domingo, 24 de julio de 2011

Una inolvidable fauna de magos, políticos, conspiradores, escritores, santos, linyeras, perversos e inventores


:: Librería :: (Tomado del blog de Eterna Cadencia)


Hacia una arqueología de todos los relatos
22-07-2011 | Alberto Laiseca, Fogwill, Prólogos

“La obra de Laiseca diseminó una inolvidable fauna de magos, políticos, conspiradores, escritores, santos, linyeras, perversos e inventores y todos han quedado en nuestra literatura persiguiendo sus respectivos ideales de perfección y sus diversas tragedias”, dice Fogwill en el prólogo a Aventuras de un novelista atonal, de Alberto Laiseca (Ed. Santiago Arcos).

Por Rodolfo Enrique Fogwill.

Vuelven a imprimir Aventuras de un novelista atonal justo cuando se cumplen veinte años de su primera edición. El ochenta y dos fue un año significativo para la literatura argentina y para la obra de Laiseca celebrada entonces por su originalidad y desparpajo, pero más ponderada por su desobediencia al canon narrativo oficial. Por entonces se conocía su primer libro, Su turno para morir, y, subterráneamente, se rendía culto a sus inéditos Cien poemas chinos y a sus lecturas de los primeros fragmentos de Los sorias. Se trataba de un culto social a la “atonalidad” de un autor que sabía librarse del tono de la época y que desde entonces sigue su camino a espaldas de una demanda que combina la mesura en el lenguaje con la trivialidad de los temas. A comienzos de los ochenta Laiseca venía a ofertar desmesura temática y naturalidad en la lengua narrativa. Nada en ella es impostado, porque no escribe con la lengua hablada —ese artificio magistral del grado cero del decir— sino con la lengua natural de la literatura, que, en la parodia, remite permanente a la épica y a los orígenes de la novela. La obra de Laiseca diseminó una inolvidable fauna de magos, políticos, conspiradores, escritores, santos, linyeras, perversos e inventores y todos han quedado en nuestra literatura persiguiendo sus respectivos ideales de perfección y sus diversas tragedias.

En Aventuras de un novelista atonal, donde efectivamente Piglia ha leído un prólogo a Los sorias todo esto se acota en dos partes: las aventuras del novelista y las aventuras en su novela. Las aventuras del novelista son desventuras de un personaje desmesuradamente infeliz: oprimido por un espacio social y arquitectónico opresivo e irrespirable por el que sólo circulan lazos de sumisión y desencanto, persigue una obra maestra en la que ni el lector, ni el narrador, ni los que lo rodean llegan a creer. Y no hay señales de que él mismo pueda crearla ni crea en ella. La novela no existe: sale, triunfa y todos sus ejemplares desaparecen en la ceremonia pública de su adoración. Queda de ella una muestra, que es el capítulo que debió llamarse La Epopeya del Rey Teobaldo y es una nouvelle que se integra abruptamente al relato y contiene las aventuras en la novela. Es una aventura político militar de expansión cultural y geográfica que testimonia lo que las aventuras del escritor omitieron narrar: los efectos explosivos de tanta opresión y malentendido que reduce al artista y que lo habilitaron para crear la primera novela ahistórica, una guerra imperial del pleistoceno que, en su desenlace, se revela como producto de una reconstrucción arqueológica. Es lo que más conmueve del proyecto desmesurado de Laiseca: el propender a una arqueología de todos los relatos, incluyendo, como en este libro, a los de la poesía omnipresente en su obra, la música y los decires de la filosofía, la estética y la religión. Cada una de ambas historias —la del novelista y la que desarrolla el fragmento superviviente de su novela— arriesga a ser leída como una alegoría. En tal caso, no se tratará de alegoría compuesta a la vista de su referente, sino de unos prodigios narrativos que después de creados revelan su capacidad de contener y revelar.

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