A tono con la festividad de este finde largo una fotito de mi archivo "Mascarita".
Cuatro pibes travestidos en un corso de Caseros.
Los bigotitos parecen querer advertir: ojo che que esto es por joder.
Me recordó la historia de un verdulero de mi barrio, San Andrés, medio pariente político lejano según recuerdo me dijo un día mi vieja. Voz grave y ronca, musculoso, así medio toro. Hermano de un cura -y de familia rígida-, de calavera se había hecho la fama el tipo, de solterón atrevido, de aquellos que vivían escandalizando mucamitas con sus insinuaciones; que les sacaban grititos. Pocos lugares tan dados al doble sentido como la verdulería. Tan repetidos los chistes sobre pepinos, zanahorias y nabos que ya ni falta hacían. Bastaba agarrarlos con una muequita.
-Terminelá, don, eh...
Todo el año en recio pavoneo viril el toro.
Aunque, se sabía, cuando bajaba la cortina se volvía al pehache que había sido de su madre, donde se cocinaba, se lavaba, solo como un hongo.
Pero llegaba febrero y el hongo florecía.
Llegaba el carnaval, y el toro se ponía un vestidito escotado, se lo rellenaba, se pintaba como una puerta y durante cuatro días al año era la vedette estrella de la murga del barrio. La reina del corso. Con una felicidad, el toro, que le estallaba el cuerpo. Recuerdo haberlo visto bailar frente al Tres de Febrero, club glorioso de la infancia, sacudiendo caderas, pechando voluptuoso. Y guiñando nervioso cada tanto como diciendo miren vecinos que esto es joda. Se escudaba en el rito y se transformaba. Y amparado por el disfraz vivía su módica gloria sexual de cuatro noches al año, antes de volver al pehache y ponerse de nuevo resignado el otro disfraz, el de hermano veleta del cura, el del resto de la vida.
Gloria a las carnestolendas, a sus fiestas y a todos los rituales de máscara. Vitales y sanos. Los que te dejan cambiar la cara.
Literalmente: los del des-caro.
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