Después de unas copas de vino,
y de esta vaga sensación de estar zozobrando
entre los días, pagamos la cuenta y salimos del bar.
La luna tenía la burlona sonrisa del gato de Carrol.
Al subir a su auto preguntó ¿Dónde vamos?
Así es que después de hablar de su jefe, del mío, y las horas extras regaladas a otros bolsillos de otros aromos -que comenzaban a reventar amarillos en esas muertas calles del barrio alto, cercadas con corriente-
Dejamos que la silueta de la cordillera recostada sobre la noche,
nos colgara en mitad de la boca una sed imposible de saciar.
Y a intervalos dormimos, y nos volvimos a besar infernales
hasta que amaneció.
Fingí dormir hasta que despertó, o fingió despertar,
y entonces -como si fuese a decir aquella palabra
innombrable, pactada en el terror del silencio-
dijo, ojalá que gane González.
Cuando llegué a mi casa, el vecino mientras barría la calle,
me contó que González ganó la medalla de bronce.
Desde esa soleada mañana, jamás volví a saber
qué diablos fue de su vida.
Ni quién, carajos, era González.
Malú Urriola, Cadáver exquisito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario