EL FUTURO EN FUGA SINIESTRA
Por Omar Genovese
El sonido de las cosas de Gonzalo Santos, Azul Francia, abril 2021.
El duermevela del discurso fuera de sí, inflamado por los fantasmas en la desconexión con lo humano para ser otro y no serlo, ése fallar en percepción y juicio hasta el delirio, es más que un personaje, es el estilo mismo. En qué momento comenzó el delirio de la enunciación con pretensiones filosóficas, trascendentales, para hacer eterna esa mirada que en el fondo ampara los peores rasgos de una tribu desesperada por la perduración, es la sospecha. Porque en El sonido de las cosas, reverbera la falla de la verdad en lo apocalíptico. A tres páginas de lectura surge que el primer hablante no le hablaba a nadie, fue el primer incomprendido de nuestra especie. ¿Por qué el texto encarna una vindicación de tal unicidad como despliegue de alas ante el abismo tan mortal como inminente? Por eso Santos da un giro especular: “¿No es lo no dicho, eso que está debajo del iceberg, lo que le da sustancia a un relato?”
Desde la ventana ocurre el espectáculo de la pantalla mediatizada e individualista. Lo representado es material, o materia de un afuera inconcebible, el horror mismo con su dolor en ciernes. Pende sobre la existencia, como un teléfono inteligente injertado al cerebro, virtualidad capaz de interceder en todo espacio como en la compra de alimentos en el supermercado, pero con la supervisión del ojo orwelliano existe la sanción por puntos si la mirada virtual osa expresar el deseo, culpa de acoso. Xiaomi Neura es la red neuronal, artefacto que plantea esa frontera inequívoca: no nos consta que detrás de tanta tecnología exista lo concreto.
Para Kilian, los recuerdos son el magma de la duda, mientras el taconeo de la madre alcohólica anida el ritual de marca imborrable. Lo terrible se oculta hábil, pero duele más intenso entonces, regurgita lo posible, hace carne a la inteligencia artificial que asiste al escritor del que sabemos escribe sobre Ergo, una proyección de todas las incertidumbres (la IA tiene nombre, incluso conjetura sobre lo escrito: Elián), como largo epitafio sin lectores futuros. Para eso la novela corta resulta el acertijo literario más efectivo respecto al artefacto de la fantasía, le da dimensión para que derive en el lector en reflejos fraccionados, salidas de emergencia cuando la catástrofe ya es inevitable.
La existencia se torna aparato excretor de todos los miedos, los configura, les da dimensión para aterrorizar eso que queda de vida. Y allí, ¿esto era la vida? El Golem consagrado por el algoritmo dice de sí, apabullando al escritor: “A la lengua de los hombres ya no le podía sacar más provecho”. Ése capullo del monstruo, tal amenaza, habita un cordón conurbano que es el infierno de las copias fallidas. Cuando la genética es ése frasco que muestra impávido tanto lo posible como su negación. Así, lo artificial del experimento es la pérdida de futuro, una reclusión a perpetuidad, un giro en falso de toda narración buscando a quién se dirige, en la imposibilidad del otro, huella farresiana que se disipa entre los dedos del que escribe.
Publicado en el Suplemento Cultura de Perfil Diario el 09/05/21
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