Yulene Olaizola: paisajes interiores Por Sergio Huidobro
31/07/2021
CINE/TV
YUYLENE OLAIZOLA: PAISAJES INTERIORES OLAIZOLA: PAISAJES INTERIORES
Los devoró la selva. Escritas hacia 1924 como estocada final a la lucha entre civilización y barbarie, esas cuatro palabras son remitidas a un ficticio ministro colombiano por el cónsul de la región amazónica de Manaos. Son el golpe que clausura La vorágine, de José Eustasio Rivera, y son también una suerte de umbral húmedo que comunica el costumbrismo social con el realismo mágico de los años siguientes. Un siglo después, la jungla como espacio narrativo persiste como uno de los espacios naturales de las narrativas escritas o filmadas en América Latina.
Selva trágica, la novela sobre el Amazonas peruano publicada por Arturo D. Hernández a mitad del siglo pasado, abona a la resiliencia del imaginario selvático y fue publicada con pocos meses de diferencia de Caribal: el infierno verde, de Rafael Bernal. ¿Era la expansión de las ciudades y su tecnificación lo que atizaba el romanticismo decadente hacia la jungla y sus peligros? ¿Era el recelo ante la modernidad extractivista? ¿Se debía a la penetración de corrientes socialistas, indigenistas y comunistas en los relatos de la época? Dos películas hispanoamericanas de esos mismos años, Las aguas bajan turbias (1952) de Hugo del Carril y La selva de fuego (1945) de Fernando de Fuentes, se ubicaban una en una plantación del Paraná y la otra en la misma selva del sureste mexicano que Selva trágica (2020) de Yulene Olaizola.
Estrenada en la sección Horizontes del pasado Festival de Venecia y, en semanas recientes, simultáneamente en la cartelera mexicana y Netflix, es menos una adaptación que un eco lejano de la novela de Hernández, con la que apenas comparte premisa y nombre. Se ubica hace un siglo en el interior de la selva maya que conecta a Quintana Roo con Belice, cuando el país centroamericano era una colonia británica y la península mexicana se iba sobreponiendo a la economía posrevolucionaria con la explotación de sus recursos naturales, muchas veces a escala dantesca.
El chicle, una sabia ancestral que sangra del árbol de zapote, estaba a punto de convertirse en una industria, pero para eso había que derrotar a la selva. Un grupo de trabajadores chicleros (Gabino Rodríguez, Eligio Meléndez, Mariano Tun Xool, Gilberto Barraza) recorren la jungla y encuentran en el borde del río Hondo a una mujer mulata (Indira Rubie Andrewin) que podría ser tanto una migrante como un espejismo o la encarnación de una leyenda maya que se repite como eco entre los árboles. Un aspecto novedoso en el tratamiento del guión escrito por Olaizola y Rubén Imaz es el dibujo de la figura femenina. Mientras en Fogo y Epitafio la naturaleza enmarca resiliencias exclusivamente masculinas, en Selva trágica el protagonismo femenino es al mismo tiempo de Agnes (Andrewin) y de la jungla como madre devoradora.
Los cuatro largometrajes de ficción dirigidos por Yulene Olaizola parecen surgir no de una anécdota o la visión de un personaje sino de la embriaguez provocada por un paisaje natural, inabarcable y salvaje, que al rechazar la presencia humana termina por reducirla a la pequeñez de sus instintos o elevarla a la altura de sus ambiciones. Se trate de una playa en el sur de Veracruz (Paraísos artificiales, 2011), una isla de archipiélago canadiense azotada por ventiscas (Fogo, 2012), un volcán rugiente durante la Conquista (Epitafio, 2015) o la jungla maya del sureste, pocos cineastas como Olaizola, en el panorama actual, son tan hábiles al reducir presupuestos al mínimo para buscar el efecto contrario de un panorama imponente y feral, sin abandonar el minimalismo de su puesta en cámara.
A través de juegos sencillos de iluminación exterior, planos abiertos con poco movimiento, sostenidos por varios segundos y una atención artesanal al diseño sonoro, en las películas naturistas de Yulene Olaizola la línea argumental suele ser adelgazada para ceder espacio al flujo sensorial. El resultado son relatos que, más que narrarse, se transitan. No son perfectas en su hechura dramática y suelen ser irregulares en el tono actoral, pero aquí y allá esos baches ocasionales son cubiertos con riesgo estético y una mirada que, empeñada en buscar belleza, se mantiene serena, aunque sea frente a un volcán en erupción.
Como película mexicana, Selva trágica se inscribe en una tradición –así sea involuntaria– con películas como La Choca (1974) de Emilio Fernández y, sobre todo, la mencionada La selva de fuego. Siguiendo los usos y costumbres del melodrama, ésta última se ubica entre Chetumal y Belice, también en los albores de la industria del chicle selvático. Que el triángulo de intereses esté repartido entre Arturo de Córdova, Dolores del Río y Miguel Inclán debería bastar para describir la tonalidad de sus pasiones y la resolución sentimental de su arco dramático. La película de Yulene Olaizola –musicalizada, por cierto, por el incombustible Alejandro Otaola, con el sonido mezclado por el reciente ganador del Oscar Jaime Baksht– es un relato en el cual las emociones, lejos de estar contenidas en la corporalidad o diálogos de los personajes, parecen emanar de la jungla misma y de su puesta en cámara, en una especie de expresionismo selvático.
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