Vida congelada al momento de la extinción
Adrián Villar Rojas. Una mirada al singular camino del joven artista rosarino, que hoy tiene la máxima consagración mundial y que acaba de abrir la Bienal de Sharjah, Emiratos Arabes.
POR ANA MARIA BATTISTOZZI
Qué del mundo y de esto que llamamos civilización quedará una vez que todo se haya extinguido? Las intervenciones más recientes del rosarino Adrián Villar Rojas son impulsadas por este interrogante que se va revelando tanto en la materia como en las formas que encuentra.
Hay un vértigo poco habitual en la velocidad con que ha dado sus pasos de artista y en cómo ha encontrado una consagración global apabullante. El sábado pasado presentó “Planetarium” en la Bienal de Sharjah, Emiratos Arabes, que con el lema “ The past, the present, the possible ” y curaduría de Eungie Joo, estará abierta hasta el 5 de junio... Y ayer mismo uno de sus productores estaba viajando a Estocolmo, para su próxima exposición, Fantasma , en el Moderna Museet. La siguiente escala será Nueva York para exponer en la galería Marian Goodman a mediados de año.
En octubre de 2014 un extraño objeto escultórico suyo estrenó una de las terrazas vidriadas del edificio que diseñó Frank Gehry para la Fundación Louis Vuitton en París. “Where the Slaves Live” ( Donde viven los esclavos , fue uno de los pocos proyectos –junto a una instalación de Olafur Eliasson y otra de Oliver Beer– encargados por la Fundación para la apertura del espacio de arte con vista al Bois de Boulogne. La obra, presentada como una cisterna, tiene en verdad apariencia de gran emparedado –pocas veces la palabra refleja tan precisamente su sentido– que superpone capas de diversos materiales y objetos: cemento, piedras, ladrillos, plantas, calabazas, trozos de tela, sogas. Todo un entrevero que aprisiona objetos para dar cuenta de una civlización en el futuro.
Meses antes había realizado un proyecto de espíritu similar para uno de los últimos tramos del High Line, el parque longitudinal elevado sobre las antiguas vías de ferrocarril del Meatpacking District, en el bajo Manhattan. Allí desperdigó trece cubos de doce toneladas cada uno con superficies agrietadas que muestran una raída mezcla de objetos, cemento, arcilla, piedras y ladrillos. “No podría haber imaginado un paisaje mejor para contrastar dos situaciones”, dijo Villar Rojas en relación con el emplazamiento de sus rústicas piezas y su singular entorno, uno de los sitios de arquitectura transparente más innovadores de Nueva York.
Desde que ganó el certamen Curriculum Cero, que le permitió en 2004 realizar su primera individual en la Galería Ruth Benzacar, hasta hoy, la obra de Adrián Villar Rojas (35) creció en escala, intensidad y reconocimiento internacional. La irrupción en el espacio, que la define de modo esencial, se manifiesta diferente en cada caso. Así, en la intervención en el paisaje El momento más hermoso de la guerra no sabe distinguir el amor de cualquier sentimiento , que presentó en la Bienal de Cuenca de 2009, una joven se desplomaba sobre un dinosaurio. Esa aparición aún sugería algo de relato fantástico, radicalmente distinto de lo que planteó en Mi familia muerta , la ballena que emplazó en dos paisajes distintos. Primero en el Bosque Yatana de Ushuaia, durante la Bienal del Fin del Mundo de 2009, y luego en la base de una montaña en San Juan. Allí deslizaba la preocupación por la muerte y la pérdida, constantes que hilvanan gran parte de sus trabajos.
A Villar Rojas le interesan en especial los encuentros de realidades distantes; los promueve. En esa dirección apuntan otras estrategias concebidas para dislocar las dimensiones de tiempo y espacio. Y así como hace convivir materiales de desecho con frutos, plantas y piedras, también introduce elementos narrativos de distintas fuentes; climas o personajes que extrae del cómic, del cine, de cierta literatura fantástica, del teatro y también de la música grunge . Algunos rasgos de la cultura del cómic ya estaban presentes en la primera muestra, Incendio que hizo en Ruth Benzacar en 2004 pero con el correr del tiempo se tornaron más complejos y diversos.
Cuando en mayo de 2007 su proyecto Pedazos de las personas que amamos fue seleccionado en el Premio Petrobrás-ArteBA, Villar Rojas y su equipo nómade diseminaron un sinfín de pequeños universos sobre una mesa de seis metros por cuatro. Semejante proliferación tal vez haya parecido al jurado un exceso carente de unidad. Lo cierto es que fue desestimado para el primer premio. Pero la fascinación que produjo esa coexistencia inabarcable de tiempos y espacios bastó para que la gente volviera una y otra vez a retomar el hilo de un encuentro que quedaba inconcluso. A propósito de aquella mesa de innumerables detalles –donde coexistían escenas del presente, el pasado y el futuro–, el artista confesó que su intención había sido colocarse en la posición de Dios. Como un ser que puede contemplar de manera simultánea un acontecer múltiple sin orden aparente. Así, era posible homologar la importancia de las lombrices recién nacidas o la aparición de un planeta. Un particular desdén por el derrotero secuencial de la historia se deslizaba en esa obra, que articulaba todo en una compleja sincronía. Personajes y objetos asociados a épocas o acontecimientos lejanos entre sí suelen encontrar un territorio común en Villar Rojas. “Después de esa mesa probablemente no se me vaya a ocurrir ninguna idea nueva. Lo único que se me ocurre es fragmentarla. Todo lo que estoy haciendo ahora es para que se entienda mejor ese trabajo”, me confesó él, algo apresurado, mientras caminaba entre escombros durante el montaje de su segunda muestra de Benzacar, “Lo que el fuego me dejó”, de 2008.
En aquella instalación el artista tomó el subsuelo y lo transformó en algo así como un búnker arrasado. Tan cercanos como estábamos entonces de las imágenes que produjo la guerra en Irak, acaso como hoy lo estamos de los estragos de ISIS, ese subsuelo, mezcla de terraza de barrio con tanque de agua y reserva de museo bombardeada, contenía las formas y los afectos que él intentaba retener pero de algún modo traducían algo más que ese deseo personal. A fin de cuentas quizá el apocalipsis no esté del todo lejano. Esa mera suposición lo llevó a encerrarse en su taller a modelar rostros y formas queridas en arcilla. “Hago monumentos porque no estoy listo para perder nada”, se dijo con urgencia. Así fue acumulando en una suerte de museo antipérdida el busto de su abuelo, las figuras yacentes de sus padres, nidos, pajaritos y peces muertos, plantas, el David de Miguel Angel, la figura de Kurt Cobain.
En “El asesino de tu herencia”, la instalación que presentó en 2011 para el envío argentino a la Bienal de Venecia, recreó los restos de una ciudad perdida a partir de once esculturas de arcilla, combinando un imaginario de ciencia ficción y de animación japonesa. Entonces trabajó con un equipo de diez personas en una especie de laboratorio provisorio. Ese esquema es una constante de su producción, que lo acompaña de un lado a otro. De otro modo no podría responder a las dimensiones ni a la frecuencia de demandas que ha alcanzado. La elección de los materiales, por otra parte, es un aspecto clave, particularmente la arcilla, que vuelve a su obra sobre los orígenes más remotos de las culturas y le otorga a sus escenas un tono de ruina que contribuye a congelar la vida en el instante de una catástrofe. De allí que tantas veces se haya vinculado sus escenas a las de Pompeya. En ese instante conviven objetos cotidianos, objetos sagrados, grandes obras de la humanidad, animales pequeños y grandes. Una niña que abraza a su perro, una ballena con vidrios incrustados, una imagen de Jesús atravesada por una rama, un elefante enloquecido, unos gatitos que juegan entre las piernas del David de Miguel Angel y una misma preocupación: ¿cómo serán entendidos los residuos de la cultura humana?
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