domingo, 6 de agosto de 2017

Artículo de Irupé de la Forja


ARTÍCULO: EL EPÍGRAFE COMO UNA FORMA DE INTERTEXTUALIDAD, POR PAULA IRUPÉ SALMOIRAGHI

El epígrafe es una forma de intertextualidad, relación entre textos, al igual que las citas, la alusión, la parodia, la metaficción, el pastiche, las secuelas y precuelas o el homenaje, entre muchas otras. La noción de “intertextualidad” según la cual “todo texto es la absorción o transformación de otro texto” fue propuesta por primera vez en 1967 por la filósofa y escritora búlgara, Julia Kristeva a partir de ideas previas de Mijail Bajtin, crítico literario y lingüista ruso (1895-1975). Éste había definido a la novela por su carácter polifónico, es decir, su capacidad para integrar “muchas voces” en un mismo texto. Según esta teoría, el escritor sabe que el mundo está saturado de palabras ajenas, en medio de las cuales él se orienta. El concepto central consiste en entender todo texto como nudo de una red de relaciones con otros textos cuyo conocimiento por parte del lector permitiría la apropiación de múltiples significados. Ejemplo: Rubén Darío escribe “Letanía a nuestro señor Don Quijote” y León Felipe escribe “Vencidos” porque Cervantes escribió su Don Quijote, porque existieron antes las novelas de caballería, y así sucesivamente. Ningún texto está solo y aislado de los demás, ninguno es autosuficiente ni autónomo, todos están relacionados, sea por tema, personajes, género, estilo o cualquier otro procedimiento específico. No existiría una tabla rasa de la textualidad, todo texto nacería sobre otros ya escritos y sería el origen de otros nuevos.


El epígrafe, procedimiento intertextual que nos ocupa hoy, desde su etimología de origen griego, se define como aquello que se escribe en la parte superior de un texto: esa cita o frase que precede al texto mismo o incluso a cada uno de sus capítulos o apartados. Podemos encontrar textos con uno o varios epígrafes del mismo o de diversos autores y su función en relación con el cuerpo principal de lo escrito puede ser la que el autor (¿o el lector?) quiera darle. Lo que me parece que se cumple siempre es la misión de introducirnos en el “clima” de lo que vamos a leer, algo así como “calentar los motores” antes de largar la carrera, o como poner en movimiento la maquinaria de expectativas del lector, desencadenar los movimientos intelectuales y emocionales que se ponen en juego en todo proceso de lectura.
¿Por qué o para qué “agregar” a “lo que tenemos que decir” palabras de otro, palabras o frases sacadas de contexto (¿o recontextualizadas?), palabras que el lector deberá relacionar de alguna manera con lo que siga? Algunos autores confiesan que eligen sus epígrafes movidos por la admiración o la gratitud hacia ese autor o ese texto que le “presta” su voz para enriquecer la propia; otros los elegirán para demostrar su erudición o para llevar al lector a un campo más amplio de significación.


Si un texto es un tejido de elementos significativos relacionados entre sí, si intertextualidad es el conjunto de relaciones que un texto establece con otros, el texto no sería, entonces, una entidad cerrada en sí misma sino abierta y dotada de múltiples “ápodos” con los que “agarrarse” de otros textos. Si, como señala Roland Barthes, escritor y semiólogo francés (1915-1980), en su libro S/Z, todo ha sido leído ya y todo texto es una “cámara de ecos”, podemos considerar a nuestro epígrafe como el primer sonido en la cadena del eco, la primera piedra tirada al lago para que comiencen a formarse las ondas que constituirán el texto a leer.
Incluso podemos ampliar el proceso considerando como texto a todo producto cultural (una canción, una leyenda, un discurso político, un refrán, una película, una costumbre). La medida de esa red de relaciones está dada por el lector: las conexiones intertextuales se amplían o se limitan según las competencias culturales de quien las recibe. En este planteo el receptor no es un sujeto pasivo sino que es el verdadero creador de sentido en todo proceso de comunicación y, a medida que nos entrenamos como lectores, nuestra capacidad para encontrar y disfrutar de esas relaciones entre textos se amplía y diversifica.


Terry Eagleton, en el capítulo dedicado al Postestructuralismo de su obra “Una introducción a la teoría literaria”, lo explica de este modo: “Podría decirse que el significado se halla desparramado o disperso en toda una cadena de significantes; no se le puede sujetar; nunca está totalmente presente en un solo signo; es, más bien, una especie de fluctuación constante y simultánea de la presencia y de la ausencia. El leer un texto se parece más al hecho de seguir los pasos de este proceso de constante fluctuación que al acto de contar las cuentas de un collar. Dicho de otra manera, nunca es posible encerrar el significado en un puño, lo cual proviene del hecho de que el lenguaje es un proceso temporal. Cuando leo una frase, su significado queda siempre de alguna forma en suspenso; hay algo que se pospone o que aún está por llegar. Un significado me conduce a otro, y éste a otro más; los significados anteriores se ven modificados por los posteriores, y aun cuando la frase quizás llegue al final, esto no sucede en el proceso del lenguaje. Siempre hay más significados en el lugar de donde provino. (...) Para que las palabras lleguen a integrar por lo menos un significado relativamente coherente, cada una debe, por decirlo así, conservar la huella de las que la precedieron y permanecer abierta a las huellas de las que vendrán después. Cada signo en la cadena del significado se une a todo lo demás para formar una urdimbre compleja que nunca se agota”.
En conclusión, el o los epígrafes que integremos a nuestros textos serán un guiño al lector, una entrada a sus lecturas previas y, ¿por qué no?, una invitación a futuras lecturas, una pista hacia la construcción de múltiples redes de lecturas y escrituras.
© 2007 Paula Salmoiraghi
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