La máquina de febrero
Yamila Bêgné
Juan F. Comperatore
Tan excéntrica resulta respecto a la de sus pares, que la obra de Yamila Bêgné parece dialogar sólo consigo misma. Sin estridencias y con apabullante sobriedad, sus relatos cultivan un estilo vítreo y despojado y que absorbe los saberes más dispares (botánica, geología, física, esoterismo) como andamiaje de un cruce posible entre la ciencia y las artes. Sus relatos parecen decir que si estiramos las costuras de la razón puede aflorar lo improbable; y eso es mejor evitarlo. De ahí el denuedo con que sus personajes implementan un orden que por más impenetrable que se conciba siempre deja un resquicio por el que puede filtrarse el caos. Esa tensión, que tan bien funciona en sus libros de relatos ─Protocolos naturales, Los límites del control─ encuentra un nuevo cauce en el largo aliento de la novela.
La máquina de febrero condensa buena parte de los motivos que impulsan la escritura de Bêgné, pero al férreo control de los materiales le imprime ahora una mayor soltura. Como si, una vez asentados los rudimentos de la osamenta, se hubiera dedicado a construir cada frase siguiendo una cadencia propia. Bêgné no necesita el oropel de la subordinada para evitar el lugar común; le basta con la precisión y el leve desvío. Frases que encuentran su sentido en la repetición asordinada, y otras que se replican en espejo, funcionan como ligeras perturbaciones de la superficie: son los blasones con los que Bêgné procura desacostumbrar la mirada. Pero entramada en la preocupación formal, hay una historia. O dos.
Por un lado, una pareja emprende un viaje para decirse aquello que en la ciudad callan. Mientras Julia intenta evitar que las variables escapen a su control, Fernando escande con monosílabos su abulia amorosa. El hallazgo de una caja en medio del bosque abre el pasaje a un rincón que el raciocinio hasta entonces había obturado. Mirna y Fernando, por otro lado, son una pareja consolidada. Ambos trabajan en el vivero Los pensamientos. Él se dedica a la tierra, ella a los números. Pero Mirna, además, posee un don; "certezas del futuro" llama a los fragmentos de imágenes que de pronto la asaltan: "El espacio real se transparentaba y de un momento a otro algo escondido emergía sobre el mundo". De este modo vislumbra que a su pareja va a sucederle algo. Ambos hilos se trenzan rozándose apenas sus protagonistas. Las acciones de un lado tendrán efectos en el otro, y los números, el sol, la luna y el agua fungirán de nexo. Y, claro, febrero, cuya importancia no se reduce a ser el mes durante el cual transcurre la novela. Así, ambas mujeres comprenderán que traspasar el umbral es tanto un fin como un nuevo comienzo.
Hay en La máquina de febrero algo que no se deja apresar y de donde obtiene su vigor. Se trata de un aura de misterio, pero no de uno velado, sino de aquel que roza un decir más allá de las palabras. Nada aporta traer a colación lo fantástico para hablar del roce con ese otro lado porque la realidad sabe habitar también esos lugares. No es poca cosa reclamar la ambigüedad en medio de un mar frondoso de ficciones transparentes. Y tampoco es poca cosa querer atravesar esos umbrales como dice el verso de Olga Orozco: "enmascarado por los andrajos radiantes de febrero".
El posfacio, tan ameno como erudito, del editor Christian Kupchik se mueve en esa línea al ampliar las resonancias de lectura aproximando la novela de Bêgné a los rudimentos de la astrología, así como a la obra del matemático y cartógrafo del siglo XVII Andreas Cellarius, parte de cuyo atlas acompaña a esta edición. Un broche final que ensalza el arte de la edición y lo convierte, como quería Roberto Calasso, uno de sus representantes más conspicuos, en un género literario en sí mismo.
24 de febrero, 2021
La máquina de febrero
Yamila Bêgné
Leteo, 2021
224 págs.
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