Fragmentos de la novela Río de las congojas citados en la ponencia que acabo de terminar:
Para los verdaderos agentes del rey tan poderoso matar era distinto. No se les iba el pensamiento en extravíos desnaturalizados. ¡Gallegos infernales! No tenían su madre india como nosotros y no les pesaba de afrentar a sus mediohermanos. ¿Qué se les hacía a ellos matar quiloazas o timbús, o tupís o jarús, o cualquier suerte de nación? Cuando tendíamos los indios con el fuego de los arcabuces, ¿qué tanto venía sucediendo que la voz de nuestra madre lloraba dentro del corazón? Ella lloraba y nos malquistaba y hasta renegaba de nuestra condición. Para los agentes del rey quitar la tierra era distinto. En los despueces se aprende que las fragilidades de lo distinto se asientan en ese cofre interno que no reconoce señor por poderoso que sea, y más si se halla en lejanías. Así pues, desprendidos de las ataduras, distintos como éramos, nadando en dos corrientes, buscábamos el rigor de las afinidades. Cada amanecer es anochecer, cada sombra claridad. Cada hombre tiene su respuesta. Mucho polvo tragué, mucha lluvia me mojó. Ahora tengo como un libro adelante cuyas páginas volteo para atrás. Yo sólo sé leer figuraciones. El mestizaje no es únicamente un alboroto de sangre: también una distancia dentro del hombre, que lo obliga a avanzar, no sobre caminos, sobre temporalidades.
Siempre he tenido a las meretrices como madres huérfanas, medioángeles sueltas por el mundo para alegrar el corazón de los hombres, corajudas de soledades, dispuestas a brindar a cualquier hora, y a quien fuera, el perfume de su misericordia. Son gráciles cuando jóvenes, finas cuando envejecen. Más corre la vida en ellas, más delicadezas acopian, porque todas son señoras el sufrir y del mercar, y de ambos negocios mantienen libre el corazón.
El río pasa con su pasar recio y su soñar suave. ¡Válgame el cielo cuando pasa besando la barranca, recio como el hombre que nunca se embravece y másmente si reluce en el verdeo espumoso del camalotal! El camalote es su pensamiento florecido y flotante y por donde empieza a enamorar. ¿Este es un río o una persona de lomo divino, o es una fuerza que se le ha escapado de las manos a Tupasy, madre de Dios, o a Ilaj, o a mis ojos que ya no pueden espejear la tanteza de su cuerpo sin cuerpo? Rolando en mi canoa muchas veces se me viene con el cielo y me inunda el corazón. Si uno se llega con el mate a su vera comprueba que la vida se le ovilla y desovilla con el correr del agua, se desalma, queda puro huesos del pensamiento, sin carne sin habla, sin sueño en los ojos, y se siente irse en la corriente cuesta abajo, entre pescados y flores, arenas y cañas. Una vez ahí dentro, uno aprende a conocer la historia de sus abuelos comidos por los yacarés. Se entera de que su tata viejo tenía los pies rajados e hinchados como lo tuvieron su bisabuelo y su tatarabuelo y su más abuelo que todos, ése que principió el abuelaje; uno sabe así que ellos estaban siempre en el agua, buscando pescando hasta que el yacaré se los comía. Entonces, ¿no va a reconocer el espíritu de su principal, vagando por las islas del gran río –ya sin cuidado de la Porá del agua- persiguiendo al pacú cuando sube a comer frutos de varillas, y él va y lo ensarta con esas destrezas propias? Uno lo ve andar por el agua a su principal, barbirrosado, costillar seco, con ese encono en fijar el sábalo en los bañados, y emperrado en cazar nutrias y carpinchos, porque esa es la alegría que le enseñaron sus propios principales y que él me dejó. Alegría que consiste en estar alegre también en la tristeza. Alegría que ellos dejaron a mi madre, moza alegre en lo que recuerdo, de cantar aun en la muerte ocurrida por celos de un varón de mucho entrecejo y grandes pasiones, que resultó ser mi padre.”
El negro Antonio Cabrera, al verme tan ofuscado con la Descalzo, me calmaba diciendo que las mujeres, como los negros, como los indios, y hasta como nosotros los mestizos, estaban tan desvalidas que cuando veían el pan, aunque duro, lo mordían. No es que sea una diabla –decía-, es que es una mujer, y para más, pobre. Mujer, pobre y mestiza –seguía diciendo- ¿qué le queda sino como sanguijuela prenderse a la chacra? No la malquistes. Blas, compréndela. Son los hombres los que le hicieron mal.
Agregaba cosas, según su recuerdo y parecer, y según la necesidad. (…) Los hijos se criaron a la par del tiempo que iba aureolando el recuerdo de la finadita; se criaron viendo la tumba en el patio y cuya cerco cuidaba la madre. (…) Y fueron entrando en el mito, porque si otros tenían blasones ellos tenían su historia con una mujer que parecía hombre por lo valiente pero que fue una gran amante. (…) Cuando les preguntaban en dónde vives, respondían: en lo de Muratore; cuáles son tus bienes: una tumba; tu origen: una mujer heroica; tu patrimonio: el amor; tu postrimería: un recuerdo. (…) Cuando tuvieron su propia canoa cada uno de ellos, se internaban por un laberinto de islas, bajo el fragor del sol o de la lluvia, tratando de dar con esa madre mitológica que, no dudaban, algún día iban a encontrar.
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