jueves, 17 de febrero de 2011

Leer lo real sin metaforizarlo

Marina Yuszczuk

“Improntas críticas sobre el testimonio: lo real y la metáfora”


Sobre: Tamara Kamenszain, La boca del testimonio, Buenos Aires, Norma, 2007.


La relación entre la poesía y lo real es un problema del que la crítica del género se ocupó desde diversas perspectivas en los últimos años. Si por un lado hay toda una vertiente que incluyó a la poesía de los noventa, especialmente la escrita por varones, dentro de la categoría tradicional de “realismo”, por otra parte se trató de pensar esta vinculación poniendo el foco sobre el lenguaje y considerándolo, desde una perspectiva marxista, como parte constituyente de la producción material y de la realidad. En su último libro de ensayos Tamara Kamenszain busca una manera alternativa de pensar esta relación, siempre problemática, en los casos de dos poetas muy leídos por la crítica como son César Vallejo y Alejandra Pizarnik y de tres poetas argentinos contemporáneos.

La idea de testimonio es central en el libro porque en estos ensayos lo propio de la poesía es un trabajo con la lengua que le permite escapar de la lógica dualista y “tocar lo real”, aquello que es indecible por definición y de lo que no pueden dar cuenta los saberes y la retórica. Por eso, de la producción de Vallejo, Kamenszain elige España, aparte de mí este cáliz, ese libro donde lo humano se pone en crisis y el que habla necesita pedirle a otro que lo diga, convirtiendo al libro en un llamado. En el capítulo sobre Pizarnik, a su vez, se pone el foco sobre sus prosas, escritas a partir de la imposibilidad de escribir una novela por carecer del necesario dominio de la lengua. Esa “falta” en cuanto a la retórica convierte a La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa y Los perturbados entre lilas en textos “mal escritos” donde puede por fin irrumpir la verdad. El capítulo final del libro recorre prácticamente toda la producción de Washington Cucurto, Martín Gambarotta y Roberta Iannamico para ver de qué manera estos poetas realizan lo que para Agamben es la tarea política de las nuevas generaciones: la profanación de lo improfanable, de aquellos sectores de la vida que en la sociedad del espectáculo gozan de un nuevo tipo de sacralidad que los saca de la esfera del uso para volverlos al ámbito de la contemplación. Lo que se lee en cada caso es cómo, por medio de distintas torsiones, estas poéticas llevan la lengua a un punto en el que puede, ya no representar la realidad, sino “tocar lo real”.

I.

Kamenszain ingresa a la obra de Vallejo por el primer verso de Los heraldos negros, que considera fundante (“Hay golpes en la vida tan fuertes…¡Yo no sé!”). De ese verso retoma más que nada los puntos suspensivos, porque dan cuenta de un no saber y aparecen entonces como un “agujero en el sentido” que representaría el lugar de la vida y de la experiencia de la verdad (Badiou). Es esa falta en el terreno de lo simbólico y lo imaginario, condensada en los puntos suspensivos, la que convierte al escritor en un “gran vividor”. Lo que se testimonia entonces en la poesía de Vallejo es ese encuentro entre la letra y la vida que halla su forma verbal en el oxímoron, porque esta figura constituye precisamente el lugar en el que el lenguaje logra zafarse de los dualismos y las significaciones establecidas y llevar a un punto de crisis a la lengua. Esta cuestión atraviesa de algún modo todo el libro: para que la poesía se ponga del lado de lo real y de la vida es necesario primero que salga del ámbito de la literatura y la cultura, donde se encuentra encerrada tanto como los sujetos se encuentran encerrados en la lengua. La relación con lo real no pasaría entonces por re-presentar una esfera desde otra cualitativamente diferente sino por un encuentro, no institucionalizado y un poco misterioso, tal vez, entre la lengua y la vida, que es lo indecible.

Otro aspecto central en la lectura de Vallejo es que la falta de saber y de palabras propias reclama para el poeta el testimonio de un otro que lo nombre, por eso en Vallejo el testimonio adopta la forma del llamado. Y cuando ese llamado, que deviene grito, logra salirse de la “cárcel de la lengua”, delimita un territorio para lo humano que es un más allá de la lengua donde “todos entienden” cuando se los convoca como “hombres”. A este territorio lo denomina Kamenszain una “patria”: se trata de la vida en común que excede al hombre, una patria constituida por una lengua que no pertenece a nadie. Cuando se pone a funcionar este mismo aparato conceptual para leer los poemas de España, aparte de mí este cáliz, el resultado es curioso porque en este caso el héroe de la guerra civil aparece homologado con otros “héroes” de la poesía de Vallejo –hombre, indio, camarada, voluntario- que se definen como tales, a partir de Lacan, por ser aquellos que no ceden en su deseo. La guerra entonces será el enfrentamiento vida-muerte y su héroe, el voluntario de la vida. El que Vallejo llamaba “voluntario de España” en el “Himno a los voluntarios de la República” ya no lucha por un proyecto político concreto sino por algo más abstracto. Y es que la guerra, también, se vuelve abstracta, se deshistoriza, y sus héroes devienen una instancia entre otras de un concepto lacaniano, perdiendo de vista la particularidad y especificidad históricas. Lo que este héroe da al poeta es un “himno en contra […] que, como aquel silbo vulnerado del indio, alude entre dientes a una patria en común (“República”) que peligra”. La República entonces deviene metáfora, un espacio simbólico indiferenciado, lo cual es problemático si se tiene en cuenta que Kamenszain está pensando los poemas de Vallejo desde la idea de Badiou del ultrapoema, una clase de texto que “aspira a compartir un pensamiento menos sumido en la unicidad metafórica”. La unicidad metafórica, sin embargo, se cuela en el aparato postestructuralista para hacer de la lengua y de la patria, precisamente, unicidades metafóricas.

II.

El caso Pizarnik se aborda desde la oposición poesía/prosa que ella misma establece en sus diarios al manifestar el deseo de escribir una novela y al mismo tiempo la imposibilidad de hacerlo. El proyecto de escribir una novela, que para Pizarnik demandaba ciertos conocimientos de la lengua –gramática, tiempos verbales, etc.- hubiera representado la posibilidad de participar de la lengua de todos, de pertenecer y de comprimir al mundo en un libro. Kamenszain toma esta idea para pensar la poesía de Pizarnik como escrita “sin lengua”, a partir de una relación de extranjería con la lengua de los argentinos, y desde esa perspectiva revisa la relación de Pizarnik con el idioma nacional. La propuesta de Kamenszain es pensar el rechazo de esa lengua en la poesía de Pizarnik como una operación crítica que se vuelve explícita cuando la autora comienza a escribir prosa, porque entonces el humor y los usos paródicos del lenguaje literario y oral argentinos aparecen como un golpe de estado anarquizante en el centro de la lengua nacional. De esta manera Los perturbados entre lilas y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa son textos que profanan críticamente el lenguaje argentino.

Al mismo tiempo, así como Vallejo escribía a partir de una falta de saber, la falta de lengua en Pizarnik la hace volverse hacia lo que Lacan denomina “lalengua”, esa lengua materna que es asunto de cada quien y que sería previa a toda habla articulada. En este punto la lengua ya no se piensa, por supuesto, ni como instrumento de la comunicación ni como producto o proceso social, sino como un lugar de resistencia individual (decididamente abstracto y paradójicamente colectivo, en la medida en que también se recurre a las concepciones de Deleuze) frente a la homogeneidad lingüística impuesta por el Estado y por los otros. El uso de la obscenidad y del absurdo en Pizarnik formaría parte de su voluntad de escribir “mal”, de profanar la lengua y poner la boca del testimonio, ahora, en la entrepierna. Pero de escribir “mal” al deseo de no escribir más hay sólo un paso, que Kamenszain no lee como detención del proceso de escritura sino como una operación que instala a los textos en el “entre” (ni poesía ni prosa), suicidando la lógica de los contrarios. En el caso de Pizarnik, y esto constituye un giro interesante, el suicido puede pensarse no como interrupción del proceso –lo que, desde Deleuze, sería enfermedad- sino como una “inmolación de cara a la productividad”, es decir, a la vida.

III.

La última parte de La boca del testimonio se dedica a pensar tres escrituras actuales –las de Washington Cucurto, Martín Gambarotta y Roberta Iannamico- a partir de un planteo necesario: ya no sirve pensar la literatura desde el realismo porque hoy el realismo está en el espectáculo, en el reality show, que sacraliza aspectos nuevos de la realidad y los pasa de la esfera del uso a la del consumo. La tarea política de las futuras generaciones sería entonces profanar esa nueva sacralidad. La segunda idea que opera en esta parte del libro es de Deleuze y corresponde al intento que Kamenszain lee en estos poetas de despegar a la escritura de la metáfora para tocar “lo real”, aquello que se resiste a ser simbolizado e imaginado. Lo que Kamenszain lee en Cucurto es entonces un uso profanatorio de la tradición que la saca de la biblioteca para devolverla al uso, a la circulación, y una apropiación de lo real a través de una “máquina de vida” que asegura para la literatura argentina la circulación de objetos y también de las lenguas.

De los libros de Gambarotta se dice, una vez más, que en lugar de unir imaginario y simbólico contra lo real están construidos de manera que lo real irrumpa y exista en ellos, alcance la utopía de hacerse real (Hal Foster). Por eso la lectura de Gambarotta pasa por ver sus cortes de verso no como recursos literarios sino como cortes “guerreros” que tienen “implicancias reales e irreversibles”. Teniendo en cuenta lo anterior resulta extraño que esos cortes de verso reales pasen a leerse en las páginas siguientes en términos metafóricos cuando se los homologa, por ejemplo, al corte de la programación televisiva, o cuando Gambarotta dice “el machete no es para cortar pomelos/ es para cortar cabezas” y Kamenszain lee ese “cortar cabezas” como un más allá de los saberes. Este carácter metafórico atraviesa toda la lectura de Angola porque en este caso “en la guerra el corte de verso, la escansión que corta la cabeza del sentido, es también corte de luz”, entonces la función de la cuadrilla que viene a reponer los cortes será la de cortar la luz que ilumina a la ficción y a la vez iluminar lo real. La función de la cuadrilla se vuelve metafórica, así como también la guerra, la luz y los cortes –los de la luz y también los de los versos. Lo mismo pasa cuando se trabaja a Roberta Iannamico, la tercera de los poetas que “testimonian sin metáfora”, porque al leer el poema que dice “Estreno un camisón lavanda/ la misma seda del lirio/ de un lado la piel/ floja sobre la carne hinchada/ del otro lado el espejo/ del baño del hospital” Kamenszain lo interpreta como una representación del “realismo desnudo” que la poeta trae a la escena literaria.

Hay evidentemente una dificultad para leer lo real que Kamenszain encuentra en los poemas de Gambarotta y Iannamico, sin metaforizarlo. Por otra parte, parece que todo el tiempo se instalan nuevas dicotomías en este libro que pretende mostrar de qué manera las poéticas analizadas ponen en entredicho la lógica de los dualismos, como sucede con las oposiciones entre el lenguaje y lo real, entre los recursos literarios (por extensión, la literatura misma) y lo real, entre ficción y realidad. Tal vez habría que pensar que el lenguaje y la literatura siempre fueron reales, o que en todo caso mantienen con lo real una relación más dialéctica que opositiva, y que lo que hace falta es una crítica que pueda dar cuenta de esa pertenencia sin metáforas, porque la máquina postestructuralista funciona mejor –aunque la dicotomía no se admita- cuando se circunscribe a la lectura de operaciones sobre la lengua, como sucede en el capítulo sobre Pizarnik, que cuando pretende avanzar sobre lo real o la historia.



http://www.bazaramericano.com/resenas/articulos/Yuszczuk_kamenszain.htm

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