martes, 21 de abril de 2015

La potencia del imaginario acuático de los indígenas

Hidrarquías. Sobre "El botón de nácar", de Patricio Guzmán

20 / 04 / 2015 - Por Irene Depetris Chauvin


Como en su anterior documental, "Nostalgia de la luz", Patricio Guzmán vuelve a proponer una política de la memoria anclada en el espacio. En esta oportunidad el director chileno presenta "El botón de nácar", un film que tiene como protagonista al agua, elemento clave en la geografía y la historia del país vecino. Símbolo de vida por un lado, cementerio de desaparecidos por otro, el mar carga con esta doble representación donde la dimensión afectiva y espacial se cruzan.
Toda la obra del chileno Patricio Guzmán es un constante volver al pasado y, en particular, a algunos acontecimientos de la Historia de su país: el golpe de Estado de 1973, que puso fin al experimento socialista de Salvador Allende, y la sistemática violación de los derechos humanos perpetrada por la dictadura de Augusto Pinochet. Mientras su monumental La batalla de Chile (1972-1979) narraba la ascensión, el auge y la caída del gobierno de Allende apelando a un registro expositivo que lograba trasmitir magistralmente la épica de una proceso histórico en su desenvolvimiento, Chile, la memoria obstinada (1997), El caso Pinochet (2001) y Salvador Allende (2004) conforman una especie de trilogía que explora el legado de la dictadura –y la dolorosa impunidad de sus crímenes una vez restablecida la democracia—, operando un “giro subjetivo” en la práctica documental, ensayando un discurso de memoria que se cruza y se valida con la experiencia personal del propio director.
La magnífica Nostalgia de la luz (2010) continúa desenterrando las atrocidades de la dictadura, y enfrentando a los chilenos con su propia Historia, pero de un modo indirecto. Como en otras expresiones artísticas de los últimos años, el documental de Guzmán propone una “espacialización de la memoria”, una relocalización de su campo de acción, y un rodeo metafórico que potencia el alcance de ese discurso de memoria al hacer posible una ampliación de la comunidad afectada por la pérdida. La película relaciona tres formas de búsqueda de conocimiento: la de los astrónomos que quieren atrapar las estrellas distantes, la de los arqueólogos que estudian civilizaciones pretéritas, la de las mujeres que intentan rescatar los restos de sus familiares, secuestrados y desaparecidos por la dictadura de Pinochet. Estas tres historias coinciden en el desierto de Atacama, que por sus condiciones físicas conserva las huellas del pasado –restos de civilizaciones nativas y huesos de desaparecidos—, al tiempo que la claridad de su cielo atrae la instalación de observatorios concentrados en develar el pasado de la galaxia que llega, junto con la luz, con retraso pero nitidez al planeta tierra. En la película de Guzmán, la fugacidad de un presente que siempre es pasado, el paisaje del desierto y el calcio como elemento común a los huesos y a las estrellas hablan de una memoria como obstinado resto material, pero también como resultado de una lectura que busca liberar al espacio de su silenciosa superficialidad y convertirlo en un núcleo atravesado por las más diversas tramas temporales: la política de volver a inscribir historias y la Historia en la textura espectral del desierto y de redimensionar los crímenes de la dictadura reinscribiéndolos en un relato de escala cósmica.
En este sentido, Nostalgia de la luz es también un ejercicio de trabajosa reconstrucción: la comunidad en la materia se vuelve comunidad en el afecto porque el guión logra anudar paisaje e historias de vida, cielo y tierra, memoria, Historia y cosmos. Es también el inicio de una trilogía de grandes metáforas sobre Chile ancladas en su geografía, serie que se continúa en la recién estrenada El botón de nácar (2015) y que se completaría con una película sobre los Andes. El último documental de Guzmán comienza en Atacama. Un plano detalle de un trozo de cuarzo encontrado en ese desierto encierra en su interior una gota de agua. Al igual que los planos de luces y sombras sobre la superficie lunar y terrestre de Nostalgia, la demorada atención en esa gota de agua que habla, ruge, desde su cárcel evidencian que también El botón de nácar atenderá al tiempo y a sus inscripciones, sus huellas, en las superficies, en la materia. Del trozo de cuarzo pasamos a unos telescopios rastrillando los cielos, imágenes que parecen extraídas de Nostalgia, pero la voz en off nos aclara que ahora los astrónomos buscan agua. Nuevamente, la voz del cineasta es el hilo conductor de un relato que se piensa en términos de totalidades –el cosmos como un sistema de energías invisibles interconectadas— y esa voz acudirá a lo que la ciencia, la poesía o el discurso histórico tengan para decir sobre el agua para llegar a establecer, en el núcleo del film, una poderosa –pero por momentos forzada— conexión entre el exterminio de la población autóctona y los desaparecidos de la dictadura de Pinochet.
Chile, territorio acuático 
El sonido de un río, la memoria infantil de la lluvia golpeando un techo de zinc, la extraordinaria belleza de los glaciares de la Patagonia Occidental. Las primeras escenas de El botón de nácar adelantan que ahora la materia no será el calcio, sino el agua en todas sus formas, extensiones, volúmenes y grados de densidad. El agua es materia también porque Guzmán buscará capitalizar su cualidad de energía: se condensa, se dispersa, se transforma, une y separa. Como prefigura el epígrafe del documental, extraído de un texto del chileno Raúl Zurita, “todos somos arroyos de una sola agua”. Pero esa unicidad de la materia no es tan sólo juego poético o física elemental: más que dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, o las tres cuartas partes que componen un cuerpo humano, el agua es territorio histórico, recurso y significante en disputa.
Primeramente, El botón de nácar hace del agua el elemento central de una operación cartográfica. Un paneo satelital, cuidadosamente reconstruido en computadora, nos invita a recorrer vicariamente un territorio. El movimiento del plano nos lleva de norte a sur, atraviesa la Patagonia y se hunde en un archipiélago infinito de hielo, lluvia y vapor, una reconstrucción “desde arriba” que hace evidente que Chile es, en cierta medida, un territorio acuático. Guzmán nos hablará de un país que, pese a tener la costa más larga del Pacífico, mantiene un enigmático divorcio con el mar. Es verdad que, durante mucho tiempo en la cultura occidental el mar señalaba el límite de lo que era conocido, lo que podía ser cartografiado y por ende controlado –los océanos eran las terrae incognita a hic sunt dracones— pero, en realidad, no se trata tanto de que los chilenos no hayan capitalizado sus posibilidades marítimas. Los naufragios, barcos, ríos o islas de memorias que pueblan la obra de los también exiliados chilenos Raúl Ruiz y Juan Downey hablan de cierta fascinación con el imaginario acuático. Una fascinación que también comparte el documentalista Ignacio Agüero cuando, en Sueños de hielo (1992), acompaña la travesía de un témpano, que había sido capturado en la Antártida para ser llevado al pabellón chileno de la Exposición Universal de Sevilla, pero acaba deconstruyendo, lúdica y poéticamente, el discurso nacional épico de Chile como país frio. 
Como en otras de sus películas, Guzmán apela a su propio imaginario infantil del mar y lo extrapola a la totalidad de los chilenos que, al mismo tiempo que admiran, temen al océano. Esta generalización es parte de otra operación, una “cartografía afectiva”, que sale a la búsqueda de otra “hidrarquía”: un modo distinto de comprender y habitar el mar. Antes de la conquista, el remoto sur de Chile estaba poblado por cinco grupos étnicos (los kawashkar, los selk'nam, los aonikenk, los chonos y los yámanas) cuyos modos de vida estaban íntimamente vinculados al mar.  El botón de nácar utiliza un impresionante archivo etnográfico de esas antiguas “civilizaciones del agua” que vivían en armonía con la naturaleza y el cosmos. Las fotografías de esos nómades marítimos, clanes organizados en torno a canoas y fogatas, son de una belleza casi sobrenatural y el relato en off confirma lo que ya imaginábamos: hacia fines del siglo XIX los misioneros y los colonos llegaron para eclipsar ese mundo. Replegados a la remota isla Dawson, los pueblos nativos fueron diezmados por enfermedades o exterminados por los “cazadores de indios”. Entre las imágenes del archivo, Guzmán encuentra a algunos de los veinte sobrevivientes de esos pueblos y los hace aparecer ante las cámaras, ya ancianos, como testimonio todavía vivo del exterminio de una cultura marítima que sabe fabricar canoas que las autoridades navales chilenas ya no les permite usar.
La cámara de Guzmán se detiene en esos sobrevivientes, volviendo a capturar su imagen, esta vez no como pinturas o fotografías, sino como “retratos vivos”. En algunos momentos de las entrevistas, por el modo en que se les hace repetir en lengua nativa lo que el director quiere que digan, se evidencia cierta actitud casi paternalista pero, en ocasiones, El botón de nácar establece un modo de vínculo afectivo con esa cultura que logra “tocar” al espectador de un modo iluminador. En una secuencia, Guzmán vuelve a acudir a la operación cartográfica cuando le pide a la artista visual Emma Malig que construya algo que él nunca había conseguido ver: la imagen entera de un país que, por su forma alargada, los mapas escolares solo pueden representar dividido en tres partes. Malig cubre casi toda la superficie de su estudio de un papel blanco y extrae de una caja, señalizada con la etiqueta de “frágil”, un rollo de cartón que despliega cuidadosamente sobre el suelo y que comienza a trabajar, resaltando relieves, con delicados trazos de pincel. Pero no se trata de acariciar un cuerpo sino de un mapa. Un Chile de cartón marrón que ahora, separado de la Argentina y relocalizado sobre un fondo blanco, se convierte en un archipiélago rodeado de un inmenso mar al que continuamente sus habitantes, Guzmán nos vuelve a recordar, le “dan la espalda”. La cámara comienza a recorrer lentamente los 4200 km de la costa hasta que en un punto, al paneo del mapa de cartón, se suma la narración en off de Gabriela, una sobreviviente que dice no sentirse chilena sino Kawesqar, y que relata en su lengua nativa la memoria de un viaje que había realizado de niña con su familia, en canoa, a lo largo de 600 millas entre las islas del sur de Chile. Un verdadero mapeo afectivo que exorciza la supuesta desconfianza del chileno actual respecto de la inmensidad del océano haciéndolo participe de un itinerario casi íntimo por su geografía.  
La historia de dos botones
 El nácar es una sustancia orgánica-inorgánica, elemento bio-mineral que también proviene del mar, pero el botón al que hace referencia el título del documental nos direcciona nuevamente a la cultura, a la historia marina colonial. Un botón de nácar fue la moneda con la cual el marino inglés Fitz Roy, capitán del Beagle –barco en el que viajó Darwin—, pagó por un adolescente yámana para llevárselo a Gran Bretaña, en 1830. Conocido como orundellico hasta su captura, el joven fue rebautizado Jemmy Button y luego de algunos años en Europa, en donde fue sometido a un “proceso de occidentalización”, fue devuelto a su tierra de origen hablando dos lenguas pero también ninguna.
La travesía de este joven es una primera narrativa de desaparición de una cultura representada en el significante botón como signo del intercambio, del robo del nombre y de la pérdida de la identidad. Su misma historia, popularizada en la novela Jemmy Button (1950) de Benjamin Subercaseaux, se volverá en el campo artístico chileno, un significante del exilio. A principios de la década del ochenta, el artista conceptual Eugenio Dittborn empleó en alguna de sus famosas Pinturas Aeropostales (una serie de obras, entre pinturas y fotografías sobre papel, que eran plegadas, guardadas en sobres y enviadas por correos a diferentes países), la imagen impresa de Jemmy que provenía de un dibujo realizado por el mismo capitán Fitz-Roy y al que Dittborn agregó la leyenda “Exiliado fueguino Jemmy Button”. En plena dictadura, Dittborn inventa un nuevo Jemmy al rodear el retrato del fueguino de otros rostros de desconocidos, apropiándose de lo que era un fragmento anecdótico del diario de Darwin y relocalizándolo en el centro de una nueva narrativa fragmentaria de supresión y resistencia, parte de una obra postal que viajaba en el espacio pero también en el tiempo, produciendo un movimiento de extrañamiento que construye comunidades con el pasado al recuperar y reinventar rostros, casi fantasmas que prefiguran y dominan el presente.
El botón de nácar vuelve también a la figura de Jemmy Button y la somete a una operación de hibridación temporal. La reproducción de la figura del indígena vistiendo una levita inglesa es un primer índice del enterramiento de su identidad y de la destrucción de la diferencia que la película vinculará a acontecimientos históricos posteriores. La misma pluma que retrataba a esos indígenas, dice la voz en off de Guzmán, dibujó también mapas que abrieron el camino a los colonos. El gesto de despojo del idioma, las costumbres y el nombre se concatena a abusos y violencias posteriores, que provocaron el genocidio silencioso de los pueblos originarios del extremo sur chileno. Pero el hilo del relato establece otro salto en el tiempo cuando la investigación antropológica se funde en la historia reciente y el narrador nos dice que la isla Dawson, donde habían sido recluidos los aborígenes, fue también un campo de concentración para los ministros de Allende y otros chilenos de Punta Arenas que, luego del golpe fueron víctimas de la tortura, la muerte, la desaparición o el exilio.
Un punto de inflexión en El botón de nácar sucede cuando Guzmán afirma que durante la dictadura de Pinochet entre 1.200 y 1.400 personas fueron lanzadas al océano desde helicópteros, entre ellas Marta Ugarte, cuyo cuerpo la corriente de Humboldt devolvió a la costa. “Fue cuando los chilenos comenzaron a sospechar que el mar era un cementerio”, cuenta Guzmán. En su reconstrucción gráfica del modo en se lanzaban a los disidentes al mar, el cineasta muestra cómo ataban los cadáveres a un riel de hierro para hundir los cuerpos de los detenidos desaparecidos en las profundidades del mar. Cuatro décadas más tarde, un buzo chileno buscó a esas víctimas y encontró rieles y, adosado a uno de ellos, un botón, muda y conmovedora prueba del delito y único resto de una víctima anónima.
Apelando a un discurso que tiene más de poético que de científico, Guzmán sostiene que “el agua tiene memoria” y que ésta contiene ausencias y presencias, flotantes o dormidas en las profundidades, esperando ser descubiertas  o que afloran  y brindan testimonio de lo que se pretendió ocultar. El agua, y las criaturas que viven allí, “grabaron sus mensajes”: las oxidadas estructuras ferroviarias, incrustadas en el fondo del océano, estaban destinadas a ser anclas para ahogar una verdad que salió a flote en un fragmento de nácar. En El botón de nácar, ese botón exhibido ahora en el museo de Villa Grimaldi cuenta, junto al botón que había utilizado Fitz-Roy para comprar y exiliar al indígena de su propia tierra, “una misma historia de exterminio”.
Cartografías afectivas 
El agua como elemento universal de la vida, fluyendo en la Patagonia como núcleo de la cultura de las tribus indígenas locales, sedimentando una costa a la que la geografía y la historia chilena parecen dar la espalda, el mar como cementerio de desaparecidos. En el film de Guzmán, el agua cubre un arco histórico y espacial enorme por medio de un relato que busca vincular, desde una matriz afectiva, el exterminio de los pueblos originarios del sur del país, que vivían en armonía con el océano, con la versión trasandina de “los vuelos de la muerte”, mostrando los terribles usos del mar que hizo la dictadura pinochetista. La película entrelaza también varios imaginarios geográficos, reescribiendo constantemente los mapas personales de la infancia a partir de aquellos forjados por una experiencia política posterior, superponiendo cartografías de distintas culturas en el mapeo fílmico de un ambiente vivido y en el recurso a una performance cartográfica que sutilmente vincula las dimensiones afectivas y espaciales recuperando un itinerario íntimo por la geografía de una zona remota del país.  
En un análisis de crítica literaria, el americano Jonathan Flatley planteaba que diversas obras o prácticas estéticas pueden pensarse en términos de una “cartografía afectiva” no solamente porque representan espacios concretos, sino porque redireccionan el afecto del lector/espectador al mundo histórico y a la vida afectiva de otros que habitan o habitaron esos mismos paisajes. Desde una impronta benjaminiana, Flatley propone una lectura histórica que apuesta a un anacronismo en donde los afectos nunca se experimentan por primera vez, sino que suponen un archivo de sus objetos previos. Es la propia obra la que abre un espacio para el encuentro de esos objetos y afectos y, en este sentido, la lectura histórica afectiva se moviliza en un recorrido espacial pero también temporal que rechaza la linealidad del historicismo y propone pensar los modos en que el pasado deja una impresión en el presente.
El botón de nácar convoca y moviliza afectos situados dentro de un archivo de objetos previos. La valencia afectiva del agua y de un botón cambia en el proceso de rearticulación y recontextualizacion que propone la película de Guzmán. Sin embargo, la metafórica comparación entre distintos sucesos de la historia chilena ligadas a la relación del país, y de sus habitantes, con el mar, no logra aprovechar todo el potencial del anacronismo para volver a conectarnos afectivamente con el pasado. Si en Nostalgia de la luz, la sincronía entre historia, geografía y universo físico se reforzaba a partir de una circulación de afectos que se retroalimentaba en las historias particulares de cada uno de los entrevistados, en El botón de nácar, el hilo del relato y sus modulaciones afectivas emanan de un único centro: la voz pausada y excesivamente didáctica de Guzmán que en ocasiones apela a “figuras de autoridad”, como el poeta Raúl Zurita y el historiador social Gabriel Salazar, para reforzar lo ya dicho. El documental propone una cartografía afectiva, sí, pero se trata de un mapa afectivo que se cierra, se vuelve fijo y estable.
¿El agua tendrá memoria de los exterminios? ¿Las almas de los indígenas y de los desaparecidos encontraran agua y paz en el espacio? Aún en su lirismo forzado, Guzmán articula una “cartografía afectiva” no tanto porque hace del agua –y de dos botones de nácar— huellas del pasado, sino porque encuentra en el imaginario acuático de los indígenas una potencia. Las fotos del archivo de principios del siglo muestran los cuerpos de los selk'nam pintados con símbolos enigmáticos, quizás gotas de agua o constelaciones. Intuimos que el agua, por sus movimientos, recibe un impulso del espacio que se transmite a las criaturas vivientes. Al igual que los astrónomos, las tribus patagónicas hacían de la relación entre el cosmos y el agua una instancia inseparable de la vida pero su mitología decía también que sus antepasados muertos se habían convertido en estrellas. Al imaginar “pueblos de agua” en el cosmos, El botón de nácar recupera, o inventa, un deseo quizás pretérito: la utopía de una hidrarquía cósmica. 

El botón de nácar de Patricio Guzmán
Jueves 16 - 19:50 h. Village Recoleta
Viernes 17 - 14:20 h. Village Recoleta
Lunes 20 - 16:30 h. ArteMultiplex Belgrano

*Irene Depetris Chauvin, investigadora


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