:: LECTURAS ::
Deletreando lápidas
17-09-2013 | Esther Cross
Una lectura del último libro de Esther Cross, La mujer que escribió Frankenstein (Planeta).
Por Laura Galarza.
El médico especializado en fisuras y fístulas anales vive con el cadáver embalsamado de su mujer expuesto en una ventana. Si quieren verla de cerca, hay que pagar entrada. “Era un poco chocante, pero nadie se lo perdía”, cuenta Esther Cross, en su último libro sobre la vida y el tiempo de Mary Shelley, un Londres negro de fines siglo XVIII. Con una estructura ágil, La mujer que escribió Frankenstein, resulta un compendio original de historia, anécdotas y biografía, en un tono que lleva el sello Cross. O qué lector no recuerda esa primera imagen de “La señorita Porcel”, novela con la que Esther Cross obtuvo el Premio Internacional de Narrativa 2008 de Siglo XXI de México: una mujer ahogándose con el humo dentro de un cajero automático que se incendia, mientras la otra –su enemiga – del lado de afuera, la imita boqueando como un pez. Ese tono ácido y medido resulta eficaz a la hora de contar la muerte y lo real de los cuerpos. Porque lejos del romantisismo con que lo hiciera Muriel Spark en su biografía sobre Mary Shelley, Cross busca llevar al lector al mundo en el que Mary creció, deletreando lápidas, concretando citas en el cementerio. Un tiempo en el que los muertos cotizan: “Los veteranos aconsejaban juntar tierra en una sábana. Había que llegar a la cabecera del cajón y abrirlo haciendo palanca con dos ganchos o un palo. Podían amortiguar los crujidos de la madera con bolsas de arpillera”. Los “resurreccionistas” – como se llamaba a los ladrones de tumbas- trabajaban para los médicos y la academia con hambre de cuerpos para estudiar. “Las entregas se hacían alrededor de las 4 de la mañana. Se regateaba, como en toda compraventa. Si era necesario quedarse con el cadáver unas horas, había que sumergirlo en alcohol. La imaginación se adaptaba a las circunstancias. No siempre había alcohol. A veces usaban vinagre y también usaban whisky.”
En el diario que Mary y su marido, el poeta Percy Shelley, escribían juntos, hay crónicas de viaje, listas de libros y notas literarias. Pero no todo es poesía. En los márgenes, se ven anotaciones con cuentas que no cierran. Desde que decidieran escapar juntos a Italia aquella madrugada del 28 de julio de 1814, llevaron una vida errante, llena de obstáculos. Cuando escaparon, él tenía 22 años, estaba casado, su mujer embarazada y tenía dos hijos. Ella, con 16, quería zafarse de su padre, William Godwin, amigo de Shelley y librepensador que sin embargo puertas a dentro era un pacato. “Mary y Shelley querían, en cambio, que vida y obra, pensamiento y acción, coincidieran”, sostiene Cross que se toma tiempo –también- para los detalles: los Shelley eran vegetarianos y no comían azúcar como protesta simbólica contra las plantaciones de Estados Unidos. Hasta que el 8 de julio de 1822, Shelley muere ahogado. Mary, que tenía 25 años y ya había perdido dos de sus hijos, guarda su corazón entre las páginas de “Adonais”, un poema de Shelley, y que ella conservará así metido en un cajón hasta su propia muerte en 1851. Esther Cross encontró ese dato que muchos biógrafos habían desestimado, y tiró del hilo: “Cuando me puse a investigar, a leer, fue como abrir la tapa de una tumba”, afirmó.
Mary Shelley escribió Frankenstein, considerada la primera novela ciencia ficción de la literatura, a los 18 años. Lo hizo sin exageraciones ni rebusques literarios en una época donde reinaba lo gótico. Más tarde escribió otras novelas impensables para ese momento como Mathilda y The last man. “Mary Shelley estaba adelantada, iba más rápido que todos los demás. Estaba tan hundida en su tiempo que, paradójicamente, tenía más perspectiva. Podía ver más, mejor y más lejos”, declara Cross que logra – también parada en un lugar fuera de lo común- contar a la mujer que escribió Frankenstein desde una perspectiva innovadora. De quien se atreve a abrir la tapa de la tumba, y mirar.
Tomado del blog de Eterna Cadencia
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