Tiempo transfigurado en la última era
Ideas contra las regiones en el arte. “Today We Reboot the Planet”, el gran proyecto de Villar Rojas para la londinense Serpentine Sackler Gallery, en el centro de una cadena inesperada de parentescos.
POR GRACIELA SPERANZA
Seguramente había visto ya “Tiempo atravesado” en alguna de las muchas reproducciones que han convertido a Magritte en abanderado involuntario de la pérdida del aura, pero diría que vi la obra por primera vez en 2013, en la retrospectiva del Museo de Arte Moderno de Nueva York, “The Mistery of the Ordinary” (El misterio de lo común). Entre las más de ochenta obras, la imagen salió de la escena y vino a punzarme como el punctum de la muestra, con su doble estocada, como siempre en Magritte, de imagen y palabra. “Tiempo atravesado” (traducción infiel del original en francés La durée poignardée , y por lo tanto, más bien, La duración apuñalada ) vino a recordarme que todo el arte es contemporáneo y que el pasado fue un presente que anticipó un futuro, el futuro pasado que Reinhart Koselleck iluminó en la historia y en el arte. Porque si Magritte pintó La durée poignardée para que el coleccionista Edward James la ubicara en el rellano de la escalera de su mansión londinense y “apuñalara” a sus invitados antes de subir al salón de baile, hoy la obra nos alcanza de otro modo. El encuentro fortuito de un reloj y una locomotora en la chimenea de un salón burgués es sin duda surreal, pero los círculos de idénticas dimensiones que los hermanan formalmente invitan a leer otros encuentros: juntos avanzan en la conquista mancomunada del espacio y la hora universal, emblema de la fe moderna en el progreso vertebrado por la técnica. A principios del siglo XXI, sin embargo, el reloj y la locomotora se alinean en una hipótesis más sombría. En febrero de 2000, el químico holandés Paul Crutzen sugirió que tal vez ya no vivamos en la era geológica que vio nacer a la cultura humana, el Holoceno, sino en una nueva era, el Antropoceno, en la que la humanidad se ha convertido en una fuerza geológica que rivaliza en potencia con las fuerzas naturales, con un poder de devastación que equivale o supera al de los terremotos, los volcanes o la tectónica de placas. El Antropoceno habría comenzado con la invención de la máquina de vapor miniaturizada en la locomotora de Magritte, aunada ahora con el reloj de un modo más ominoso: puede que el hombre no sobreviva al Antropoceno, que el reloj y la locomotora se hayan congelado precisamente en el punto de no retorno, y que la duración apuñalada sea la del hombre como artífice de su propio futuro.
Pero ¿de eso habla La duración apuñalada ? ¿O es apenas el encuentro fortuito de un reloj y una locomotora, como el del hombre de bombín y la manzana verde, el vaso de agua y el paraguas? Es probable que la obra de Magritte no hubiese venido a punzarme, si poco antes no hubiese visto la instalación del sudafricano William Kentridge, “La negación del tiempo”, que niega el tiempo del meridiano de Greenwich, impuesto a las colonias con metrónomos descarriados, marchas y contramarchas; o desandado el derrotero de una peluca hasta llegar a la Gran Mancha de Basura del Atlántico, según aparece en un cuento del argentino Patricio Pron, que invierte la flecha del tiempo para narrar las miserias encadenadas del mundo globalizado; o si no hubiese leído 14 , la novela del francés Jean Echenoz que transfigura los cuatro años penosos de la Gran Guerra con literal lujo de detalles en sólo noventa y ocho páginas; o calibrado los alcances de la colonización del tiempo en la cultura contemporánea en el manifiesto urgente de Jonathan Crary, 24/7 .
El capitalismo tardío y el fin del sueño , que advierte que son muy pocos ya los intervalos de la existencia humana, a excepción del sueño, que no han sido arrebatados como tiempo laboral o de consumo, tiempo mercantilizado.
Sin embargo, La duración apuñalada venía a punzarme sobre todo por contraposición a una obra de un joven artista argentino que había visto poco antes en Londres, Today We Reboot the Planet , transfiguración monumental del futuro que el espejo opaco de Magritte había velado. La instalación con que Adrián Villar Rojas inauguró la Serpentine Sackler Gallery en los Jardines de Kensington, en 2013, se sumaba a su serie de “ruinas instantáneas” e invitaba desde el título a “reiniciar” la historia del planeta. Con un equipo de diez artesanos y artistas, rodeó el corazón del edificio con un cerco surreal presidido por una elefanta que lo embiste de espaldas a la entrada de la galería, transformó una de las salas en arca de Noé de la cultura del siglo XXI y cubrió el piso completo con 45 mil ladrillos rojizos que traqueteaban al paso de los visitantes. Como en sus obras anteriores, todo estaba hecho de arcilla cruda y cemento, una materia vibrátil que resquebraja las piezas a poco de que cobren forma y riza el tiempo del “hoy” en un presente que se expande en direcciones opuestas. La imaginación figuraba un futuro lejano, con restos de una cultura en la que reconocemos rastros enmarañados de la nuestra –un Miguel Angel, un Kurt Cobain fosilizado, un iPod, una tableta, unas zapatillas–, pero las piezas craqueladas ya eran ruinas de un pasado remoto. En las naves húmedas de la antigua fortaleza militar, el loop temporal se volvía todavía más complejo, enlazando la historia imperial británica con La ladrillera, una granja-fábrica de ladrillos de las afueras de Rosario, donde el equipo de Villar Rojas había investigado nuevos diálogos con el mundo natural y la producción artesanal suburbana. Los restos fosilizados del arte y la cultura miraban hacia atrás y extrañaban el presente, pero en la misma arcilla o el adobe que les daba forma germinaba la vida futura. Inmoderadamente matérica en tiempos de “conceptualismos sensibles”, figurativa frente al auge del marketing latinoamericanista de la abstracción geométrica, resistente a la gula de los coleccionistas, la obra de Villar Rojas encontraba una respuesta personal a la pregunta por el arte del presente, rabiosamente contemporánea en su remolino intempestivo de espacios y tiempos.
De ahí que en algún momento la obra de Magritte y la de Villar Rojas compusieran un díptico elocuente de imágenes surreales y fuerzas encontradas. Si en 1938 el reloj y la locomotora de Magritte salían a punzar al espectador con su flecha del tiempo todavía arrojada al futuro promisorio de la técnica, casi un siglo más tarde, en la misma ciudad, la elefanta monumental del rosarino pujaba en la dirección contraria, embistiendo un bastión militar británico en una ficción prospectiva, respuesta póstuma de la naturaleza exótica a los afanes imperiales de conquista. Técnica y naturaleza, humano y post-humano, hybris y melancolía póstuma, hora universal y tiempo fuera de sincro, colisionan francamente en el montaje. En el intervalo, apresado entre futuros pasados de signos opuestos (“las profecías de la historia del arte”, de las que hablaba Aby Warburg), anida el presente, en el que Villar Rojas componía los restos para “reiniciar” el planeta.
¿Pero qué significa “reiniciar” el planeta? “To reboot” un sistema operativo supone reinicializar los controladores del hardware después de un error, para recomenzar el proceso sin los efectos del fallo y sin perder por eso la memoria operativa del sistema. En el mundo del cómic y la ciencia ficción, alude al recomienzo de una serie narrativa (el ejemplo paradigmático es el nuevo ciclo de Batman de Christopher Nolan), que descarta la continuidad de una versión anterior fallida, sin independizarse por completo de su genealogía ficcional. La metáfora florece en la imaginación de Villar Rojas: en el “aquí y ahora” de una instalación, la obra invita al espectador a recorrer el futuro fosilizado del Antropoceno, en el que el ciclo de la vida natural se reinicia, después de los errores fatales de nuestro tiempo. La arcilla cruda crea figuras que se añejan al instante –gran descubrimiento formal del rosarino–, enloquecen la flecha del tiempo y ofrecen un teatro verosímil del futuro. En la cuna misma de la revolución industrial, muy cerca de los memoriales con camellos y elefantes que celebran las glorias del imperio en los Jardines de Kensington, Villar Rojas reiniciaba el planeta con un anti-monumento efímero, después de recalibrar los poderes de la arcilla y el adobe en una ladrillera primitiva de los suburbios de una ciudad periférica de la periferia. La vuelta desembozada a la materia era también una respuesta a las promesas incumplidas de la cibercultura, que hacia mediados de los años 90 alentó la esperanza de un pluralismo multicentrado congregado en la esfera pública electrónica, y que sin embargo sólo ha contribuido a desmaterializar el contacto con el mundo, descorporizar los lazos sociales, multiplicar el control y, sobre todo, inscribir la vida humana en un tiempo sin tiempo, de funcionamiento continuo las 24 horas los siete días de la semana. Con todas sus reminiscencias pompeyanas, Today We Reboot The Planet quiere recomponer el mundo –he ahí su gesto cosmopolítico–, como si suscribiera el “manifiesto composicionista” de Bruno Latour, que encuentra en la composición una alternativa a la crítica utópica del pensamiento moderno y a los pastiches festivos del posmoderno.
Pero el díptico azaroso con la obra de Magritte invita a otros recomienzos. Con la misma audacia con que la instalación de Villar Rojas transfigura la historia del planeta, podríamos relanzar la historia del arte contemporáneo, tras los fallos evidentes que viciaron el relato de la modernidad y las vanguardias, compuesto según la hora universal del meridiano de Greenwich. No es que no lo hayamos intentado invirtiendo el mapa, desandando los caminos de dirección única de los centros a la periferia, postulando modernidades alternativas, atlas de fronteras flexibles y otras acrobacias discursivas que en términos territoriales nos dejaron fatalmente casi en el mismo lugar, a no ser por una módica presencia en el check list mundializado de festivales literarios, bienales y colecciones, dádiva del multiculturalismo convertido en lógica cultural del capitalismo globalizado. Podríamos, por lo tanto, componer un nuevo relato en el que, como en el “reinicio” de Villar Rojas, la transfiguración del tiempo sea central. No se trata de un voluntarismo metodológico. El tiempo está en el centro de las discusiones sobre lo contemporáneo que ocupan a la crítica, en las reflexiones más estimulantes sobre la historia del arte que celebran la “soberanía de lo anacrónico” y en los debates sobre la “Gran Aceleración” de los cambios planetarios que ocupan a científicos, pensadores sociales y filósofos hoy. Y sobre todo, en la experiencia de la abrumadora colonización de la vida cotidiana en la era digital, que nos alcanza a todos y se transfigura también en el arte latinoamericano. Pero un relato del tiempo topológico del arte supone una expansión análoga de las fronteras políticas y culturales, capaz de liberarnos de la división anacrónica del trabajo que limita a los latinoamericanos a componer historias locales o continentales de la literatura o el arte, reapropiadas como insumos del relato global que luego componen otros, o instrumentadas para conservar o ganar el lugar del especialista regional. El desafío no es nuevo pero cabe relanzarlo con vistas a una mundialización de los relatos escritos al sesgo desde Latinoamérica. “Debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo”, dijo Borges en los 50. “Podemos manejar todos los temas europeos”, dijo también, “manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas.” Es lo que están haciendo muchos artistas y escritores, que reconfiguran el mundo a su manera y amplían, sin perder su singularidad, el horizonte de lo diverso. Nuestros relatos críticos deberían incluirlos sin supersticiones, sin más distinciones que las que imponen sus propias obras en el relato más amplio del arte del presente. Cabe a la crítica componer el relato del arte que transfigura su tiempo y lo desvela, alumbrarlo en medio de la hojarasca.
G. Speranza es ensayista, autora de “Atlas portátil de América Latina”, Anagrama. Este fragmento integra su próximo libro.
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