punto a otro y de un género a otro. Su destreza para con la ciencia ficción, el policial, la novela de aventuras y de espías es notable, y es notable cómo los acopla y los va relevando. Pynchon se declaró devoto de las novelas de espías de John Buchan, de las guías Baedeker y del maravilloso Los sabios errantes de Helen Waddell, sobre poetas del medioevo que abandonaron los monasterios y se largaron a recorrer con sus canciones los caminos de Europa. Un personaje de V. define su peripecia como “una aventura de la mente, en la tradición de La rama dorada, o La diosa blanca”. Su último libro, Inherent Vice, es un excelente ejemplo de cómo puede limitarse a un solo género, la novela negra, y salir intacto de la prueba.
La incontinencia narrativa de Pynchon es también un suerte de desafío: “¿Querían historias? Acá tienen historias. Pero miren lo que pasa cuando un autor como yo, Thomas Pynchon, se pone a contar historias”. Esto lo vio claro el crítico Tony Tanner. Según él, Pynchon escribe para demostrar la necesidad de ficciones y a la vez para impugnar su validez. Fue Tanner el que afirmó que el escritor norteamericano a veces parece querer despojarse de un estilo en el momento que lo está usando, dando pie a una paradoja: para explorar el instinto del hombre por buscar y encontrar tramas, las novelas de Pynchon deben aparecer desprovistas de una trama central.
El autor mismo lo anticipó subrepticiamente en El arco iris de la gravedad: Pynchon no narra desovillando sino tejiendo y entretejiendo. Los relatos se encadenan, se encabalgan, y por momentos el lector agradecería un mapa que trace el recorrido de los capítulos, un poco al modo de los planos muy escritos que dibujó Kipling en alguna de sus historias para niños. Sin embargo, nadie se pierde con Pynchon. El lector sabe –que abrió el libro por eso, porque estaba perdido– dónde está: lejos de una trama, cerca de una voz. Un tono y una distancia. En el reino de la digresión permanente, del intervalo, de instantes de oportunas tangentes. La revolución copernicana del rodeo y la intermisión. Tal vez por eso cabe preguntarse si no cabe la ironía cuando personajes de Contraluz salen en busca de un intrumento óptico, de un cristal mágico para leer mejor.
Sigue
La vuelta al día. Como en la última, Inherent Vice, es difícil encontrar en Contraluz una sola línea que no sea cómica, aguda o sutil, o todas a la vez, o al menos allí con un propósito delicado entre manos. El humor es el mismo que infectaba a las novelas V., La subasta del lote 49 y Vineland, pero en Contraluz hay más tentación a dilatar cada párrafo y a espiralarlo. Cada escena, cada momento, es una ocasión para contar algo más: “Después que Webb se fue, el perro se quedó y ladró durante un rato, no en señal de advertencia o enojo, sino sólo de un modo profesional”.
Pynchon fue padre por primera vez en la época que coincide con la escritura de esta novela (una de las últimas líneas del libro alude a niños que están por nacer), y no es difícil imaginar que la clase de historias nocturnas, interminables, por encargo, que le debe haber contado a su hijo pudieron haber servido de embrión de algunas de las decenas de historias que consigna en Contraluz, en un viaje por tierras y episodios de toda índole. Lo que hace bien Pynchon está presente siempre: los diálogos, la riqueza y la precisión del léxico, el trazado de líneas maestras (ver Mason y Dixon) para regular el caos, la paranoia como síntoma del mundo actual y como motor básico de todo novelista (tan dados a imaginar conspiraciones, sobre todo en su contra). La recuperación para la imaginación del prestigio perdido. Las felicidades onomásticas: un nombre como una gran ocurrencia. Como los de Pío Baroja o Edward Lear, entre la comicidad y la memorabilidad. (Hablando de Lear, Pychon vuelve a caer en la tentación del nonsense con esas canciones que inserta a modo de número vivo.)
El humor es un rasgo esencial y natural de la voz del narrador de Pynchon y éste se aprovecha de la credibilidad de esa voz para soltar bromas banales (y de paso refuerza la credibilidad, porque la puntería es infalible). Contraluz está plagada de conocimientos raros, de listas y enumeraciones, de ciencias en ciernes, de historias de la ciencia y de su incidencia en la historia. En esto se avecina a Ballard, Lem, Vonnegut y Burroughs. Pynchon es un enciclopedista de larga distancia y a contrapedal: créanme mientras el libro permanezca abierto pero casi toda erudición es falsa, o, mejor dicho, superflua. Contraluz es otro sólido delirio de Pynchon, a quien podría pensarse como el penúltimo astro de una estirpe que reclutaría a Jean Paul, Laurence Sterne, Jonathan Swift, Mervyn Peake, Alfred Kubin, Raymond Roussel, Arno Schmidt y M.P. Shiel: extensión, visión, aspereza y ruptura.
Ultimo tren a Pynchon. La dimensión dickensiana de Contraluz hace pensar en lo dickensiano de sus novelas previas y posteriores. Uno de los héroes, al pasar confiesa: “Solía leer a Dickens de chico. La crueldad no me sorprendía, pero sí me asombraban los momentos de bondad no recompensada, que nunca había visto fuera de las páginas de una ficción. En los mundos que yo conocía, era un principio histórico no hacer nada gratis”. En Contraluz vuelve a aparecer fugazmente El Ñato, un personaje de El arco iris de la gravedad, novela en la que lo argentino tiene una presencia sorpresiva: Borges y Perón, sí, pero también Lugones y el Martín Fierro. (El lector reblandecido festeja en la obra de un escritor extranjero cada aparición de la Argentina –o del país que le ha tocado– como si se tratara de una dedicatoria.)
Contraluz y Mason y Dixon son las más líricas de sus novelas y, aunque no por esa razón, acaso las mejores. Es en Mason y Dixon donde el lector se encuentra con una mesa de madera granulada hacia cuyos orificios, “causando una ilusión de profundidad”, los niños se asoman durante años como hacia las páginas ilustradas de un libro. O se cruza con “árboles encendidos hasta la rama más pequeña, nervios de luz concentrada”. Es en Mason y Dixon que Pynchon compara a una mujer aristócrata, que hace de cuenta que sus sirvientes negros son invisibles, con las técnicas del teatro japonés, en que hay que pensar que ciertas cosas que uno ve no están. (Del mismo modo podría pensarse que él divaga a altas horas con una fantasía no muy disímil a esta: “Sigo siendo Thomas Pynchon y escribo los libros que publico bajo ese nombre, y estoy pero no estoy”). Tanto en Mason y Dixon como en V. –su primera novela– y en Contraluz, la identidad y la invisibilidad son leit-motiv recurrentes. En Mason y Dixon “incluso los fantasmas disfrutan de una vida privada” y los marineros colgados en la punta del palo mayor “apuntan con asombro a cada detalle, incluso lo Invisible, ubicado con precisión, presente en toda su violenta castidad”.
¿Cuál es el punto de Thomas Pynchon? Sus novelas más significativas, las más empinadas, no se acaban nunca, y nadie adivina adónde van, adónde irán a morir. El norte es, precisamente, el principio de incertidumbre. La mayoría de los libros de Pynchon pertenecen al género de los libros interminables, familia que comparte con Darconville’s Cat y Laura Warholic de Alexander Theroux y con Mother London, King of the City y las series de Michael Moorcock, para limitarnos a ejemplos contemporáneos de dos admiradores. Contraluz es pues el más extenso de los libros de un escritor de largo aliento, autor de novelas ambiciosas narrativa y geográficamente. La expansividad no es una cualidad exclusivamente norteamericana y mucho menos especialmente anglosajona. El de estos escritores, hay que decirlo, es un exceso que rara vez cansa. Lo que resulta excesivo, cuando el fruto es óptimo, es el salto que existe entre el tiempo y el esfuerzo consagrados a la composición de cada opus magnum, y el tiempo y el espacio dedicados a su recepción: una carilla tipeada en cuarenta y cinco minutos. Es cierto que en Pynchon se vuelve difícil alcanzar ese segundo momento después de una lectura hipnótica: la toma de distancia. El lector cae en una espiral entrópica y aparatosamente intenta asomar la cabeza y juzgar, como un niño arrastrado por una ola, tumbado por una fuerza mayor de la que disfruta y que quizá respeta en exceso. La experiencia hace pensar en esos turistas que visitan un país largamente anhelado, pero caminan sus calles mirando hacia abajo, hacia la guía ilustrada que sostienen en la mano, cuyo título es idéntico al nombre de ese mismo país.
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