viernes, 31 de diciembre de 2010

Nace la envidia

En el vacío del amor,

en un tiempo lunar, lívido y frío,

nace la envidia.

De la caída de la tarde,

de lo que se desliza ya desde la noche

y solapado alarga su sombra por los muros

como amarilla hiedra,

nace la envidia.

De lo que se carcome y no consiste

más que en su desvivir,

del reverso del aire,

de la vecina nada inhabitable,

purulenta y sin fin,

nace la envidia.

En las callejas húmedas,

en los días de otoño, incruentos y pálidos,

bajo la doble faz de los espejos

o en largos corredores

que nunca desandamos,

nace la envidia.

En herrumbrosas cerraduras,

en los pozos cegados,

en los respiraderos de la vida

o en la destilación amarga

de lo nunca vivido,

en las grietas del tiempo,

nace la envidia.

Como animal de lenta procedencia,

como ceniza o sierpe y humo pálido,

amarilla y opaca, fiel reflejo

de lo arriba radiante,

nace la envidia.

En el desasosiego

de ser sin nunca tener centro,

en láminas heladas sin dimensión de fondo,

en imágenes planas que crecen hasta el cielo

de la pasión del hombre, nunca suya,

nace la envidia.

Nace como la noche

de inagotable ausencia,

de muros arañados,

de vacíos espacios,

perpetua y giratoria,

sobre el rastro lunar del que más ama.





José Ángel Valente. Siete representaciones, El bardo, 1967.

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Lunes por la madrugada...

Yo cierro los ojos y veo tu cara
que sonríe cómplice de amor...