miércoles, 17 de febrero de 2010
Tomás Eloy, maestro
: Martes de Eterna Cadencia ::
Tomás Eloy, maestro
17-02-2010 | Josefina Licitra, Leila Guerriero, Reynaldo Sietecase, Tomás Eloy Martínez
Leila Guerriero, Josefina Licitra y Reynaldo Sietecase participaron ayer de un encuentro homenaje a Tomás Eloy Martínez. En un evento copado por periodistas, también estuvieron presentes Ezequiel y Gonzalo, hijos del escritor.
Por P.Z. Fotos: Marina de la Serna.
Como puede leerse más abajo, hablar de Tomás Eloy Martínez implica mucho más que hablar de él. Hablar de Tomás Eloy Martínez es hablar de periodismo, de ética, de literatura, de décadas de la historia reciente argentina. Al decir de Caparrós, supo componer “una Argentina que –vaga, complaciente– aceptó ser la que él contaba”..
En un homenaje hay palabras inevitables: “legado”, “herencia”, “influencia”. Pero hay allí también una trampa, un peligro: es fácil caer en abstracción, la elipsis, la elegía vana. En el encuentro de ayer, nuestro objetivo del fue llenar de significado esas palabras a partir de la experiencia, de las huellas que plasmó en la generación de periodistas que hoy intenta recoger el guante.
La charla, con unas mínimas intervenciones del moderador -sólo para sostener el encuentro, generalmente torpes, convientemente eliminadas de la desgrabación- fluyó en cómo Tomás Eloy Martínez atravesó a Leila Guerriero, Josefina Licitra y Reynaldo Sietecase en su labor periodística, en su etapa formativa: dónde perciben su influencia, cuánto le robaron, cuánto de él aprendieron.
Esperamos sea este uno de los tantos homenajes que Tomás Eloy Martínez merece recibir.
*
Leila Guerriero: Cuando lo conocí a Tomás, yo, obviamente, lo leía desde hacía muchos años. Yo tenía idea de quién era él y él no tenía idea de quién era yo. No era nadie y sigo siendo: nadie. Alguien le comentó que yo había escrito una nota sobre un señor dominicano que se llama Pedro Enríquez Ureña, que vivió en la Argentina durante los años ’30 y ’40 y se murió en 1946 yendo a La Plata, etc. Tomás estaba escribiendo un texto sobre Pedro Enríquez Ureña y me escribió pidiéndome si le podía enviar el texto entero porque tenía dificultades para entrar en la agencia que lo había publicado en internet. Se lo envié y me fui un mes y medio a Brasil. Y Tomás Eloy Martínez me mandó mails durante un mes y medio preguntándome si a mí me importaba que él citara el texto que le había enviado. ¡Como si hubiera podido decirle que no! No había ninguna posibilidad de que eso sucediera. Cuando volví del viaje lo primero que encontré fue el diario La Nación donde había publicado el texto citando mi artículo. Me temblaron las rótulas, porque cuando te cita alguien que admirás mucho y que leíste durante mucho tiempo es una conmoción. Le escribí agradeciéndole y me contestó un mail muy simpático: “ah, apareciste”. A partir de ahí empezamos a escribirnos.
Yo le mandé el texto de Pedro Enríquez Ureña casi con orgullo. Él lo citó muy amorosamente y muy generosamente, además. Tiempo después le envié otro texto para que me ayudara a editarlo y creo que la edición de Tomás de ese texto fue la segunda o tercera lección de periodismo que tuve en mi vida. Tomás me devolvió el texto con una prolijidad extrema, pero sobre todo con una delicadeza de cirujano amoroso, sabiendo que yo había entregado un texto que era lo mejor que podía salir de mí. Si no había salido mejor era por mi torpeza. En todos estos días, leyendo las cosas que se escribían sobre Tomás, se lo mencionaba como periodista, se lo mencionaba como escritor, siempre se hablaba de su paso por Panorama, por Primera Plana, por Primer Plano, por el proyecto ADN. Pero Tomás era un gran editor. Tenía, creo yo, lo que tiene un gran editor, que es tratar el texto de alguien con generosidad y delicadeza, tratando de hacer brillar el texto, sabiendo que el lugar del editor es el lugar de estar detrás de ese texto. Tomás me marcó cantidad de cosas (me decía por ejemplo “sos un despelote con la corrección, escribís quince veces la palabra provincia en un párrafo”), pero lo decía con ese humor zumbón y pícaro que tenía, en ningún momento me lastimó. Después volví al texto de Pedro Enríquez Ureña, después de esa edición tan amable y tan delicada. Me caí muerta de vergüenza.
Si en algo me marcó fue en saber que había una diferencia enorme entre escribir más o menos bien –saber contar bien una historia– y el uso que uno hacía del lenguaje castellano. Además de saber contar la historia había que dominar la herramienta hasta el final. Tomás dominaba la herramienta, tenía pleno dominio. Siempre citaba el prólogo de Música para Camaleones de Truman Capote. Capote decía en ese prólogo que escribía desde los ocho años y que un día había descubierto la diferencia entre escribir bien y hacer arte. Tomás era un tipo que se había entregado a la escritura, si había un dueño de Tomás eran las palabras. Se había entregado a eso con dedicación. Creo que escribió hasta el final.
Reynaldo Sietecase: Dudé en participar, no estaba seguro si yo era la persona que tenía que estar acá. Después de reflexionar me di cuenta que tal vez sí, si consideraba como Martín Caparrós, como Leila lo acaba de decir, que somos tributarios de un importante legado de Tomás Eloy Martínez, que no sólo tiene que ver con lo estético. El legado que más me interesa difundir –porque sé que el valor de su escritura es considerado por todos en su justa dimensión–, en este momento tan raro que vive la profesión, el periodismo, es rescatar lo que significaba el compromiso ético de Tomás Eloy Martínez. Me alegra haber venido también porque están Gonzalo y Ezequiel, que hacía mucho que no veía, colegas que respeto, hijos de Tomás Eloy Martínez.
Me da un poco de pudor hacer referencia a una anécdota; pero claro: todos tenemos una anécdota con Tomás Eloy Martínez. Todos no, pero muchos de los periodistas y escritores jóvenes que nos dábamos cuenta de la importancia que tenía. Teníamos a un gran maestro al alcance de la mano. ¿Por qué al alcance de la mano? Porque Tomás Eloy Martínez –esto me lo contó Mario Trejo– como decía Borges de Macedonio Fernández, era una persona de conocimiento generoso. Por eso nosotros estamos acá. Porque de alguna manera hemos aprovechado esa posibilidad que Tomás Eloy brindaba, enseñaba, demostraba, problematizaba.
Yo suelo explicar en estos días que acabo de publicar una novela que escribo ficción por Tomás Eloy Martínez. Hace unos once, doce años, fui a un taller de periodismo narrativo de la Fundación García Márquez que daba Tomás Eloy Martínez. Ustedes saben que esta era una preocupación de Tomás Eloy: escribir bien, contar una historia de la mejor manera, utilizando incluso las técnicas de la literatura para contar una historia real. Participé de ese taller y había que producir un texto en cuatro días. Yo había elegido una historia que me acompañaba desde hace un tiempo, que era la de un tipo que había matado a otra persona en el ochenta, la había disuelto en ácido sulfúrico. El hacía la devolución final, muy rigurosa, muy amorosa también –porque también tenía eso–, pero muy puntual. De esas devoluciones que a uno le sirven para mejorar (o para dedicarse a otra cosa) [Risas]. Y Tomás Eloy me dice “antes de hacerle mis observaciones le quiero decir que usted ahí tiene una novela”. A mí, les soy sincero, me pareció un comentario desmesurado. Entonces me atreví a decirle “es una buena historia, pero…”. Tomás me miró y me dijo “no le dije que usted la pueda escribir [Risas], simplemente le digo que ahí hay una novela”. Salí de ese taller conmocionado. Finalmente me puse a trabajar, tardé cinco años, me costó mucho, estuve tres años enredado en el expediente, laburando, hice 43 entrevistas. En un momento tuve la suerte de encontrarme con Tomás en La Biela y le conté lo que me pasaba. “Tomas, usted dirá que acá hay una novela, pero estoy hasta acá, trabado, hice la investigación…” Y él me dice “yo no te dije que era una investigación periodística; hacé la investigación periodística, pero es una novela”. A partir de ahí, lo que era cuesta arriba fue cuesta abajo y terminé publicando esa novela.
Pero más allá, insisto, del pudor que me da hablar de algo de mí cuando tengo que hablar de Tomás Eloy, creo que sirve para entender este rol de Tomás Eloy Martínez como maestro de periodistas. Como maestro de generaciones de periodistas. No en vano Martín Caparrós, que es otro de los enormes periodistas, que es otro de los grandes cultores del periodismo narrativo en Argentina, hace la referencia a Lugar común la muerte. Es un libro fundamental. Tiene la importancia de Operación Masacre, no porque tenga la misma significación ni literaria ni política, pero sí por lo que significa para los periodistas en Argentina. No se puede hacer periodismo en Argentina sin haber pasado la mente y el corazón por Lugar común la muerte.
En lo personal, porque ahí iba la pregunta, creo que la marca en mi caso es clave. Primero porque escribo ficción por Tomás Eloy Martínez. (Tenía mucha ilusión de mostrarle la novela que acaba de salir para decirle “Tomás, el camino ya está, no lo abandono más”, pero no lo quise molestar: sabía de su estado de salud; imagino que en algún lado, como dice Caparrós, ladeará su sonrisa y dirá “viste, había una novela”). Después, como periodista, vuelvo a resignificar lo que implica Tomás Eloy Martínez para el periodismo en la Argentina. No sólo compromiso estético –no sólo rigor, belleza, investigación, profundidad en la escritura, responsabilidad en la escritura–, sino también saber que uno está inmerso en una sociedad y que lo mejor que nos podría pasar es que esta sociedad, alguna vez, sea menos injusta.
Josefina Licitra: Reynaldo decía que no hay periodista que no tenga una anécdota con Tomás Eloy Martínez: yo soy una de las que no tiene. Tengo sí varias lecturas y mucha curiosidad. Y con el paso de los años, lo que uno va haciendo son lecturas cada vez más críticas de libros que antes abordó de una manera más relajada o más llevadera. Cuando empecé a escribir y a trabajar como periodista, un periodista de Noticias que se llamaba Luis Sartori a quien estaba ayudando para un libro que nunca salió, me prestó Lugar común la muerte –en ese momento era muy difícil de conseguir–. (Me llamó varias veces para que se lo devolviera, porque intencionalmente tardé en dárselo).
Fue una de mis primeras lecturas de esta línea que trazan ciertos periodistas, ciertos escritores, que, más que separar, une lo que es la ficción con la no ficción. Quedé muy impactada por la pregunta sobre la Verdad con mayúsculas que podían generar esos textos, porque finalmente no había algo claramente definido –eso fue lo que me asombró–que fuera “real” y algo que fuera una “invención”, sino que más bien había una relación muy solidaria entre lo uno y lo otro, la “ficción” se valía de lo “real” para adquirir cierta densidad en el relato –una profundidad, una textura–, y, por otro lado, los datos podían ser iluminados, alumbrados de una manera que llevaba al lector hasta el final.
Porque finalmente si uno establece, como decía en su texto Martín Caparrós, relatos notariales de una historia, de una biografía, es muy difícil captar a un lector. Tampoco se está mostrando nada: somos tanto más que una suma de datos.
Lo que me pasó después es que con el paso de los años volví a encontrarme con algunos de los textos que había leído, insisto, de una manera liviana y quedé fascinada. Pero quedé fascinada después de los treinta años, como si hubiera algún tipo de elemento que se pudiera rescatar cuando ya elaboraste bastante. Una vez que regresé a estas lecturas entendí, además, que no alcanza con hacer relatos sibaríticos de una historia. Esos regodeos de qué bien que está escrito, qué buena musicalidad, qué buena cadencia, qué ritmo: lo que tenía Tomás Eloy Martínez es que lo suyo no se agotaba en el ritmo.
La novela de Perón me parece magnífica y me parece una injusticia que se llame “novela”: me parece que hay un perfil de Perón mucho más cierto, más preciso. (La palabra “preciso” se usa tanto para hablar del trabajo de Tomás Eloy Martínez: era alguien preciso para tallar sus historias y sus perfiles).
Era evidentemente –podrán decirlo los que lo conocieron– un obsesivo. Esa obsesión le jugaba muy a su favor, era un obsesivo de los datos. Con toda esta corriente del nuevo periodismo, del periodismo narrativo que está tan de moda, a veces queda de lado la necesaria obsesión que uno debe tener cuando trabaja en cuanto al rigor en la búsqueda de datos. Eso también me interesó: era una persona que no sacrificaba información en pos de la belleza de un texto. Lograba unir lo uno con lo otro. Y yo aprendí de eso. Todos hemos pasado períodos con lo magnífico que suena una frase y en realidad es necesario llevarla a tierra con información.
Hoy, antes de venir, lo estuve releyendo. Si bien uno no puede saber qué toma de cada autor (creo que todos somos una suma de influencias, de gustos personales, no es que yo pueda decir tomé esto de Tomás Eloy Martínez del mismo modo que no puedo decir tomé esto de mis padres; uno es lo que es y quién sabe cómo terminó siéndolo), creo que la lectura de sus trabajos, sobre todo de los que están más vinculados al trabajo puramente periodístico o al de novela real –no sé cómo llamarlo– a mí me ayudan. Ni siquiera puedo decir que me ayudaron: me ayudan porque lo leo y todavía tengo cosas para tomar de él.
Reynaldo Sietecase: Quería agregar un pequeño apunte sobre lo que decía Josefina. Es muy importante en toda la obra de Tomás, tanto la de ficción como la de no ficción, y creo que también eso es una enseñanza, no sacrificar la información por la belleza o la perfección de la escritura. Las dos cosas van de la mano. Tomás Eloy insistía mucho en eso, la investigación va de la mano de la buena escritura, no se puede concebir por separado. Escribir bien no suple la falta de información. Las dos cosas son casi un mismo mecanismo. Ese es un concepto clave en la obra y en el legado de Tomás Eloy Martínez para los periodistas y para los escritores. Si vas a escribir sobre veneno, estudiá, leé sobre veneno. Podés escribir sin estudiar, pero qué bueno si estudiás, qué bueno si sabés la historia, de dónde sale. Eso me parece, insisto, un hecho clave, no sólo en la obra de ficción sino también para la obra periodística en general de Tomás y de cualquier de nosotros.
Leila Guerriero: Una vez Tomás leyó una nota sobre Liniers, el dibujante que publica en La Nación y me dijo que la nota estaba y que “primero creí que los datos de que Liniers era chozno de Liniers eran mentira, pero pude chequear y sí, en efecto lo es”. O sea: se había tomado el trabajo de buscar el árbol genealógico y lo había rastreado. Y la que había escrito la nota era yo y yo no me había tomado ese trabajo: le había creído a Liniers. Esas cosas son pequeñas enseñanzas que te van despertando alarmas. Hacía que me mirara y mirara la severidad con la que me tomaba el oficio. Uno puede creer que es severo con uno mismo, pero cuando viene alguien que es 14mil millones de veces más severo, a uno le da un poquito de humildad y dice “Dios mío, falta tanto”.
Así era la sensación con Tomás. Sabía tanto y todo. Era un erudito en el gran sentido de la palabra. Era un tipo que podía hablar de religión, filosofía, botánica, arte, música, películas. Todo eso sumado al sentido del humor deslumbrante que no debe haber perdido hasta el final porque formaba parte de él como el cuerpo. Un tipo completamente curioso, había algo que me llamaba mucho la atención y es que siendo un hombre grande estaba enterado de todo: sabía cuál era la banda de rock que estaba escuchando la gente de 15 años, lo que escuchaban los tipos de 25, el último poeta que había publicado en Francia y la película que había que ver.
Y ese sentido del humor, desopilante. Una vez que apostó que iba a publicar en la columna de los domingos en La Nación una cuestión que implicara marcianitos copulando. Parecía una situación insostenible, pero el domingo, en efecto, apareció la columna de La Nación, creo que era sobre una película de Charlize Therón, y se las había ingeniado para meter una cosa ficticia, el sueño de un vecino… Un tipo que era capaz de jugar con esas cosas era, por lo menos, un tipo interesante.
Reynaldo Sietecase: Tomás era un tipo muy culto, no hay ninguna duda. Uno de los más cultos que tuve oportunidad de conocer. Ahora: lo que no sabía lo preguntaba. Esto me permite volver sobre lo que creo que también tiene que ver con este legado ético. El periodismo es interrogación. El periodismo es pregunta. Les quiero leer algo de Tomás:
De todas las vocaciones del hombre, el periodismo es aquella en la que hay menos lugar para las verdades absolutas. La llama sagrada del periodismo es la duda, la verificación de los datos, la interrogación constante. Allí donde los documentos parecen instalar una certeza, el periodismo instala siempre una pregunta. Preguntar, indagar, conocer, dudar, confirmar cien veces antes de informar. Esos son los verbos capitales de la profesión más arriesgada y más apasionante del mundo.
La última vez que pude hablar de este tema, Tomás decía “¿Cuál es el libro de periodismo más importante de la Argentina?” Todos nos miramos y dijimos: Operación Masacre. “Bueno, ¿y cómo está construido Operación Masacre?” A partir de una pregunta, que es la función básica del periodismo. El prólogo de Operación Masacre (a los que les interese el periodismo, ahí está casi todo lo que hay que saber sobre este oficio) arranca con una pregunta, cuando le dicen a Walsh que hay un fusilado que vive. ¿Cómo? ¿Un fusilado que vive? ¿Dónde está? Y sale a buscarlo.
En una época donde los periodistas lamentablemente creemos que tenemos las verdades absolutas, que le explicamos todo a todo el mundo, que a veces ocupamos el lugar de fiscales de la Nación, estaría bueno volver a Tomás Eloy Martínez, que es volver a las preguntas.
Josefina Licitra: Además con la salvaguarda de este párrafo que leyó Reynaldo de alguna u otra manera, reescrito de diferentes formas, lo dicen muchos periodistas y los que lo llevan a cabo son pocos. Es incómodo salir a chequear todo y los periodistas somos bastante cómodos. Cuando uno lee a Tomás Eloy Martínez lee a alguien que no era cómodo. También tenía su grupo de colaboradores, pero es algo que te ganás con el tiempo y los años de oficio y las décadas de haber trabajado intensamente. Este oficio es una lucha permanente contra el escritorio y lo que leés cuando leés a Tomás es que no paraba hasta llegar a la médula.
Reynaldo Sietecase: También vale para la ficción.
Josefina Licitra: ¡Por supuesto! Como si en ficción no hubiera que llegar hasta el fondo. Finalmente los mecanismos son los mismos. Si hay algo que dejó en claro Tomás es que no existe ni la realidad con mayúsculas ni la ficción con mayúsculas. Todo se construye desde la mirada. De hecho, en estos días se citó una frase para hablar de la muerte de Tomás, creo que de La novela de Perón: “un hombre es lo que de él se recuerda”. Lo que dice esa frase es que justamente uno es las miradas de los otros. Si partís de ahí, qué es verdad, qué es ficticio, qué no lo es: es una pregunta que deja de tener sentido. Lo interesante del trabajo que tuvo Tomás es que la verdad ya deja de ser una pregunta interesante. Todo es verdad. Yo no haría por ahí lo que Tomás hizo con Leila de ver si Liniers era chozno, uno compra todo porque automáticamente todo termina siendo biografía. Él le dio a la mirada un valor biográfico.
*
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Leila Guerriero: Esto no es matemática, uno no puede decir “dos más dos es cuatro, Tomás Eloy Martínez me dejó obsesión por las palabras, obsesión por el chequeo y tal otro me dejó tal cosa y tal otro tal otra”. Todos debemos tener influencias de él y de tantos otros. A mí me despertó muchas curiosidades. Al contrario de Reynaldo, él me insistía en que yo tenía que escribir ficción y nunca le di bolilla. Siempre defendí el lugar del periodismo como el lugar donde yo quiero estar y para mí la materia prima es la realidad. Me basta. El, quizá esto sería otro ítem más a sumar, era una persona con la que podías discutir. Pero no puedo separar qué es lo que me dejó Tomás de lo que dejaron otras personas a nivel profesional en el rastro de lo que yo hago.
Sí te podría decir que en algún sentido me envalentonó. Habiendo sido él editor, me envalentonó en defender muchas cosas que uno necesita en sus textos delante de un editor que no quiere entender que necesitás más tiempo, que no quiere entender que tal frase no la querés cortar. En eso marcó una diferencia. Seguramente a veces incurriré en injusticias y absurdos defendiendo cosas estúpidas, pero el sentido de pertenencia de que lo que yo hice es mío y lo defiendo con mi nombre y lo defiendo con los tres o seis meses o años que me puse a investigar o en los diez días que me pasé con el trasero en una silla escribiendo esto que otro podrá hacer mejor pero de mí no puede salir mejor.
Reynaldo Sietecase: Es difícil segmentar. Está bueno esto del empujón, de envalentonarte, de darle valor a las palabras, de entender que se está dando una suerte de pelea o de batalla entre los empresarios dueños de los medios y algunos editores que creían que a esta disrupción tremenda del periodismo electrónico, los canales de noticias –muchos y transmitiendo las 24 horas–, internet, que a todo ese aluvión de información se podía combatir desde el periodismo gráfico poniendo fotos más grandes. No sólo Tomás: García Márquez, mucha gente, incluso en Europa, se empezaron a dar cuenta que en definitiva se podía dar esa batalla con los textos. Es más: que la única manera de dar esa batalla con alguna posibilidad era escribiendo mejor. Escribiendo buenas historias y escribiendo mejor.
Tomás escribió en un artículo que la única manera era lograr que el tipo que se levantaba a la mañana y abría el diario llegara tarde al laburo por leer la nota. Que se le quemaran las tostadas porque la nota era más atrapante. Si vos contás lo de la Hiena Barrios, al otro día lo viste 14 veces en todos los noticieros, ya viste a la Hiena Barrios, viste al papá, a la mamá llorando por la mujer que se murió. Qué interés puede tener esa historia. Pero, ¿y si al otro día la escribió Tomás Eloy Martínez? ¿O Caparrós? ¿O Leila? ¿O Josefina? A lo mejor me quedo leyendo la nota. Por eso es tan importante la armonía de investigación, buena información con escritura.
Tomás, por lo menos a mí, me abrió esa puerta: se puede. Es una discusión que podemos tener. Como redactores, como redactores especiales, incluso como editores. Es una discusión que podemos tener. Ahora bien, nunca se podría editar un diario con todas historias de periodismo narrativo, tampoco lo vería nadie. Pero es muy triste comprobar que muchas veces en Argentina –yo que tengo que mirar todos los diarios– no hay ninguna. Hay algunas mañanas en que no hay ninguna. “Ni tan calvo, ni con dos pelucas”, como diría Félix Luna.
Esa es otra gran enseñanza. Tenemos que discutir, tenemos que hablarlo y debatirlo: por qué no dejar un lugar para esas historias que Tomás creía –yo eso lo comparto totalmente– que atraen lectores, que hacen prestigioso a un diario. Y no necesariamente tienen que ver con historias que hablan del abnegado bombero de la esquina, pueden ser historias de investigación periodística importante. Es más: muchas de las buenas investigaciones periodísticas que se han publicado últimamente, por ejemplo en Estados Unidos, tienen que ver con periodismo narrativo. Grandes historias que han conmovido a la opinión pública. Aquí en la Argentina también hay ejemplos.
Esta es una de las cosas que rescato de lo que Tomás me trasladó en aquel taller, en las (lamento) pocas charlas que tuvimos y, además, en los libros. Era alguien que te decía “vamos, viejo, defendé ese espacio de la escritura”. Pero defendé ese espacio porque también tenés que defender ese espacio para la investigación. Insisto: a lo mejor estoy en un momento muy crítico con el periodismo que se está haciendo, me parece que está bueno que nosotros podamos leerlo críticamente, autocríticamente. Es una batalla difícil porque los empresarios, los dueños de los medios, no creen en esto. No creen que una nota bien escrita rinda al diario mucho más que un cable pegado. No creen que una investigación termine rindiéndole más lectores. Por eso se invierte poco, por eso es una locura decirle a un tipo que tiene una semana para investigar un tema. Pero es una discusión que está buena que nosotros como periodistas que estamos en un nivel para dar esa discusión –cuando digo nivel me refiero a que en muchos laburos ya tenemos un espacio porque editamos, porque participamos en la toma de decisiones en algunos de nuestros medios– podamos mantenerla pensando en Tomás.
Josefina Licitra: Me sumo a lo que decían mis compañeros, el tema de las influencias, dónde delimitar dónde empieza la influencia de Tomás, dónde termina y empieza la otra es complicado y sería injusto. Así como Reynaldo mencionaba este tema de poder darle espacio a la narración dentro del periodismo, por el contrario también creo –y lo estuve viendo estos últimos años–, él tampoco tenía una actitud irreflexiva respecto del uso del recurso literario en periodismo. No metía literatura en cualquier parte y eso era muy interesante. Los libros de Tomás hasta tienen tramos que son transcripciones de declaraciones judiciales. Digo: él se dejaba atravesar por los clásicos recursos de la literatura y la narrativa cuando correspondía y cuando no, se corría y daba lugar a lo que tenía un valor hasta notarial o judicial. Eso me enseñó: tiene que haber lugares donde uno se corra. Uno siempre está presente y correrse ya es un acto de presencia. No hay que estar todo el tiempo dibujando flores en las páginas, hay momentos en que el lenguaje seco es mucho más elocuente y eso lo manejaba muy bien.
En un mismo libro él podía poner diálogos, narraciones en primera persona, monólogos, citarse a sí mismo como si fuera un personaje más de la historia: es un delirio y le salía perfectamente bien. Es muy interesante como estructuraba sus libros, sus relatos, porque lo hacía de una manera muy inteligente, sumamente reflexiva, no había nada librado al azar y sabía correrse cuando había que correrse. Creo que ese es un ejercicio que los periodistas hacemos poco y como decíamos al comienzo, si uno lee con cierta disposición –que descontamos que todos lo haríamos así–, es un ejercicio de humildad importante. Y que yo agradezco.
Reynaldo Sietecase: A propósito de la persona del periodista en exceso, recuerdo algo que charlamos con él. Yo dudaba si usar la primera persona en mi primera novela. Entonces él me dijo “¿Conocés la historia de Capote con A sangre fría?” “Sí, por supuesto”. Estuvo seis años investigando, aparentemente llegó al punto de tener relación íntima con uno de los delincuentes. “¿Te parece que conocía el tema? ¿Te parece que tenía mucha experiencia con el tema? ¿Cómo está escrito A sangre fría?”. Yo me quedé helado: en tercera persona. “¿Te da cuenta que se puede escribir cualquier cosa en tercera persona, que es una decisión que uno puede tomar?” Después uno puede tomar otro texto como “Féretros tallados a mano” de Capote, donde Capote está en primera persona. Por tomar dos historias policiales y dos estructuras similares a pesar de que “Féretros tallados a mano” es una nouvelle. Acá hay otro punto que está buenísimo, que es el enorme narcisismo que hay en el periodismo, por lo menos en la Argentina. Y yo voy a volver a citar a Tomás:
Un periodista que conoce a su lector jamás se exhibe. Establece con él desde el principio lo que yo llamaría un pacto de fidelidad, fidelidad a la propia conciencia y fidelidad a la verdad. A la avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el escándalo si no con la investigación honesta. No se la aplaca con golpes de efecto si no con la narración de cada hecho dentro de su contexto y sus antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, si no que se lo respeta con la información precisa. Cada vez que un periodista arroja leña al fuego fatuo del escándalo está apagando con cenizas el fuego genuino de la información. El periodismo no es un circo para exhibirse si no un instrumento para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta.
Lo que ocurre es que hay muchos en Argentina que no escribirían Platero y yo sino Yo y Platero. [Risas]
*
Reynaldo Sietecase: En este oficio se roba. En el buen sentido se afana.
Josefina Licitra: Bueno, nadie inventó nada. Desde los griegos hasta acá…
Reynaldo Sietecase: Yo tuve la suerte de conocer a Josefina, ella entregándome sumarios. Les puedo asegurar que era increíble. Yo no la conocía y decía quiero a esta chica trabajando acá. Uno a veces puede leer la pasión, el entusiasmo, el rigor. Yo aprendí a hacer sumarios por los sumarios que recibía y tenía que evaluar de Josefina. En un punto se puede robar. Pero qué eso, ¿un robo?, ¿está mal?
Josefina Licitra: ¡Ahá!
Reynaldo Sietecase: ¿Un porcentaje de todos mis laburos? Pero mirá vos lo del robo: ¡sí! ¡se puede robar! Ahora me pasé al otro lado. Por qué no robar, por qué no aprender de los tipos que escriben bien. Por qué no aprender que Capote puede escribir A sangre fría en tercera persona. Entonces cuando vos como un papafrita le proponés a un editor escribir una nota de un artículo periodístico en primera persona, a lo mejor entendés por qué el editor te dice “dedicate a otra cosa”. Está bien afanar.
Leila Guerriero: Tomás Eloy Martínez era ponerse, a pesar de que era un autor, como vos decís, del canon, era un autor posible. No era un autor que estuviera en una especie de limbo que uno ve a otros autores de su generación de otros países, dictando cátedra desde una nube. A lo mejor era el vicio del editor. Me parece que era un tipo que se alegraba de descubrir el talento ajeno. Era una persona que se ofrecía, si querés, para que le afanaras. También era una persona que sabía marcar. A Caparrós le hemos afanado todos.
Reynaldo Sietecase: Lo bueno. Lo malo no se lo afanamos.
Leila Guerriero: No tiene nada malo Caparrós. [Risas] El famoso punto aparte del diálogo. Buenas noches, punto aparte, dice Pérez. Yo eso se lo robé mucho y Tomás Eloy me llamó la atención. Me dijo “ese es un recurso de Caparrós, vos no podés apropiarte de un recurso que inventó otra persona”. Me parece que eso está muy bien, me parece que es maravilloso que una persona te diga “me estoy dando cuenta de lo que estás haciendo”. Y yo nunca lo volví a hacer. Se lo agradecí mucho –aunque nunca se lo dije–, pero es algo que le agradezco porque cuando uno se da cuenta uno puede robar y no hay nada malo en subirse a la voz de otro cuando uno está empezando –uno siempre está empezando, pero cuando no tiene una voz propia–. Uno de hecho canibaliza muchas cosas. Hace poco escribí un textito chico para una cosa equis y le robé el principio de un libro que se llama Bonsái y que escribió un señor chileno que se llama Alejandro Zambra. (Nunca se va a enterar). No es que robé el principio: robé la idea. La primera frase dice “al final, ella va a estar muerta”. Yo robé esa idea que me pareció maravillosa para escribir un texto mío. Esas cosas no está mal hacerlas. Otra cosa es repetirse, hincarse en el recurso que otra persona se tomó el trabajo de inventar. El problema es cuando tomás conciencia. A mí Tomás me levantó el dedito y me dijo “me estoy dando cuenta”. Cuando alguien te pone en evidencia te da un poco de pudor.
Pero me parece que Tomás era eso: un autor posible. Nunca lo vi como un tipo entronizado en el canon que desde ahí dictaba cátedra y decía “Faulkner dijo tal cosa y Dickens se pasó tantos días y meses para escribir…” No: era todo dado con una especie de generosidad de maestro. Es que, en el fondo, un editor es un maestro.
Reynaldo Sietecase: Quiero aclarar esto cuando digo afanar: no digo plagiar. Plagiar es plagiar. Afanar lo bueno que uno puede tomar de esta gente de conocimiento generoso. Que te dicen “es por este lado, no seas gil, es por acá”. Y ese por acá de pronto está en un libro que leíste y de pronto te revela un montón de cosas.
Me permito decir lo último que quería decir de Tomás, que tiene que ver una dimensión ética de Tomás que me parece muy importante. Ese incidente de Tomás con La Nación cuando él hacía las crónicas cinematográficas. Él lo contó varias veces. El hacía unas críticas pero había anunciantes y le pidieron que morigerara los comentarios, él dijo que no, que si no publicaran las crónicas sin la firma. Otra gran enseñanza: lo que es la firma para uno. Es muy importante. La firma es uno. Tomás Eloy en El vuelo de la reina dice “uno es lo que escribe”. Uno es lo que escribe: qué importante. Esta posibilidad de decir que no, sin escándalos, sin ruidos. Decir “no, me voy”. Nada más que eso. Defender la firma. Estuvo muy bien, además, La Nación que con el suplemento de ADN hicieron referencia a esto.
Vuelvo a esta discusión: son esas cosas que tienen que ver con decisiones de una persona. De uno. Que no pasan por otro lado. Camus decía que el mayor acto de libertad que puede tener una persona es decir que no. Yo tengo para mí que el problema en Argentina es que hay mucha gente que dice que sí con entusiasmo. Ahí también hay otra cosa para tomar del legado de Tomás Eloy Martínez: el compromiso estético, pero también el compromiso ético. Esa es otra enseñanza para los periodistas. Se puede decir no, esto no lo hago, mi nombre ahí no. Son esas cosas que permiten que uno vaya por un camino, en este caso iluminado claramente por Tomás.
Leila Guerriero: Yo quisiera agregar una cosa más. Tomás era un hombre que tenía todas las curiosidades y, curiosamente, ningún prejuicio –o pocos–. Si uno sigue más o menos el diagrama de sus notas en La Nación de los últimos tiempos, su última nota fue sobre la cultura narco, un mes antes había escrito una columna hermosísima sobre una poeta brasileña que se llamó Clarice Lispector; podía escribir sobre Bush y sobre Uribe y sobre Chávez, y uno lo que veía era curiosidad por el mundo. Me parece que esa curiosidad por el mundo no la debe haber abandonado hasta el final. No lo conocí tanto, pero tengo esa sensación. Seguramente tendría sus prejuicios, como todos los tenemos, pero a la hora de enfrentarse en esos textos, lo que uno podía ver era una mirada lúcida, una mirada de autor, con una posición tomada, pero no era una mirada prejuiciosa. Todo un legado para alguien que se dedica a contar historias, tratando de contarlas desde un punto de vista subjetivo –porque el periodismo no puede ser jamás objetivo–. Pero subjetivo no quiere decir ser un canalla. Me parece que Tomás claramente no lo es.
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Lunes por la madrugada...
Yo cierro los ojos y veo tu cara
que sonríe cómplice de amor...
que sonríe cómplice de amor...
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