lunes, 14 de mayo de 2012

Meruane por Molloy


Presentaciones ::
Carta a Lina
08-05-2012 |

Esta carta se leyó la semana pasada en la presentación de la novela de Lina Meruane Sangre en el ojo.

Por Sylvia Molloy.

Querida Lina, me descoloca tenerte lejos, y en mi país, tan luego, cuando siempre te tengo cerca en Nueva York: esto que te escribo ahora, y que alguien leerá por mí, te lo estaría diciendo personalmente. Pero de descolocación se trata, en una novela donde de pronto lo familiar se vuelve extraño por no visto, por incalculable; donde los ojos no saben ya mirar.

Digo “no saben” porque se trata de un cuerpo que ha perdido su sabiduría, su estar en el mundo, y debe comenzar un aprendizaje nuevo. Me impresiona mucho cómo narras el comienzo de ese aprendizaje, la súbita desespacialización de quien ya no puede ver y recurre a saberes compensatorios: “el recorrido conocido ya no coincidía con mis pasos”. Hay en ese comienzo un falso aire de eficiencia, una mímesis de normalidad, un “yo me las arreglo” cocorito pero no por ello menos despiadado: “Avanzaba como un murciélago desorientado, siguiendo intuiciones. Iba tras la gente que pasaba por mi lado. Si se detenían también yo me detenía, si cruzaban yo los alcanzaba”. La vigilancia es continua, se “adiestra el oído” para aprehender por otro medio lo que ya no se ve, el ruido de una bicicleta en un charco, por ejemplo; se calcula “la matemática de los pasos que debían llevarme de una esquina a la otra”; se busca reconocer pero ese reconocimiento simple ya no se puede dar. Después de saludar a alguien por error creyendo que la interpela, en una escena patéticamente cómica, la protagonista ya no intenta reconocer. En cambio empieza a re-conocer, es decir a emprender un conocimiento otro. Si el evento desencadenante, la pérdida de la visión coincide, simbólicamente, con una mudanza, de hecho apenas hacía falta el detalle anecdótico: perder la vista ya es mudarse, quedarse a la intemperie.

Me detengo en dos cosas de entre las muchas que me impresionan en tu novela porque me hablan directamente. Primero, el trabajo que haces con la memoria, con lo que podríamos llamar los ojos de la memoria, tema que como sabes me interesa especialmente cuando trabajo viajes de retorno. Ese es el único viaje posible para tu protagonista: perdida la vista, recurre al viaje que puede realizarse sin ojos, el viaje al lugar de origen. Chile y Santiago pueden verse sin ver. A la pregunta de si está nevada la cordillera, el padre responde que el cielo de Santiago “ya no es lo que era”. Pero para quien no ve, todo lo que se ha dejado atrás cuando se tenía ojos sigue siendo lo que era: “Abrí la ventana como quien abre un párpado y tuve la impresión de estar viendo la cordillera nevada hasta abajo, resplandecía cegadora en mi memoria”. Esa mirada sin ojos del recuerdo, problemática para el retornante vidente que comprueba melancólicamente cómo se “lo han cambiado todo” aquí no es tal: el pasado, gracias a la no videncia, se ha vuelto eterno, el cambio no existe. Esta permanencia de lo idéntico, sueño utópico de todo retornante –que no me cambien mi ciudad, mi casa; que todo haya quedado tal cual lo dejé– aquí es mera realidad. Todo está igual, dicen los ojos ciegos, no porque nada haya cambiado sino porque los cambios no se pueden ver: “Dejaba que fuera salpicando el mapa en mi memoria visual con trozos sueltos de la ciudad, sus avenidas sucias y el contorno de las esquinas, letreros escritos a mano con faltas de ortografía, almacenes de ropa usada americana, los cafés con piernas del centro, ciertas calles que todo chileno conocía”. La ciudad, para el que no ve, más que hogar es simulacro de hogar, curiosamente reconfortante hasta que la ilusión se rompe y surge el desasosiego:

Pongo piloto automático a mi memoria y le voy dando instrucciones tan precisas que yo misma me sorprendo: quédate en el carril izquierdo pero sigue por la Costanera, ¿sí?, es la avenida grande, y sigue un poco más, unas cuantas esquinas, y cuando lleguemos a una calle grande con tres semáforos con flechas y pista para doblar a la izquierda, métete, sigue recto, y cuidado con el ceda el paso oculto detrás de unos árboles. Así atravesamos Santiago. Que doblara hacia arriba, hacia la cordillera. No veo ninguna cordillera, dijo Ignacio. Tiene que estar ahí, le dije, tapada por la nube espesa de las chimeneas industriales. Y allá en la esquina tendría que estar también el letrero. ¿Un cartelito de madera? ¿Lo ves? (Abre bien los ojos, Ignacio, lo estás viendo sin verlo). Nada, suspiró Ignacio agotado como un ciego nuevo.

Lo segundo que me impresiona en Sangre en el ojo es el uso a la vez apasionado y distanciado que haces de la primera persona y de su tú interlocutor, otro tema al que, como sabes, vuelvo una y otra vez. Has logrado, a mi ver, lo que logran pocos: usar una primera persona claramente autobiográfica y a la vez coartar no sólo la posible identificación melodramática sino todo intento de empatía, lo cual, dada la anécdota, es un verdadero tour de force. Hay pocos yo tan potentes, tan rabiosos, tan persistentes y tan violentos como el yo de Sangre en el ojo, yo fuerte de sobreviviente que no se deja amedrantar. En ese sentido me maravilla la manera en que manejas la relación de pareja, a la vez con delicadeza y seguridad, sabiendo que el yo no funciona si no acude a ese tú y que esa complicidad exigente es fundamental para la relación, en la que se le reclama a ese tú lo mismo que el yo, implacable, se exige a sí mismo en un ojo por ojo furioso que es también un ojo por ojo de amor.

Podría seguir pero dejo la continuación para cuando te vea, con mis ojos o sin ellos, y seguimos la conversación. Te felicito: has escrito un libro que, como ya te dije, es despiadado y estupendo.


Tomado de http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2012/22651#more-22651

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