miércoles, 13 de septiembre de 2023

Tengo que leer a todas estas autoras mexicanas

 Oswaldo Estrada. Ser mujer y estar presente: disidencias de género en la literatura mexicana contemporánea. México, D. F.: Universidad Nacional Autónoma de México, 2014, 308 páginas 


Con una sopesada “Introducción” (11-33) en la que, acotando las palabras de Rosario Castellanos sobre el papel del verdadero intelectual frente a las opiniones de las mayorías o en boga, o del clientelismo que impide la libertad y el mayor rigor, este libro se detiene en la inserción de la mujer escritora en el campo cultural. Así, “la mujer intelectual” (12) abre grietas en un orden hegemónico y masculino por cuanto ella contesta la exclusión y la normalidad; el estudio quiere orientarse hacia ese ámbito “de acción y palabras” (12), que las escritoras en estudio arriesgan, para expresar su rechazo y su crítica al reparto y distribución desigual del poder de la escritura y del conocimiento. Por ello, las famosas palabras de “mujer que sabe latín” tienen su peso en este libro que posiciona dentro de una corriente alterna y contrahegemónica, indica Estrada (14), que él sabe ponderar al insertar en esta “Introducción” el pensamiento siempre agudo de E. Poniatowska y de Margo Glantz. Termina reafirmando ese vínculo indisoluble entre cuerpo y escritura con el que irrumpen la escritora de los 60, “creadora de su cuerpo y artesana de su identidad” (19). Ello incide en esa reflexión sobre la autoría femenina o la condición de mujer, porque la escritora, aún en el nuevo milenio, debe seguir justificándose o explicándose. La posición de Estrada es contundente al respecto; se trata esta de una producción “aternativa, capaz de des(en)cubrir, debido a su posicionamiento oblicuo y descentrado” (25) y que, en el ámbito de una agenda política, busca con tropiezos y conflictos pienso yo, una “comunidad intelectual de base y de apoyo” (27). RESEÑAS 199 La Primera Parte del libro tiene como título “Debates del silencio y la palabra”. El Cap. I, “Nellie Campobello: Fragmentos de revolución” (37-62), aborda cómo esta escritora, bailarina y coreógrafa, irrumpe con dos novelas de tema revolucionario pero de género ambiguo: Cartucho (1931) y Las manos de mamá (1937) con un estilo poético, narración fragmentaria, imágenes evanescentes y líneas tenues e inconclusas “que efectivamente recalcan la marginalidad del sujeto femenino” (39). En Cartucho, si bien es cierto la mujer está relegada a segundo plano para distinguir a los actores de la revolución, traduciendo así “las limitaciones de la mujer para representar su subjetividad” (51), surge la figura de la madre, testigo de esas historias del Norte, que sirve de hilo aglutinador a la narración retospectiva de la hija. La madre emerge para que el accionar femenino sirva de contraste y enuncie su presencia como soldadera. De la misma manera, Las manos de mamá hacen de la visión fragmentaria el rasgo más ostensible a la abnegación de la madre (58) a través de sus manos hacendosas y sus ojos cambiantes, para que en definitiva, “sólo encontr[e]mos deseos implícitos de trascender la subordinación y la marginalidad femeninas” (65). El Cap. II, “Rosario Castellanos: usos del silencio y la palabra” (63-85), a mi modo muy breve para la complejidad de esta escritora, plantea esa independencia en la representación del sujeto “con respecto al reconocimiento intelectual de la mujer” (64), pues la agenda política de Castellanos era combatir la pasividad y el ninguneo. En Balún Canán (1957) el silencio del colonizado es expuesto en la medida en que los grupos marginados hablan, mientras que en Ciudad Real (1960) este se explora a partir de un proceso de comunicación dialógico. Castellanos lo refuerza en Oficio de tinieblas (1962), en donde la anulación del otro se expresa en ese silencio, que la narración representa en términos de la ausencia de debates y la falta de habilidad comunicativa (68) entre ladinos e indios, y entre Pedro y su esposa Catalina. En relación con estos dos últimos, Estrada habla de “enfrentamiento silencioso” (69), porque a pesar de la incomunicación, la voz de la mujer expresa su incompletud y su esteliridad. Lo anterior se justifica en los usos de la palabra, que la propia Castellanos pregona en sus ensayos, de una palabra que debe manifestar el otro punto de vista (72). En el Cap. III, “Elena Poniatowska: murales de la crónica actual” (87-110), Estrada subraya esa multiforme producción en Poniatowska, cuyas entrevistas, crónicas, novelas testimoniales y epistolares, así como cuentos, apuestan por las minorías y la rebelión de conciencia. Reconstuyendo lo que Estrada denomina los “ciclos de opresión” (90), ella descubre los grupos marginales en sus espacios de opresión, cuya piedra angular es configurar una contrahistoria y un compromiso ético-social, tal y como lo elabora la autora en sus crónicas, de cruces de oralidad y de fronteras genérico-discursivas. Lo local y lo nacional se transparentan en ese complejo mural de la realidad mexicana, siguiendo a Roger Bartra (96), mientras que en sus heridas históricas surgen la violencia y los traumas, según ve Estrada en Todo empezó el domingo (1963) o La noche de Tlatelolco (1971). La Segunda Parte del libro, “Historias, cartas y cuerpos”, reúne también tres capítulos. El Cap. IV se concentra en “Carmen Boullosa: el futuro de la memoria” (113-139), apuntando hacia ese privilegio de la memoria individual/colectiva en las mujeres escritoras mexicanas, quienes “fraccionan y pluralizan las verdades absolutas del ayer” (113). Al tocar y retocar la Historia, Boullosa experimenta con la escritura y se decanta por el juego en los límites de la realidad ficcional, cuyo proyecto ideológico es “combatir la circularidad del tiempo y el determinismo histórico” (115). Lo hace, por ejemplo, en Llanto, Novelas imposibles (1992), en donde al revivir a Moctezuma y ponerlo en el México de los años 80 para que lo redescubran nada menos que en el Parque Hundido, activa una reflexión sobre el México poscolonial y la urbe disgregada y monumental que encuentra el emperador. En La novela perfecta (2006), 200 Filología y Lingüística 42 (1): 183-201, 2016/ ISSN: 0377-628X Boullosa vuelve sobre el pasado colonial en forma de una distopía, en la que lo onírico y lo imaginativo están en función del cataclismo cultural que se avecina, con las “naves de Cortés” en el horizonte. La memoria histórica se hace eco del desorden colonial y Boullosa pone en la escritura las mutilaciones culturales que se ven el cuerpo del lenguaje, concluye Estrada (126). Exquisita reflexión que se sustenta en una lectura cuidadosa de las novelas de Boullosa. Por su parte, en el Cap. V, “Mónica Lavín: los enigmas de Sor Juana” (141-168), Estrada analiza la estrategia de retomar la figura de Sor Juana en el debate de la “intelectualidad femenina” (141), porque Lavín construye cuatro cartas adicionales a la “Respuesta a Sor Filotea de la Cruz”. En Yo, la peor (2009), el circuito comunicativo de lo epistolar está subordinado a la naturaleza doméstica del ejercicio confesional, razón por la cual se desdibuja la polémica filosóficoteológica que priva en el hipotexto, para apuntar al ámbito de la “domesticidad asignada” (147) y la afirmación de la autoría femenina: Sor Juana se identifica como “mujer escritora” y refuta “su supuesta conversión piadosa” (148), que gran parte de la crítica especializada ha sostenido. Estrada plantea, entonces, en el proyecto de Lavín la necesidad de una “autodefensa” de monja novohispana y permite ver su conocimiento riguroso de su vida y de la obra; se trata de asumirla dentro de “un acto político de ruptura y desborde” (163), reescribiendo y borrando el discurso hegemónico que continúa con la subordinación femenina. Para acabar, el Cap. VI, “Margo Glantz: apariciones en clave de mujer” (169-193), Estrada ubica a esta escritora en el marco de la “transterritorialidad”, es decir, de las mutaciones que el nomadismo cultural provocan en una escritora siempre en movimiento, cuya ensayística y vida intelectual se ha trazado la tarea de inscribir el cuerpo femenino y desmontar esa “fatalidad anatómica” (171) que significa ser hija de La Malinche. Estrada encuentra, entonces, en sus novelas una porosidad genérica que ratifica la fragmentación de la identidad. De Apariciones (1995) a Saña (2007), se dibuja esa necesidad de contraponer la represión/liberación del erotismo mediante una toma de conciencia del placer del cuerpo femenino y auscultar los pliegues e intersticios de las pulsiones de muerte y de vida. Así, la violencia y la crueldad se codean para que, en Saña, estas se performen en un texto fragmentado y troceado (181) y cobren vida en un erotismo del cuerpo que se transustancializa en la comida y en otro tipo de frivolidades dejando ver lo abyecto y la estética del voyeurismo. La Tercera Parte del libro, con el título de “Disidencias de identidad”, se abre con el Cap. VII, “Rosa Beltrán: mujeres de armas tomar” (197-225), en donde Estrada hace hincapié en la experiencia histórico-cultural de Beltrán para no caer en esencialismos y apostar por un proceso de configuración, que no puede ser ni complaciente y habla, más bien, de la “involución” y de un malestar cultural de toda una generación. Tal vez por ello, su novela La corte de los ilusos (1995) adopta la forma de una novela histórica localizada en el efímero imperio de Iturbide, para que del espacio doméstico de las mujeres se dibuje un imperio de “pacotilla” y de críticas misógenas, frente a personajes que revelan las “tretas del débil”, en alusión a la necesidad de resistencia y de transgresión. Ahora bien, en su colección de relatos Amores que matan (1996), Beltrán se decanta por esa crítica de las convenciones y expectativas que encuadran las relaciones de pareja, porque el sujeto femenino se encuentra sometido a un orden masculino e intenta escaparse o rebelarse parodiando y entrecortando sus usos y artilugios. Estrada termina analizando El paraíso que fuimos (2002), la cual continúa esta idea de marcar la normatividad compulsiva del matrimonio; se trata de derrumbar ese modelo de la “perfecta casada” repensando lo que él ha denominado como “fatalidades anatómicas” o las absurdas maldiciones de la genealogía de La Malinche. Por su parte en el RESEÑAS 201 Cap. VIII, “Cristina Rivera Garza: en gustos se rompen géneros” (227-252), Estrada plantea el carácter transfronterizo y, por lo tanto, transgenérico de la escritura de Rivera Garza. De esta manera, surgen personajes femeninos que desde La guerra no importa (1991) repercuten en la agenda política de la crítica de la masculinidad, la cual se acrecienta en La cresta de Ilión (2002). Rivera Garza se cuestiona las clasificaciones de género por medio del debilitamiento del cuerpo biológico y hace, de la fotografía de la marginalidad social de prostitutas, locas y desahuciados en Nadie me verá llorar (1999), un documento histórico de la vida mexicana en los tiempos de la revolución (236). Lo anterior le sirve a Estrada para ahondar en lo queer y en la explosión de la identidad sexual y narrativa en una novela que, como Lo anterior (2004), ahonda en la complejidad de sueños y cajas chinas (244) de un sordomudo ensimismado y de gran imaginación. El último capítulo, el IX tiene por título “Guadalupe Nettel: marcas de diferencia y sellos de otredad” (253-281). Ofrece la novedad de incluir a una de la más representativas escritoras del nuevo milenio mexicano, la cual desde esa ciudad de bajos fondos y subterránea, pasa revista a la alteridad periférica y marginada. En El huésped (2005), con ese terrorífico enemigo que habita en el cuerpo de la protagonista y la hace experimentar soledad y culpa, Ana se adentra en el mundo de la ceguera para que el punto de vista sea de aceptación/ reconocimiento de la diferencia y de la discapacidad (258). Nettel vuelve a las limitaciones de la visión en El cuerpo en que nací (2010) pero desde la recapitulación autobiográfica de una paciente frente a su psicoanalista (263). El diván le permite ir tomando conciencia de los códigos de aceptación de lo que es normal socialmente hablando y Nettel centra toda la organización ética de su novela en la construcción de la propia identidad en movimiento (268), para que la protagonista y la escritora, que reflexionan sobre su propia vida, se crucen y hagan difíciles delimitar los contornos de lo biográfico con la perspectiva autorial, lo cual Estrada no explica con claridad, aunque apunte a su causa en Nettel, “la obsesión por la otredad” y el mecanismo de defensa que esconde para rebelarse “ante las nociones de lo feo y la belleza” (266). Sumergirnos en esas obsesiones/perversiones de los seres humanos es una tarea que Nettel explora magistralmente y Estrada plantea con acierto en su interpretación de su universo narrativo; así, El matrimonio de los peces (2013), encuentra su asidero ideológico y estético, cuando además equipara los comportamientos tanto de animales como de humanos. En definitiva, el libro de Oswaldo Estrada es riguroso y de una alta densidad imaginativa y crítica, el cual emplaza y confronta al lector con esa rebeldía y esa disidencia que las escritoras mexicanas acometen en el campo sociocultural mexicano y latinoamericano. Jorge Chen Sham Universidad de Costa Rica Miembro correspondiente Academia Nicaragüense de la Lengua Miembro correspondiente Academia Norteamericana de la Lengua Española

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