Una vez llegaron a un pueblecito
que les gustó y pasaron la noche allí, sin pijama ni cepillo de dientes, sin pasado ni
futuro, y la noche se convirtió en otra de aquellas islas en medio del tiempo,
suspendida en algún lugar del corazón de su memoria, absoluta e intacta. O quizá no
era más que felicidad, pensó Therese, una felicidad completa que debía de ser
bastante rara, tan rara que muy poca gente llegaba a conocerla. Pero si era sólo
felicidad, entonces había traspasado los límites ordinarios y se había convertido en
otra cosa, una especie de presión excesiva, de modo que el peso de una taza de café
en la mano, la rapidez de un gato cruzando el jardín, el choque silencioso de dos
nubes parecía casi más de lo que podía soportar. Y así como un mes atrás no había
comprendido el fenómeno de su felicidad repentina, ahora no comprendía su estado,
que parecía consecuencia de lo anterior. A menudo era más doloroso que agradable y
por eso temía tener un único y grave defecto. A veces se asustaba como si estuviera
andando con la espina dorsal rota. Si alguna vez sentía el Un pulso de decírselo a
Carol, las palabras se disolvían antes de empezar, por miedo y por su desconfianza
habitual hacia sus propias reacciones, la ansiedad de que esas no fueran como las de
los demás, y de que ni siquiera Carol pudiera comprenderlas.
Por las mañanas solían dar un paseo en coche hacia algún l





































































