'Te di ojos y miraste las tinieblas': Irene Solà pacta con el diablo
La catalana recrea un mundo grotesco y mágico en una novela rica en imaginería, pero confusa y abstrusa por momentos
Yo, quizás por inexperto, a lo mejor por inseguro, deseo que me guste lo que le gusta a todos. Lo deseo, en realidad, por respirar aliviado y no tener que dar muchas explicaciones. Con Irene Solà (Malla, 1990) me sucedía algo así. No leí su anterior novela, Canto yo y la montaña baila, erigida en fenómeno indie, así que decidí reengancharme a ella con este Te di ojos y miraste las tinieblas, también en Anagrama, traducido del catalán por Concha Cardeñoso Saénz de Miera. El resultado es el peor de los posibles para un crítico, para este crítico: no puedo hacer una crítica demoledora ni tampoco sumarme a la boda aventando a lo loco la servilleta.
ANAGRAMA / 176 PÁGS.
Te di ojos y miraste las tinieblas
La novela narra un día en la vida de un grupo de mujeres en una masía del macizo de Las Guillerías (Cataluña), zona que tan bien conoce la autora. Es un mundo pretérito y evocador, mágico y apretado. Joana, la señora de la casa, pactó antaño con el diablo para lograr marido y desde entonces todos sus hijos han salido defectuosos. A lo largo del libro, se concreta esa maldición, con saltos en el tiempo y distintas peripecias entre el realismo mágico y los viejos cuentos al calor del hogar.
A eso hay que sumar, en la parte de la forma, la riqueza expresiva de la catalana y su excelente dominio del ritmo, al servicio aquí de lo grotesco y lo escatológico. Este es un cuento de brujas y las cosas se exageran y los rasgos se animalizan y los animales cobran vida, y la casa es una madriguera o podría ser el hueco de un árbol. La novela huele: a nabos, a coles, a cabrito. Todo eso está bien.
Sin embargo, para mi gusto, el resultado es abigarrado y por momentos confuso. No puedo decir que transite fácil por estas páginas y eso le quita gracia a un mundo en el que quiero entrar y me seduce. Me parece que, sin renunciar al tono, al tema y al fascinante mundo de Las Guillerías, Irene Solà podría haber puesto un poco de orden en la receta, en el mejunje. Hay algo prestigioso en oscurecer las tramas, en mezclar voces y tiempos, en supeditarlo todo al estilo, en que se note esa voluntad de estilo por exceso. Y eso tiene muchos partidarios y se considera contemporáneo y vanguardista. Yo, modestamente, creo que hay que saber cuándo un ingrediente, por cotizado que sea, resta al conjunto y no tener miedo a «ponérselo fácil» al lector de vez en cuando. Sobre todo porque a Solà no le falta ni mucho menos fantasía ni imaginación para engatusarnos con la propia fuerza de los cuentos.
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