martes, 1 de febrero de 2011

Julia Romero, El mapa del imperio: del escritorio de Manuel Puig al campo intelectual

Orbis Tertius, 2009, XIV (15)
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Julia Romero, El mapa del imperio: del escritorio de Manuel Puig al campo
intelectual


La Plata, Al Margen, 2009, 204 páginas. Presentación leída en el VII Congreso Internacional Orbis Tertius. La Plata, Pasaje Dardo Rocha, 19 de
mayo de 2009.


En El mapa del imperio: del escritorio de Manuel Puig al campo intelectual, de Julia Romero,encontramos varias metáforas del imperio como modo crítico. Cada metáfora es, también, un modo de pensar a Puig y a la historia de la literatura que es, hoy quizás más que nunca, la historia de los movimientos de la crítica en los últimos años; ese que se ejercitaría como una revisión de los períodos, y la interrogaría como productora de valor cultural y literario, de su lugar en el campo material de las transformaciones de la literatura.
Quisiera comenzar indicando que el libro de Julia Romero sobre Manuel Puig está en el marco de algunos de los proyectos académicos de más largo aliento que ha visto la crítica literaria argentina de los últimos veinte años, y de hecho es el resultado de una extensiva investigación de doctorado en ese marco. Es un proyecto que debe entenderse además en el contexto de los procesos de cambio en la institucionalización de la crítica académica durante los años noventa, cuando se consolida la modalidad de la creación de grandes equipos de investigación en el que se inscriben los individuales. Por un lado,tuvo un pie en la crítica geneticista y confluyó en la publicación no sólo de un importante número de trabajos críticos, sino también de un volumen en la colección Archivos dedicado a la edición crítica de El beso de la mujer araña, coordinado por Jorge Panesi y José Amícola. Por otro, se sostiene en el acceso privilegiado a una de las colecciones de documentos personales más completas de un autor en Argentina,la de Manuel Puig en posesión de su familia.
El espacio de los estudios sobre Puig tuvo un momento de fulgor durante la década de 1990, y es cierto que en los últimos años vemos la publicación de sus resultados. Una parte de esos archivos están disponibles ahora al público en distintos formatos. La preocupación de la crítica periodística y académica alrededor de los materiales y procesos de escritura, como indica Romero, fue constante desde la aparición
de La traición de Rita Hayworth en 1968 y lo siguió toda su vida y después. Es cierto también que a partir de la década de 1980 los aportes de Jorge Panesi, Alan Pauls, José Amícola, Alberto Giordano, Miguel Dalmaroni, Graciela Goldchluk, José Luis de Diego, Graciela Speranza y de la misma Julia Romero, entre otros, resituaron las operaciones de la crítica académica al respecto. Se trata de textos que bordaron la textualidad producida por Puig desde la pasión del cine, el chisme y el secreto; desde la pasión literaria y desde la pasión del archivo, desde los gestos imperiosos que los archivos personales nos dirigen —según Julia Romero— como una demanda que dice: abro mi intimidad; mi intimidad es política; mi política es la intimidad.
Quizás también convenga mencionar que la crítica de izquierdas fue ambivalente respecto de Puig: su afán desorganizador, su fascinación por el fragmento y el modo de politización de la novela que proponía nunca la satisfizo, si recordamos a Beatriz Sarlo en Los libros rezongando hacia 1973 respecto de las ecuaciones sobre el valor del detalle y la totalidad en la novela, o las nociones de “literatura
política” y “novedad legible”. Sabemos también que Josefina Ludmer lo consideró para una monografía que nunca escribió; que Héctor Schmucler lo consideró el texto donde se tramaba la tensión entre alienación y lenguaje. Su escritura también fue problematizada por la crítica peronista, y cuando Nicolás
Rosa piensa la relación entre los cuerpos y la ficción de la sexualidad en la literatura argentina (eso que ya era la contribución de Puig bajo su nombre propio), se ocupa de David Viñas, porque para él era Viñas quién decía mejor el modo en que se construía la violencia como acto de escritura subsumido en una sexualidad alienada en la hostilidad, en la “tensión ética y su frustración histórica”: era Viñas el que “rompía con la interioridad del estilo burgués”. Y es en este uno de los sentidos en los que el libro de Romero es particularmente rico, nos dice que esa textualidad de Puig (hecha de lo publicado y lo rechazado; de lo inédito y lo descartado; de esos textos en los que ella misma participó en difundir y que
ahora hacen a nuestra comprensión de Puig) ha constituido siempre un problema de legibilidad: construyó a la crítica en un lugar de lector de lo ilegible pero también de aquello que se vuelve aceptable en la operación de volverlo legible.
El texto de José Amícola Manuel Puig y la tela que atrapa el lector, publicado a comienzos de los noventa por Grupo Editor Latinoamericano, produjo un primer análisis de la obra total, ese esfuerzo de sistematización con el que la empresa de la crítica sobre Puig ha quedado vinculada desde entonces.
Incluyó materiales paratextuales inéditos, resultado de una larga entrevista que Amícola le realiza a Puig en Alemania en 1981, así como el interesante “Loss of Readership”, y que proveen de un efecto interesante: Puig no aparecía como la figura fascinante pero aburrida, inabordable y fuera de lugar que describió después Alan Pauls, sino con una capacidad de articular sus ficciones a un registro de lecturas y
de ficciones teóricas que parecían desdecir la incapacidad atribuida a los escritores de ficción argentinos de hablar de modo interesante sobre sus propios libros. Era un Puig que no correspondía tampoco con el de las notas a pié de página de El beso de la mujer araña, sino que producía una especie de retorno de la ficción en una lengua que reconocía el carácter polémico de la crítica como uno de sus materiales.
Es en este momento donde asistimos al pasaje de una crítica centrada en Puig a un mapa de relaciones de lectura (Arlt, Borges, Copi, Lamborghini, pero también el peronismo, los medios de comunicación, la ideología, el melodrama) que contribuía a una imagen de escritor activo en las discusiones históricas, que nos permitía imaginar el carácter de las reuniones sobre la dirección del proceso revolucionario que sostenía con Héctor Schmucler, Ricardo Piglia o José Bianco, según recuerda
el mismo Schmucler, y que por un tiempo parecieron si no improbables, al menos míticas. El campo intelectual estaría ya matrizado en esta relación que Puig parece poder sostener a la vez con la vanguardia y con algunos miembros del establishment literario, estudiados ya por la crítica, y sobre los que Romero retorna. Sabemos que la relectura de estos procesos formaron parte de una ideología de la postdictadura,
cuando las formas de la novela fueron exploradas por los “jóvenes narradores” y la crítica, quienes reconocieron en Puig a un renovador de las formas y los lenguajes de la novela que habían creado las condiciones para sus propios discursos, como indicaba Caparrós en “Avances y retrocesos de la nueva novela argentina en lo que va del mes de abril”, publicado como manifiesto en Babel. Revista de Libros. Puig les proveía con Jorge Luis Borges, Roberto Arlt y Ricardo Piglia, de algunos modos de lectura, de algunas coartadas literarias, que podían referir a veces también a ese concepto vetusto pero traducible de literatura universal.
Romero utiliza la idea de imperio de Borges sobre los mapas del imperio chino, “El arte de la cartografía”, para referirse al imperio Puig. Sabemos que ese texto, tan ampliamente citado por los filósofos de la postmodernidad, creaba una tensión entre lo real y los mapas de su representación, y que incluía una teoría del vestigio, pero también una mención a la decadencia y el abandono de las grandes metanarrativas. Me interesaría proponer tres posibles ejes de lectura del texto de Julia Romero, siguiendo la relación entre crítica y metáforas del imperio.
Una está presente en el diálogo entre la crítica genética y la crítica sociológica, un diálogo entre la crítica que encuentra una razón de de ser en el archivo y la reconstrucción material de la escritura; y una sociología de la literatura que no encuentra en ese movimiento hacia el archivo y su tarea de acercarlo al campo intelectual algo incompatible sino un complemento. Una crítica mediada por la teoría de la recepción, la teoría de los manuscritos y la teoría de la lectura respecto del modo en que el autor y el campo intelectual están inscriptos en las estrategias de escritura, en la constitución del imperio. Este diálogo está en el texto de Julia Romero en el vaivén de los manuscritos a la crítica, y de la crítica a una
concepción general de la literatura y del autor, precisamente en uno de los escritores emblemáticos que ponen en crisis la idea de “programa de escritura” de autor. Pero quizás aquí debamos entender que para Romero esa relación atravesada por Puig (el modo en que Puig atraviesa los discursos críticos) instituye una pregunta sobre la legalidad, y que ella va a entender entre la “legalidad” de la lectura y la posibilidad de “moverla” para mostrar lo que está oculto; algo que la legalidad vincula a la lectura como gesto de descubrimiento de aquello que sigue insospechado, además, para la crítica misma. Y ese descubrimiento en el texto de Romero es el resultado de un proceso de división, de separación, de sustitución: un Puig
dramaturgo, un Puig novelista, un Puig corresponsal, un Puig archivero. Yo no sé cuánto de esta producción de la sospecha es parte solamente del texto que comentamos hoy. Quisiera entenderla más bien en el marco de una actitud en la cultura crítica, por la que afirma no sólo la existencia de un territorio, sino de una multiplicación de mapas y vestigios de mapas, sobre las que la crítica puede ejercer su imperio: construir la sospecha sería también levantarla. Por eso, la detallada remisión del libro (uno de sus lugares de solaz) es a la sala archivo, o el depósito colección, o la colección del que no puede tirar nada de su propio archivo invendible, intransferible, pero abierto a una multiplicidad de voces, de reescrituras, de relecturas. Este movimiento crítico no se ocupa de la belleza, ni las transformaciones del valor, sino de las relaciones institucionales en las que se podría producir un diálogo entre los imperios o gobiernos aislados o autonomizados de los discursos sobre la literatura. Es decir, de cómo se produce hoy un discurso sobre la literatura, o un discurso sobre la producción académica respecto del lugar de la literatura. Algo que incluso la crítica literaria en Argentina quisiera hacer propio: una relación con los materiales que desprecia los enunciados generales, que afila su lápiz sobre el papel de unos materiales que define como esquivos, como problemáticos, como ingobernables, pero al mismo tiempo necesarios para
entender el estado de la crítica misma que debe hacerse cargo de los enunciados ideológicos que produce.
El imperio de la crítica es una fuente tachada, subrayada; unos papeles seriados o unas ideas casi elusivas; una relación con algo que Romero llama el proyecto de escritura que es, también, el problema del autor.
Una segunda clase de imperio es la crítica política e ideológica. Sabemos que la literatura sobre Puig ha indicado el carácter ominoso pero feliz de los enunciados ideológicos en Puig: que la gravedad de los enunciados está siempre asediada por alguna forma de felicidad transformada en literatura (esas cartas felices del descubrimiento de algo que escribe Puig a su familia: descubrimiento de un tema;
descubrimiento de un detalle; descubrimiento de una voz). El libro sobre los mapas del imperio es un texto, entonces, sobre las concepciones de poder con las que discutió Puig: la familia heteronormativa sado-masoquista, el género y la sexualidad como sistema asfixiante y como culpa monstruosa (se nombra el monstruo a través de la culpa dice Romero); el populismo de derecha como figura del patriarcado, el
silencio o el decir oblicuo como relación con lo que Julia Romero llama el campo de las relaciones de poder en distintos momentos de la “carrera” de Puig. Aquí quizás convendría detenerse en un hilo que recorre la conformación ideológica del texto de Romero: la relación con el populismo y el Estado autoritario está atravesado por las discusiones respecto del peronismo como fuerza transformadora, pero también como cataclismo, como nuevo lugar de articulación de los intelectuales y los escritores a los modos de construcción de consenso popular democrático considerados violentos, masivos, heterodoxos, respecto de los que Puig según Romero, parece haber manifestado a veces una fascinación aterrada, a veces un desprecio circunspecto. Pero también es un libro sobre los imperios con los que discute la crítica hoy cuando se pregunta sobre los mapas políticos que trazó ella misma cuando, como parte de su proyecto de los últimos veinticinco años, se dio también como objeto el terreno de los enunciados políticos, y sobre cómo ponerse, ubicarse, respecto de esos mapas. Que cada enunciado oído a Puig (o deberíamos decir, oído por Puig) es un retazo de ideología que vale, en palabras de Julia Romero, en relación a una concepción de sacrificio: el único momento en que Puig parece poder obedecer es cuando sacrifica a alguien o algo, un personaje o una cosa a una causa política o que puede configurarse como política.
La tercera clase de imperio es el imperio que Jorge Luis Borges tiene todavía sobre la crítica, que en la lectura de Romero, que es la lectura que prima claramente desde 1990, sobre el pegar y despegar a Puig de Borges, o quizás mejor, a Borges de Puig. Esta tensión recorre el estatuto de cierta crítica de la literatura como si fuera un enunciado del sentido común crítico y fue uno de los enunciados
democratizadores, de las mezclas que se produjeron entre los escritores y los académicos: Puig como anti-Borges, el que habría logrado escapar del mapa crítico que había instalado a Borges en una suerte de cúspide, ya que no de altar. Entonces, la operación de Romero es también un registro de los enunciados críticos sobre la mezcla, lo inadecuado y lo marginal, que son tres de los enunciados que se esbozan
usualmente para hablar de Puig. Por ello, también, su propuesta no es la de establecer una estética, sino una poética, que no siempre está presente como interés reflexivo en Puig, sino que aparecería a partir de lo que denomina el periodo brasileño. Un interés por el carácter reflexivo que hay en esos materiales
pobres, menores, desdeñados, encogidos por el uso, automatizados por la experiencia, y que Puig usa precisamente, dice Romero, para dar vuelta la lengua. Este imperio de la crítica es el imperio de la interrogación a la belleza, que Romero realiza explorando obras publicadas y manuscritos, entrevistas y cartas personales, para entender los alcances del melodrama, que por el uso que realiza Puig no es meramente una selección estilística, sino un modo de reorganizar el campo de los “géneros populares” y, concomitantemente, el campo intelectual: esa pasión que Romero indica, tenía Puig por los sectores populares, sus hablas, sus consumos, sus experiencias. Este imperio de lo kitsch, de lo camp y del mal gusto, que Romero lee en contrapunto con la crisis de un modo de lo nacional, que no es otra cosa que la formación del canon literario de las vanguardias en su inadecuación; lo nacional sería lo otro, incluso, lo abyecto del peronismo dice Romero. Borges y Puig serían en el lenguaje de la crítica, distintos para ser argentinos, ambos retornarían a lo argentino (serían legibles en una dimensión argentina) precisamente para mostrar que si es algo, es ese puñado de emociones abyectas que no alcanzan a comprender.
Imperios de la literatura, imperios de la crítica, imperio de los mapas: el texto de Romero, no es ya un texto sobre Puig aunque lo tenga por objeto privilegiado. Es una modalidad crítica abierta a los problemas que Puig le crea a la literatura desde el archivo. Saber oír ese archivo, nos dice Romero, no es suficiente: también hay que ponerlo a hablar más allá de sí mismo.



Fabricio Forastelli

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