"Otra vez le llegó a Therese el levemente dulce olor de su perfume, un olor que le
sugería una seda verde oscuro, que parecía propio de ella, como el aroma de una flor
especial. Therese se inclinó para acercarse más al olor, con la vista baja posada en su
vaso. Le hubiera gustado apartar la mesa y echarse en sus brazos, enterrar la nariz en
el pañuelo verde y oro que rodeaba su cuello. Una vez, sus manos se rozaron por el
dorso en la mesa y Therese sintió que aquella parte de su piel revivía y casi ardía.
Therese no comprendía lo que le estaba ocurriendo, pero era así. La miró, ella había
vuelto el rostro ligeramente, y otra vez tuvo la sensación de conocerla de algo. Y
también supo que no podía tomar en serio aquella sensación. Nunca había visto a
aquella mujer. Si la hubiera visto, ¿habría podido olvidarla? En el silencio, Therese
sintió que las dos esperaban a que la otra hablase, aunque el silencio aún no era
embarazoso. Llegaron sus platos. Era una humeante crema de espinacas con un huevo
encima, y olía a mantequilla.
—¿Cómo es que vives sola? —le preguntó la mujer, y antes de darse cuenta
Therese ya le había contado su vida.
Pero sin caer en aburridos detalles. En seis frases, como si le importase tan poco
como una historia que hubiera leído en alguna parte. ¿Y qué importaban los hechos
después de todo? ¿Qué importaba si su madre era francesa, inglesa o húngara, o si su
padre había sido un pintor irlandés o un abogado checo, si había tenido éxito o no, o
si su madre la había presentado al colegio de la Orden de Santa Margarita como una
criatura difícil y llorona, o como una niña de ocho años igualmente difícil y
melancólica? ¿Qué importaba si había sido feliz allí? Porque en ese momento era
feliz, su vida empezaba aquel día. No necesitaba padres ni pasado.
—¿Hay algo más aburrido que la historia del pasado? —dijo Therese sonriendo.
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