Derek Walcott - Mapa del Nuevo Mundo, I, II y III
(I)
Archipiélagos
Al final de esta frase, va a empezar a llover.
Al filo de la lluvia, una vela.
La vela
perderá de vista despacio las islas;
se hundirá en la neblina la fe en los puertos
de toda una raza.
La guerra de diez años es pasado.
El cabello de Helena, una nube gris.
Troya, un blanco montón de ceniza
junto a la garúa del mar.
La garúa se tensa como cuerdas de un arpa.
Un hombre con los ojos nublados descubre la luvia
y desgrana la línea inicial de la Odisea.
(II)
La cala
Haz que resuene, oleaje: la leyenda de Isolda.
en lánguidas detonaciones de tu rompiente.
He contrabandeado en esta proa desteñida, que cruje rumbo a la costa
de arena blanca vigilada por feroces manzanillas,
un secreto
leído a la sombra de un halcón fragata.
Esta caleta es un horno.
Las hojas lanzan a las olas instantáneas señales de plata.
Lejos de la maldición del gobierno de una raza
doy vuelta estas hojas -el delito sedicioso de este libro-
para sentir sus ovillos de niebla marina cruzar mi rostro
y atrapar en la boca del viento un gusto a sal.
(III)
Grullas marinas
"Sólo en un mundo donde hay grullas y caballos",
escribió Robert Graves, "puedes sobrevivir a la poesía".
O cabras expertas en riscos. La épica
sigue al arado, la métrica al resonar del yunque;
la profecía adivina las formaciones de cigüeñas, y el temor
el arco del pescuezo del padrillo.
La llama ha abandonado el pábilo calcinado del ciprés;
la luz alcanzará a estas islas, cuando llegue su turno.
Magníficas fragatas inauguran la penumbra
que destella a través de las nerviosas colas de los caballos,
de los pedregosos campos donde pastan.
Desde el golpeado yunque del promontorio
el rocío sedimenta las estrellas.
Generoso océano
devuelve al vagabundo
desde sus sábanas de sal, atrae al pródigo
a los canales profundos de la marsopa negra.
Tuerce la rueda de su corazón y fija aquí su frente.
Trad. Mirta Rosemberg y Daniel Saimolovich
Diario de Poesía, 26
Buenos Aires, otoño de 1993
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