sábado, 22 de mayo de 2021

El valor de lo roto

 PALIMPSESTOS

Nos llega desde el litoral santafesino esta lectura creadora y creativa que realiza Juanjo Conti de la novela de Juan Mattio, donde indaga en ciertos aspectos del texto, evidenciando que toda crítica es autobiográfica y proyectiva y que solo la pereza impone las interpretaciones acomodaticias a las que estamos acostumbrados. Una suerte contar con textos que refrendan nuestra vocación, y devoción, crítica.

 

La historia es la de una obsesión. Una mujer, Katy, está, o estuvo, tras las huellas de una máquina. Un aparato utilizado durante la última dictadura militar argentina como una forma de detectar subversivos para capturarlos. Un sistema instalado en la red telefónica capaz de identificar ciertas palabras y deducir la naturaleza disidente de las conversaciones.

Sin embargo, esta tecnología tiene ramificaciones que llegan hasta cincuenta años más tarde y es utilizada por una programadora japonesa como base para una nueva aplicación de realidad virtual. Un producto disruptivo, un servicio que ha incorporado tantos usuarios que ha logrado replicar el mundo real.

La novela, entonces, tiene dos partes que se entremezclan. Tiene, lo que se llama, una estructura pendular. La historia 1 es la del narrador/protagonista, heredero y deudor del proyecto de la mujer que amó. Como en un rompecabezas, intenta reconstruir los hechos que su amiga estuvo investigando durante los últimos años de su vida. La historia 2 es el relato, en apariencia independiente, del diseño y la implementación de esta red social virtual que lo devora todo y sobre un sector en particular de la red, Die Toteninsel, donde el código de los usuarios fallecidos se acumula como en un eterno purgatorio.

Mis comentarios se van a centrar en esta segunda historia.

 

Tradicionalmente la ciencia ficción se encargó de naves espaciales y seres de otros planetas. En forma paralela a esas publicaciones, se desarrolló en la Tierra una tecnología totalmente distinta, inimaginada, que posibilitó ese otro nuevo mundo inexplorado: internet.

Esto dispuso nuevos materiales y por lo tanto, nuevas escrituras. Cada vez con más frecuencia aparecen relatos en los que los protagonistas ya no son científicos (como en Asimov) o proletarios (como en Philip K. Dick), sino programadores, tal vez un personaje intermedio que es a la vez poseedor de un conocimiento específico y mano de obra al servicio del capital. También los escenarios cambiaron; ya no se camina con cuidado y protegido por un traje espacial sobre la superficie de una geografía amenazadora (como en tantas space operas), sino que los cuerpos son dejados de lado en favor de sus representaciones virtuales. Los personajes son menos carne que procesos mentales ocupados en manipular estructuras igual de abstractas.

En esta línea de novelas, se inscribe Materiales para una pesadilla, de Juan Mattio, que cuenta con hermosas imágenes como esta para hablar de algo que para la mayoría de las personas es rígido e indiferente: «Paseaba por un espacio que no era más que código que se desplegaba frente a ellos como un origami hecho no de papel, sino de matemáticas».

 

El origen de la pesquisa de Katy se ubica en la Biblioteca Nacional, donde trabaja en el novel Departamento de Cibercultura, que tiene el objetivo de investigar el impacto de la cibernética en la sociedad: estudiar códigos de programación como una forma más de la creatividad. En el primer capítulo se nos cuenta que los viejos investigadores de la institución se negaron a participar del proyecto, ya que, según ellos, “el código no era texto” y un programador nunca sería un escritor.

La refutación de esa tesis es una idea central en el libro. Cuando se nos presenta a Haruka, la programadora japonesa que vive en un polo tecnológico en Berlín y es la otra protagonista del libro, no se la describe como una persona sin visión más allá del código que tipea, sino como alguien que tiene muy presente que su accionar modifica el mundo, que el diseño “es una rama de la filosofía”. Alguien consciente de sus capacidades y de su alcance. El diseño, piensa, “es aliado del cambio y de los débiles”.

En algún punto de la historia, esta visión choca con la de los inversores.

(Haruka reflexiona sobre cómo programar el cielo de esta nueva realidad virtual que está construyendo: “Quería que fuera un tono azulado imposible de encontrar en la naturaleza, un azul sintético, que no imitara el mundo real, sino que hiciera evidente la condición artificial de todo el entorno”. Y después: “Los inversores querían tranquilizar a los usuarios. Haruka, en cambio, querían incendiar sus percepciones”).

Cuando los ángeles de capital secuestran la tecnología para sus fines espurios y desplazan a Haruka de su rol de Jefa Creativa, ella rescata el código y los datos de los usuarios fallecidos y los lleva a nuevos servidores en en los que crea una isla, un lugar oculto en la red donde los nuevos usuarios que logran encontrarlo desarrollan su propia cultura, con mitologías y religiones.

Erik, uno de los visitantes a Die Toteninsel, reflexiona por qué el lugar es tan distinto a la realidad virtual comercial que había conocido hasta ese momento: “…se pregunta por qué habían programado ese polvo persistente sobre todas las cosas”.

La explicación no se hace esperar: “Los entornos RV solían ser mundos simplificados que prescindían, sobre todo, de fenómenos climáticos y ambientales por la complejidad que suponían para el lenguaje de programación y lo poco que aportaba a la experiencia”.

Ahí encontramos el leitmotiv de Haruka y de Mattio. El trabajo por la belleza. Las máquinas con espíritu. Lo hipnótico de la repetición. El valor de lo roto y vuelto a armar. El libro, este libro, como mecanismo.

 

Juanjo Conti (Santa Fe, 1984). Programador y escritor. Publicó las novelas Xolopes, Las lagunas y Las iteraciones. Desarrolla Automágica, un software libre de maquetación automática.

La imagen que ilustra el texto es la tercera versión de Die Toteninsel de Arnold Böcklin.

No hay comentarios:

Lunes por la madrugada...

Yo cierro los ojos y veo tu cara
que sonríe cómplice de amor...