viernes, 26 de noviembre de 2021

Simulaciones reales

 

La apariencia del tiempo y la desaparición de los límites

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La invocación y otras historias (Edhasa) una antología de cuentos de John M. Harrison seleccionados por Matías Serra Bradford, demuestran por qué el autor de El curso del corazón ha sido calificado como un escritor ineludible y, como dijera el suplemento literario de Times, "un visionario".

La apariencia del tiempo y la desaparición de los límites

Por Matías Serra Bradford.

Con la rapidez con la que cualquiera se pierde en un sueño, un relato de M. John Harrison empuja al lector hacia un vacío en el que flota a la deriva, sin tener de dónde sostenerse, dónde hacer pie. En un cuento de Harrison se oye a alguien decir: “Cada sueño es una cueva cerrada. La paradoja de los sueños –y de hecho de la magia– es que para encontrar la llave debes estar adentro de antemano”. Podría decirse que la ficción de este narrador británico empieza y termina con el relato titulado “Egnaro”, solo que como otros que llevan su firma éste es un límite de doble fondo. Vacilante frontera entre lo visible y lo invisible, Egnaro “está a la vez adentro de uno y afuera”. Egnaro sería una versión más sensorial, más contemporánea, más glosada, del Tlön de Borges. Al igual que otros espacios intermedios inventados por el autor –el Pleroma en “El gran dios Pan” y “La invocación”– se trata de una grieta, un intersticio, que vuelve posible entrar y salir del mundo bajo ciertas condiciones, favorables o desfavorables.

No está de más insistir: Harrison borronea el límite entre una ficción que sucede en este mundo y aquella que sucede en otro. Parece que ciertos relatos suyos ocurrieran en un territorio más cercano al de la ciencia ficción y otros en un terreno que podría llamarse realismo encantado. Esta antología linda más bien con esta última línea, pero en rigor de verdad estamos ante una telaraña constelada, tendida a lo largo de una galaxia en la que el mundo es un punto más, o mejor, ante una galaxia de bolsillo que tiene entre sus propiedades la de lo portátil. La trilogía que Harrison publicó en los últimos años –LuzNova SwingEmpty Space– se encarga de subrayar que todo sucede en planos paralelos, simultáneos. La aguja del compás de este creador oscila entre inaugurar otro mundo (como el de Viriconium o el más reciente Kefahuchi Tract) y descorrer el mundo que late apenas detrás del real (como en El curso del corazón y Signs of Life). Éste, ¿es una duplicación de qué otro mundo? ¿Y los otros, son un doble de qué vida?

La fascinación y el temor que produce aquello a lo que alude la palabra Egnaro representan, también, a dónde pueden llevar los efectos de la lectura. No debería sorprender la recurrencia de librerías de ocasión y su cualidad oracular en la literatura de Harrison. El temor y la audacia –tópicos que en Harrison llegan hasta Empty Space– incluyen a la vez la hipnosis y la sospecha que despierta lo que se lee. Entre libro y lector se da un pacto entre desconfiados dispuestos a entregarlo todo. Ya en “Egnaro” se nota la atracción por lo oscuro y la distancia que sugiere ese tipo de materia, la ironía que un personaje no puede evitar ante semejantes tentaciones del espíritu. Sólo dos lecturas –irónica o crédula– aparentan ser posibles con buena parte de los escritos de Harrison, pero las cartas se traspapelan a su antojo y el castillo de expectativas se desmorona.

Sus narradores se hamacan –por encima de un gran vacío, como quedó dicho– entre la poesía y la parodia. Pero se necesitan imágenes potentes incluso para que una parodia funcione, de manera que la calidad de la novela nunca decrece, y las ficciones de Harrison terminan asemejándose más bien a simulacros. Simulaciones reales. La buena escritura arma y desarma la parodia, no puede evitar ir profundo en la percepción del mundo. La ambigüedad frente al género recuerda a la que se da en “Alphaville” de Godard, de la época en que Harrison hacía sus primeras armas. Por momentos, se tiene la impresión de que en sus libros los pasajes más cercanos a la ciencia ficción actúan de máscaras venecianas para contrabandear sutilezas e intuiciones de los que el género nunca había oído hablar.

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El programa de Harrison implica los pliegues de lo visible, la puesta en escena de relaciones estrábicas, la divinización de un secreto, instantes de conversión, el progreso o descenso kármico, apariciones y reapariciones, identidades en vías de extinción y, no menos asiduos, momentos epifánicos en que algo cambia de signo. Una poética de metamorfosis (halos, hologramas, fractales), astronomía de maqueta (cuerpos celestes en campos navegacionales a escala humana) y velocidades variables (de nanosegundos a eras desenterradas). Nunca nada permanece fijo. Lo que cambia constantemente es la posición de sus personajes, su ubicación en el espacio. No obstante, eso no vuelve sus narraciones más desarticuladas. En estos relatos, auténticos tableaux vivants, los giros, súbitos o disimulados, extreman “el modo en que una narración intenta darse a conocer”.

Harrison trabaja con nudos, no con ideas abstractas: una imagen, un personaje, un mínimo diálogo. Cuando estos se cristalizan, originan nódulos que a su vez se desarrollan y transforman el croquis general. El núcleo atómico de una narración (donde se producen las fusiones y las fisiones, las dispersiones que liberan una rara energía) estalla de un modo silencioso en un punto imprevisible. Una de sus manos más frecuentes –naipes y dados reinciden– consiste en volcar una frase en un agujero negro del que resurge ilesa en el párrafo siguiente. En una oportunidad apuntó: “Cada historia es un vaso tan vacío que se puede beber de él una y otra vez”. ¿Pero cómo se enseña o aprende a usar el vacío?

¿Y quiénes pueblan los desiertos urbanos, rurales o estelares de este autor? Gente que no quiere ver nunca más a ciertos otros y sin embargo sus caminos se vuelven a cruzar. Como en “El descenso”, sus personajes regresan a aquello de lo que quieren escapar, y es común que en sus cuentos se produzcan reencuentros años y años después. Harrison corteja, impugna y corteja de nuevo la idea de predestinación. Son sujetos aficionados a las desapariciones voluntarias o involuntarias, o inconscientemente voluntarias. Tienen una gran facilidad para hacer cosas incomprensibles (para los otros y para sí mismos).

Harrison cuenta por medio de insinuaciones la parte oscura de un hombre o de una mujer, no necesariamente turbia en un sentido moral, sino desconocida para sí mismo, “como si al buscar liberarse hubiera intercambiado un conjunto de cosas predecibles por otro”. Lo resume bien la novela Empty Space con respecto a esas criaturas que sobrevuelan el espacio exterior, cuando se pone en duda “si de hecho tienen motivos como los entendemos nosotros”. Más adelante, un personaje de esa novela declara: “El noventa por ciento de lo que vemos todos los días es un artefacto de algún otro proceso. De las cosas que verdaderamente están sucediendo”. (Esta clase de impresión puede observarse en las notas autobiográficas y fragmentos incluidos en la última sección del libro. )

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El autor de Preparativos de viaje es diestro para delinear una “persona” y crear figuras que están a punto de descubrir algo ignoto de su biografía pasada o presente. Están suspendidos entre una cosa y otra, casi definitivamente. Un personaje de Harrison puede soñar que su casa se incendia y acaso se esté incendiando de veras en ese mismo momento. Cuando trata de saber qué ha sucedido –algo frecuente en sus personajes, que no suelen saber bien a qué se han sometido–, el lector se tropieza con un acertijo: “Ella se preguntaba qué es lo que en verdad había ocurrido aquella noche con su casa de verano: todo había permanecido perfectamente silencioso todo ese rato, pensó, como un fuego en una película difícil”.

Más de un relato aquí incluido evidencia la astucia de Harrison para jugar con los problemas del tiempo –cómo contarlo– escenificados en el curso de la narración.

Parece suscribir lo que William Empson redactó a propósito de Un experimento con el tiempo, del borgeano por adopción J. W. Dunne: “Vivimos en el presente sólo por una cuestión de hábito”. Su trilogía evidencia su pericia para con los tiempos superpuestos: naves espaciales y bicicletas motorizadas. El lector viaja en el tiempo y el espacio de la mano de unVerne alucinado, corregido y aumentado por Ballard.

El tiempo en Harrison siempre opera como elemento sobrenatural, una especie de polinización entre lo real y lo virtual; la diferencia entre uno y otro es que lo incorpóreo no tiene consecuencias, cuestión que se evidencia cuando, por ejemplo, se escala una montaña. Ni el autor de Climbers ni sus personajes niegan lo real; lo rodean y merodean porque para ellos arde igual que una brasa viva. El espacio y sus escenarios rotatorios actúan de conductos entre pasado, presente y futuro, y lo que entre sí se profanan. En la geografía –el término es amplio– Harrison explora, como Herzog, lugares vírgenes. El espacio exterior es una situación –un lugar– conveniente para pensar del modo en que necesita Harrison. Como se ve en “El descenso” y en “El mono de hielo”, las montañas también son otra dimensión.

La precisión del autor para describir la naturaleza o un mundo inexistente es la misma, y la mera descripción alcanza reiteradamente un poderoso clímax poético.

Los viajes entre un punto y otro del mapa, entre un mundo y otro, a menudo son disparados por un azar inducido, como el tarot, o por un libro abierto y obedecido a ciegas. (Las “reseñas imaginarias” incluidas en la anteúltima parte del libro responden a esa suerte de itinerario. ) Hay una lógica propia que propulsa a una novela, un cuento, una ficción. En Harrison esa lógica respeta la ambivalencia y la incertidumbre de la experiencia. Hace viajar, mientras tanto, con los nombres, gracias a esa fascinación que cultiva por topónimos con aire extranjero, aunque huelga decir que en Harrison todo es extranjero. Son nombres que perduran como restos de diversas lenguas: Corniche, Surf, Nuevo Tango, Entradista.

Pero el lector de Harrison jamás abrirá uno de sus libros para huir a otra parte; será siempre devuelto al centro de su laberinto: “No podemos escapar del mundo. No podemos dejar de intentar escapar del mundo”. Sobre esa cuerda hace equilibrio la maestría de Harrison. Para él, lo que se busca en un libro es “algo que no se comprende del todo. . . si el texto no satisface plenamente, uno pensará acerca de él por más tiempo”. Es un autor cuya imagen –truco de trucos– logra borrarse mientras lo leemos. Un libro suyo exige que se lea ese solo libro a la vez: “Miró el libro que tenía en la mano. De golpe se convenció de que tenía que haber otra manera de vivir”.

Es cierto que el uso de la palabra extraño tienta con demasiada frecuencia. Es un término sugerente, indefinido, que parece dar prestigio automáticamente. Lo cierto es que cualquiera se vuelve raro cuando lee, y que como lector uno se vuelve cada vez más raro. O bien que al leer –sobre todo literatura como ésta– uno tiene la inmejorable oportunidad de volverse más extraño. Son campos magnéticos de momentos epifánicos: para ellos está hecha la ficción de Harrison, o la ficción a secas, y acaso nuestros días.

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Entre un clima heredero deTarkovski y la tradición gnóstica, Harrison supo apelar a la desintegración de ciertos personajes como medio para alcanzar una lucidez o sabiduría realizables. Estas figuran que se despiertan en casas ajenas, que suelen recoger objetos en una playa, trafican conocimientos misteriosos. (Se niegan, quizá, a descubrir que el secreto final sobre sí mismos es que no hay ninguno. ) Es natural que estos individuos tan desorientados como cautivantes tarden en encontrar su senda. Da la sensación de que sus personajes no sienten legítimo el acceder a cierto tipo de conocimiento.

Los personajes de estas ficciones parecen estar pugnando consigo mismos para conciliarse con una vida (al menos una). Hacia el final de Luz se lee: “Lloró por la mera pérdida de esto: la pérdida de sí mismo”. Abundan los ejemplos en los que una identidad recibe electroshocks delante y detrás de un espejo: “Su padre, ya en la parte más vieja de la mediana edad, tal vez sorprendido de descubrir después de todo que ha sido padre…”. No es extraño que la infancia suela comparecer en sus relatos; la repatriación de un fantasma que consuela e inquieta. Un relato lo condensa de una manera inspirada: “En esa clase de infancia todo se funde con la luz como las flores en un pisapapeles de vidrio”.

Si puede hablarse de escritores conductores (de electricidad) y escritores aislantes, M. John Harrison pertenece a la tradición de los primeros, y en busca de espíritus afines el lector haría bien en aproximarse a M. P. Shiel, Arthur Machen, Charles Williams, Mary Butts, Anna Kavan o, solicitando prórroga para el vencimiento de su luz, Robert Aickman y Angela Carter. “No busco representar lo espiritual, lo ambiguo, lo paradójico, lo tenue: busco inducir esa clase de estados”, admitió Harrison en una ocasión. Es un narrador que sabe lo que quiere decir y no por eso pierde gracia o fuerza al expresarlo. La suya es la inquietud que producen los hiperracionales, los hiperconscientes.

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