jueves, 4 de diciembre de 2025

"Las palabras se borraban con el hormigueante y maravilloso placer que se expandía en oleadas". Carol, de Patricia Highmith

 cuello. «Te quiero», quería oír Therese otra vez, pero las palabras se borraban con el

hormigueante y maravilloso placer que se expandía en oleadas desde los labios de

Carol hacia su nuca, sus hombros, que le recorrían súbitamente todo el cuerpo. Sus

brazos se cerraban alrededor de Carol y sólo tenía conciencia de Carol, de la mano de

Carol que se deslizaba sobre sus costillas, del pelo de Carol rozándole sus pechos

desnudos, y luego su cuerpo también pareció desvanecerse en ondas crecientes que

saltaban más y más allá, más allá de lo que el pensamiento podía seguir. Mientras,

miles de recuerdos de momentos y palabras, la primera vez que Carol la llamó

«querida», la segunda vez que fue a verla a la tienda, un millón de recuerdos de la

cara de Carol, su voz, momentos de enfado y de risa pasaron volando por su cerebro

como la estela de una cometa. Y en ese momento había una distancia y un espacio

azul pálido, un espacio creciente en el que ella echó a volar de repente como una

larga flecha. La flecha parecía cruzar con facilidad un abismo increíblemente

inmenso, parecía arquearse más y más arriba en el espacio y no detenerse. Luego se

dio cuenta de que aún estaba abrazada a Carol, de que temblaba violentamente y de

que la flecha era ella misma. Vio el claro pelo de Carol, su cabeza pegada a la suya. Y

no tuvo que preguntarse si aquello había ido bien, nadie tenía que decírselo, porque

no podía haber sido mejor o más perfecto. Estrechó a Carol aún más contra ella y

sintió sus labios contra los suyos, que sonreían. Se quedó echaba mirándola,

mirándole la cara sólo a unos centímetros de ella, los ojos grises serenos como nunca

los había visto, como si contuvieran todavía algo del espacio del que ella había

emergido. Y le pareció extraño que fuese aún la cara de Carol, sus pecas, las cejas

rubias y arqueadas que ella conocía, la boca tan serena como los ojos, como Therese

había visto tantas veces.

—Mi ángel —le dijo Carol—. Caída del cielo.

Therese levantó los ojos hacia las molduras de la habitación, que le parecieron

más brillantes, y el escritorio con la parte frontal abombada y los tiradores metálicos

de los cajones, y el espejo sin marco con el borde biselado, y las cortinas estampadas

con cenefas verdes que caían rectas junto a las ventanas, y dos edificios grises que

asomaban sobre el alféizar. Recordarla siempre cada detalle de aquella habitación.

—¿Qué ciudad es ésta? —preguntó.

Carol se echó a reír.

—¿Esta? Es Waterloo. —Cogió un cigarrillo—. No es tan horrible.

Sonriendo, Therese se incorporó sobre un codo. Carol le puso un cigarrillo en los

labios.

—Hay un par de Waterloos en cada estado —dijo Therese.


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Lunes por la madrugada...

Yo cierro los ojos y veo tu cara
que sonríe cómplice de amor...