Simplemente sangre
La saga de vampiros adolescentes se convirtió en furor literario y cinematográfico. Mientras la historia resume una sensibilidad gótica en tiempos del emo, una legión de fans sub 18 se debate en el dilema del vampirismo: concretar... o quedarse con las ganas.
Por: Nicolás Artusi
Cuántos años tenés? -quiere saber él.17- contesta ella, y repregunta: -Y vos, ¿cuántos años hace que tenés 17?
Silencio.
-Un buen rato.
Si es cierto que los vampiros reconocen la sangre fresca gracias a un extraordinario sentido del olfato, acá huele a espíritu adolescente. Ella es Bella, la protagonista humana de la película Crepúsculo, y él es Edward, el chupasangre que no puede consumar el acto. Mientras el fenómeno mundial de la saga resume una urgencia hormonal reprimida y una noción gótica del romanticismo (¡siempre trágico!) tan adolescentes, ellos encarnan el fin de la era George W. y sus postulados sobre la virtud juvenil: respetuosos de la virginidad y con síndrome de abstinencia.
"Es el tema de amar a alguien y no poder actuar", resume Inés (18), fanática argentina que planea asistir travestida como Edward a cada una de las funciones de la película este fin de semana. El dilema es tan simple como fantástico: chica conoce chico pero, ay, resulta que él es vampiro. Y aunque está tentado de hincarle los molares, porque este Drácula de provincias carece de colmillos, reprime sus impulsos para no convertirla y mantenerla humana. ¿Simplemente sangre? El boom del vampirismo pop (con la saga de Crepúsculo, los libros que retoman las aventuras de Buffy, la serie True Blood que se estrena en cable y la inminente novelita Gabriel, de Telefé, donde los vampiros son... ¡Chayanne y "El Puma" Rodríguez!) parece una reacción literaria y televisiva al ánimo del emo promedio, donde Bram Stoker puede ser tan superventas como Stephenie Meyer, la autora de Crepúsculo, ama de casa mormona que se volvió best seller: "El fenómeno quizás evidencia el poder creativo de una 'sensibilidad gótica' para generar miedo y erotismo", arriesga la elegante revista Vanity Fair, que titula en su tapa de diciembre: "Hot Young Sexy Vampires!".
Una transfusión de sangre para el mercado editorial: Crepúsculo se convirtió en un filón impensado (17 millones de libros en 37 idiomas, 130 millones de dólares de recaudación de la película sólo en los Estados Unidos) con una fórmula que combina los terrores del vampirismo con los dramitas de preparatoria. Según la gacetilla promocional, "Bella siempre ha sido una chica de las que llaman 'distintas', bastante reacia a seguirle el tren a sus compañeras trendy de la secundaria". Cuando su madre se vuelva a casar y la envíe a vivir con su padre a un poblacho tan húmedo y poquita cosa como cualquier paraje de la América profunda que tenga un motel rutero y donde nadie tome alcohol ni fume (¡!), ahí conocerá a los Cullen: caras pálidas, cabellos rubios, ropas blancas, casi el calco de los Teen Angels en el paraíso de Kentucky Fried Chicken. Más integrados que apocalípticos, estos vampiros son el colmo del red neck: cuellos rojos que deben haber votado por Sarah Palin. Y entre ellos, Edward, que tiene cualidades físicas insólitas (puede correr como el rayo o detener una camioneta con la mano) y que, sobre todo, se aguanta: no bebe sangre humana porque su familia es "vegetariana". Hasta que llega James, un vampiro nómade que también se fija en Bella y tiene menos pruritos.
Querer y no deber: ésta es la verdadera perversión de la historia. A diferencia del eterno púber Harry Potter, el cuentito resume una idea moral acerca de aguantarse las ganas, tanto que la revista política The Atlantic Monthly analiza: "Ningún escritor, de Bram Stoker en adelante, ha capturado de manera tan precisa lo que el sexo y el deseo realmente significan para una adolescente". Ahí donde Gary Oldman componía a un viejo hombre eternizado en el resentimiento de intentar morirse, Edward lloriquea como un vampiro con inestabilidad emocional: siempre al borde del pucherito. Y si la dulce condena será pasar por este mundo sin gozar del acceso carnal a ninguna humana, una broma del destino habrá hecho a los vampiros tan dotados como estrellas de Hollywood. "Sus caras, tan diferentes, tan parecidas, eran devastadoramente, inhumanamente, hermosas", describe el libro: "Ellos tienen rostros que nunca esperarías ver excepto quizás en las páginas de una revista de modas". El marketing de consumo masivo se impone entre los nosferatus: "Edward tenía el pelo húmedo y despeinado pero, aun así, parecía que acababa de filmar un anuncio para una marca de shampoo", escribe Meyer, fanatizada con la tanda.
Si el vampirismo es obvia metáfora de un erotismo siempre sangriento, Edward cumple con las fantasías de la quinceañera tipo: "Todas tenemos un período en que nos vamos a enamorar de él", le confirma la fanática Anizzz al Sí!. Para Steffania, "la saga se enfoca en el amor adolescente, y nosotras estamos viviendo esa etapa". Mientras Edward se proponga como una respuesta emo al espíritu clásico de Chopin (¡otro vampiro pianista!), para el crítico yanqui James Wolcott sólo puede entenderse al chupasangre actual como un rebelde sin causa: "Cuando Edward aparece en el estacionamiento del colegio usando anteojos de sol y abrazando a Bella, él es el adolescente atormentado de los '50, el de los autos rápidos y la rebeldía ligera: con algo de dylanesco, el James Dean de los inmortales".
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La saga de vampiros adolescentes se convirtió en furor literario y cinematográfico. Mientras la historia resume una sensibilidad gótica en tiempos del emo, una legión de fans sub 18 se debate en el dilema del vampirismo: concretar... o quedarse con las ganas.
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