cuello. «Te quiero», quería oír Therese otra vez, pero las palabras se borraban con el
hormigueante y maravilloso placer que se expandía en oleadas desde los labios de
Carol hacia su nuca, sus hombros, que le recorrían súbitamente todo el cuerpo. Sus
brazos se cerraban alrededor de Carol y sólo tenía conciencia de Carol, de la mano de
Carol que se deslizaba sobre sus costillas, del pelo de Carol rozándole sus pechos
desnudos, y luego su cuerpo también pareció desvanecerse en ondas crecientes que
saltaban más y más allá, más allá de lo que el pensamiento podía seguir. Mientras,
miles de recuerdos de momentos y palabras, la primera vez que Carol la llamó
«querida», la segunda vez que fue a verla a la tienda, un millón de recuerdos de la
cara de Carol, su voz, momentos de enfado y de risa pasaron volando por su cerebro
como la estela de una cometa. Y en ese momento había una distancia y un espacio
azul pálido, un espacio creciente en el que ella echó a volar de repente como una
larga flecha. La flecha parecía cruzar con facilidad un abismo increíblemente
inmenso, parecía arquearse más y más arriba en el espacio y no detenerse. Luego se
dio cuenta de que aún estaba abrazada a Carol, de que temblaba violentamente y de
que la flecha era ella misma. Vio el claro pelo de Carol, su cabeza pegada a la suya. Y
no tuvo que preguntarse si aquello había ido bien, nadie tenía que decírselo, porque
no podía haber sido mejor o más perfecto. Estrechó a Carol aún más contra ella y
sintió sus labios contra los suyos, que sonreían. Se quedó echaba mirándola,
mirándole la cara sólo a unos centímetros de ella, los ojos grises serenos como nunca
los había visto, como si contuvieran todavía algo del espacio del que ella había
emergido. Y le pareció extraño que fuese aún la cara de Carol, sus pecas, las cejas
rubias y arqueadas que ella conocía, la boca tan serena como los ojos, como Therese
había visto tantas veces.
—Mi ángel —le dijo Carol—. Caída del cielo.
Therese levantó los ojos hacia las molduras de la habitación, que le parecieron
más brillantes, y el escritorio con la parte frontal abombada y los tiradores metálicos
de los cajones, y el espejo sin marco con el borde biselado, y las cortinas estampadas
con cenefas verdes que caían rectas junto a las ventanas, y dos edificios grises que
asomaban sobre el alféizar. Recordarla siempre cada detalle de aquella habitación.
—¿Qué ciudad es ésta? —preguntó.
Carol se echó a reír.
—¿Esta? Es Waterloo. —Cogió un cigarrillo—. No es tan horrible.
Sonriendo, Therese se incorporó sobre un codo. Carol le puso un cigarrillo en los
labios.
—Hay un par de Waterloos en cada estado —dijo Therese.
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