jueves, 22 de enero de 2015

El Unimog de Felix


Unimog


El cuento por su autor
 Por Félix Bruzzone
“Unimog” nace en la época en que empezaba con mi trabajo de limpiar piletas, hace diez años. Por ese tiempo usaba, para moverme, un 147 que ya venía pidiendo retiro, y necesitaba otra cosa. Lo ideal hubiera sido una camioneta. Pero mucho dinero no había y entonces empecé a ver alternativas. Me dijeron que averiguara por coches fúnebres, por ejemplo, que suelen ser autos que cuando las funerarias se desprenden de ellos salen a la venta muy baratos porque es imposible sacarles el olor a muerto. La idea me gustaba. El piletero que llega a tu casa en coche fúnebre podía ser una sensación. Pero así y todo, el dinero no alcanzaba. Una noche, mientras recordaba el episodio de mi papá y sus amigos del ERP “recuperando” armas del Batallón 141 de Comunicaciones, en Córdoba, y usando un Unimog para huir, se me ocurrió que esos camiones no podían ser tan caros. No sé por qué lo pensé, cuando sabía que los camiones siempre son carísimos. Pero así fue: era como pensar que el pasado no tenía precio, y que podía comprarse por nada. ¿Se venderían Unimogs? Al día siguiente busqué en Internet. Para mí eran los tiempos del dial-up, y las imágenes bajaban muy despacio. Los distintos Unimogs en venta caían como estampitas de colección y yo, que nunca coleccioné estampitas, ni tuve colección alguna jamás, sentía que de golpe los quería a todos, como si tenerlos fuera también “recuperar” algo perdido. Obviamente eran imposibles de pagar, y mucho más incómodos para mi trabajo que los coches fúnebres. Aun así, pasé casi toda la mañana comparando modelos, precios y tratando de imaginar, en virtud de cómo los habían pintado, o ploteado, o modificado (porque descubrí que a los Unimogs no sólo los usa el ejército, sino también clubes de esquí, parques nacionales, agencias de turismo...), la historia de cada uno de esos camiones. Al final todo eso se convirtió en un cuento, y para tener mi propio Unimog, al cuento le puse ese título, “Unimog”. En cuanto a lo que conseguí para trabajar, tuve que consolarme con una moto furgón de tres ruedas. Una Muravey, de fabricación rusa, muy tosca, muy fuerte y pintada de rojo. Era una moto que nunca se rompía pero que en mis manos se fue convirtiendo en chatarra. El año pasado se la di a mi mecánico a cuenta de trabajos que me vaya a hacer. Ya no funcionaba. Para llevársela tuvo que cargarla en el camión grúa de un amigo. Sé que la convirtió en un karting, y que lo usa para entrenar a su nieto, que quiere ser corredor.





VERANO12 › POR FELIX BRUZZONE

Unimog



Cuando Mota recibió los bonos que el gobierno le dio por la desaparición de su padre decidió venderlos e invertir el dinero en la compra de un camión. Desde hacía tiempo pensaba ampliar el negocio de reparto de productos de limpieza y suponía que con un vehículo más grande que su vieja F-100 sería posible cargar de a dos o de a tres cisternas llenas, extender los recorridos y así ganar clientes en zonas alejadas.
Vicky le dijo:
–No deberías gastar todo en un camión. ¿No íbamos a terminar de construir la casa?
Es cierto, pensó él. Pero también pensó que el camión generaría una nueva fuente de ingresos y no prestó atención a las palabras de su esposa. Además, pensó que para las mujeres –o al menos para las mujeres como Vicky, siempre pendientes de los mínimos detalles–, una casa nunca llega a estar terminada.
Así, una mañana extraña en la que las nubes cubrían el sol, lo descubrían, oscurecían el cielo, arrojaban algo de agua y luego continuaban su marcha, Mota salió a averiguar dónde conseguir camiones buenos y baratos. Le hablaron de algunas concesionarias en la Ruta 8, en la 197, en la 202 camino a Bancalari, en el Acceso Oeste; pero sólo en un galpón de Ramos Mejía encontró algo acorde a lo que buscaba. Allí, un tal Saba administraba una agencia. Varios camiones casi nuevos y otros no tan viejos se alineaban en hileras desiguales. ¿Cómo habían podido meter tantos camiones ahí adentro? Saba guió a Mota entre el apiñado lote y le mostró cada camión. Daba algunas explicaciones: éste es una nave, vuela; éste no gasta nada, una escupida de gasoil y llegás a Brasil; éste no se rompe ni aunque lo tires montaña abajo; éste, en cambio, es un poco más liviano, pero igual anda una barbaridad, hasta podés hacer jetski, ja. En tanto, Saba le daba a cada camión unos golpes con la palma de la mano o con los nudillos, lo que al parecer demostraba la resistencia de cada vehículo. O quizá a Saba le gustaba sentir el metal en la mano, el ruido del metal de todos esos camiones que tenía que vender.
Pero Mota no quería gastar tanto, y cuando el vendedor notó que su cliente empezaba a desilusionarse lo hizo pasar a un pequeño depósito que se ubicaba un poco más atrás. Un desarmadero, pensó Mota mientras sorteaba pedazos de cigüeñal y restos de viejas carrocerías. Entonces Saba abrió un portón y señaló hacia adentro:
–Este no se lo muestro a nadie, eh –dijo–, y está a muy buen precio.
Mota se sintió paralizado por un momento. Después dijo:
–Un... un Unimog...
–Sí, éstos los arreglás con un destornillador y una pico de loro, ¿por qué te pensás que los usa el ejército? Y son irrompibles: éste estuvo en la guerra, sí, fue a Malvinas y volvió así como lo ves, una joya.
Mota miró el camión con detenimiento. Luego entró en la cabina, se subió a la parte de atrás, se tiró abajo. Mientras tanto, Saba decía:
–Acá adentro se salvaron todos, es un camión encantado. Las bombas caían cerca pero no le hacían nada. Sólo le quedó esto, ¿ves?, este agujero de acá que debe ser de alguna bala, la única que lo tocó.
El vendedor hablaba y Mota pensaba en su padre, quien cuando era conscripto –y miembro de Los Decididos de Córdoba, un grupo del ERP– había participado en la toma del Comando 141 de Comunicaciones del Ejército. En esa ocasión él y algunos otros habían robado varias ametralladoras, un cañón antiaéreo, municiones y algunos fusiles; y un Unimog, que fue lo que usaron para cargar las cosas y huir.
Mota preguntó:
–¿Y antes de Malvinas? ¿Sabe algo más de este camión?
Saba levantó los hombros.
–Una joya –repitió.
Y todavía no empezaba a hablar de otras características del Unimog cuando Mota dijo:
–Creo que voy a comprar éste.
***
Vicky, desde un principio, miró el Unimog con recelo. Pero es cierto que durante el primer mes el camión funcionó muy bien. Mota, como Saba lo había anticipado, arreglaba los pequeños desperfectos o desajustes con algunas pocas herramientas. El reparto, en efecto, empezaba a crecer. Sólo en el segundo mes empezaron los verdaderos problemas. Primero el motor se recalentó y hubo que rectificar la tapa de cilindros, limpiar el radiador y cambiar todas las mangueras. Después se quebró un amortiguador y hubo que reemplazarlo junto a buena parte del tren delantero. Y más: problemas con el cardan, la transmisión y otra vez el radiador, que por suerte Mota cambió antes de que el motor volviera a recalentarse. Además, durante todos esos arreglos que parecían no tener fin, uno de los mecánicos le dijo que la bomba inyectora no iba a aguantar demasiado.
–El corazón del motor –dijo el hombre–, el corazón de este motor empieza a pedir ayuda.
A partir de ahí Mota empezó a sentir que, por más reparaciones que se hicieran, el camión siempre volvería a fallar, como si el encantamiento del que había hablado Saba, el que había salvado al Unimog de las bombas, se hubiera convertido en un feroz maleficio capaz de echarlo todo a perder: como si el Unimog, después de su aventura en Malvinas, pidiera descansar para siempre.
Mota pensó en todo esto durante varios días. Cuando Vicky mencionaba el tema él intentaba no escucharla y ella, que se daba cuenta, dejó que el asunto empezara a consumirlo. Ya va a pedirme consejos, se decía, y esperaba en silencio que él al fin se decidiese a darle la razón.
Por ese tiempo Mota volvió a relacionar al camión con su padre. En definitiva, todo lo que había averiguado sobre la desaparición lo llevaba, de una u otra manera, a la ciudad de Córdoba. Le habían hablado del ERP, de Los Decididos de Córdoba, de la toma del Comando, de la clandestinidad, del cruce de calles donde se lo habían llevado. En la adolescencia, cuando empezó a investigar todo aquello, Mota había encontrado con quién hablar y con quién no hablar. Había conocido a gente amable, a nostálgicos, a fabuladores; y si bien muchos le habían sugerido que viajara a Córdoba, que conociera dónde había estado su padre, que exigiera que le dejaran ver los supuestos lugares en los que lo habían tenido secuestrado, él nunca lo había hecho y siempre se prometía hacerlo alguna vez. Incluso Vicky, ajena a toda esa historia, esperaba que él cerrase esa parte de sus averiguaciones, que viera lo que tenía que ver, que borrara lo que había que borrar.
Una noche, Mota dijo:
–Voy a ir a Córdoba con el camión.
Vicky no dijo nada.
Después, él intentó explicar que su padre había manejado un Unimog y que el Unimog que él había comprado era, en cierto sentido, el que había manejado su padre. Dijo que había que abrir la puerta a los demonios del camión y dijo que viajar a Córdoba, recorrer las calles que con seguridad había recorrido su padre al volante de un camión como ése, ayudaría.
Vicky, sin comprender, lo abrazó.
–Yo pienso en la casa –dijo–, ¿qué va a pasar con la casa?
Mota la apartó y prometió que a su regreso todo iba a ser como ella quería.
–Siempre decís lo mismo –dijo Vicky.
–Vos también decís siempre lo mismo.
Esa noche, en la cama, encendieron la TV pero no la miraron. O la miraron, pero mientras en la pantalla se repasaban las últimas gracias de un cómico recién fallecido, Vicky pensaba en la casa y Mota pensaba en el camión. La casa encantada y el camión maldito, o al revés. El camión y la casa. Y es seguro que, de haber hablado, no se hubieran puesto de acuerdo en cuál de las dos cosas era más importante.
***
Mota viajó durante casi toda la noche, hasta que paró a cargar gasoil en una estación de servicio, donde además se sentó a tomar un café.
–¿El Unimog es suyo? –le preguntó un hombre de campera verde y tan gordo que apenas pasaba entre las mesas del local.
–Ahora lo muevo –dijo Mota, algo molesto porque todavía no terminaba el café.
El hombre extendió uno de sus grandes brazos:
–No, no es para que lo mueva: es que yo manejé uno de ésos, yo...
–¿Usted es militar?
–Ya no –dijo el gordo–, después de Malvinas ya no –y mostró una mano a la que le faltaban dos dedos–. Me dieron una medalla, sí. Esos camiones son una locura, ¿no es cierto?
Mota asintió y el hombre, sin más, se sentó a la mesa y empezó a contar anécdotas con Unimogs. No se cansaba de decir que esos camiones eran una locura, un milagro de la ingeniería, decía, indestructibles. También dijo que no eran camiones fáciles, que tenían sus secretos. En un momento dijo:
–Mi Unimog estuvo en Malvinas.
–¿Cómo sabe?
–Me contó el que me lo vendió, me contó que...
–Lo veo difícil –dijo el gordo–, pero si le dijeron... Igual, todo lo que fue a Malvinas se quedó allá, de esas islas no volvió nadie. Míreme a mí, manejo camiones, ¿usted vio el camión que manejo? Mejor no lo vea, un cachivache.
El gordo siguió hablando y Mota empezó a preguntarse si su Unimog no habría muerto en Malvinas. Eso podía ser. Las bombas, como había dicho Saba, no lo habían alcanzado. ¿Pero qué significaba ese orificio, esa marca de bala que el camión todavía conservaba en la chapa? Sólo cuando el gordo volvió a insistir con que los Unimogs eran una locura, que ésos sí que eran verdaderos camiones, Mota sintió que el de él era uno de ésos, que Córdoba estaba a unos pocos pasos y que no sería necesario más que un último impulso para llegar hasta donde se había propuesto llegar. Y con esta convicción volvió a la ruta, a la aventura, a la imagen de su padre, ahora frente a él como un gran frasco de dulce casero o mejor: casas llenas de dulce.
***
Al amanecer, a no más de cien kilómetros de Villa María, empezaron a iluminarse unas nubes grandes y oscuras sobre el horizonte. Mota podía verlas en el espejo retrovisor: avanzaban hacia él y amenazaban con desatar una lluvia furiosa sobre el camino. Van más rápido que yo, pensó antes de empezar a acelerar. También pensó: este camión va a poder, si pudo hasta acá no tiene por qué fallar ahora.
Pero falló. Al principio Mota aceleraba y el camión respondía. Las nubes no se movían o incluso parecían alejarse. Después el motor empezó a hacer ruido a turbina de avión y al final dejó de responder y hubo que parar a revisarlo. Esperaba que no fuera algo grave.
Nada roto, ningún desajuste visible: todo, hasta donde él entendía, estaba bien. Sin embargo, cuando quiso volver a poner el camión en marcha se escuchó un largo chirrido de bisagra oxidada y algunos golpes como de puerta golpeada por el viento. Mota estuvo varios minutos así, escuchando el chirrido y los golpes, hasta que alguien se acercó a preguntarle si necesitaba ayuda.
–Gracias –dijo él, sin advertir que el que se había acercado era el gordo de la estación de servicio.
–¡Eh!, ¿no me reconoce? –dijo el gordo–. Todos los que me vieron una vez después me reconocen.
–Perdone –dijo Mota–, es que este camión a veces...
Después el gordo revisó el motor, dio arranque, otra vez el ruido agudo, y sentenció:
–Es una lástima. Creo que es un problema de la bomba inyectora, y del arranque, va a haber que remolcarlo.
Y mientras el gordo explicaba los detalles de una posible reparación Mota recordó las palabras del mecánico: “la bomba inyectora, el corazón del motor”; las de Vicky: “terminar la casa, siempre decís lo mismo, la casa, siempre lo mismo”; y las de Saba: “pico de loro, destornillador”. Sí, una pico de loro y un destornillador para desarmar todo el camión, dos, tres herramientas para ver cada parte por separado, ver todo lo que le pasa ahí adentro, lo que pasó, lo que va a pasar. En ese estado encaró al gordo y le dijo que se fuera, que él ya iba a ver cómo se las arreglaba. Pero como el gordo insistió en ayudarlo y se ofreció a llamar a un remolque y a conseguir un buen bombista que pudiera solucionar las cosas Mota le dijo:
–No, vayasé, no lo necesito, vayasé.
–Malparido –dijo el gordo por lo bajo.
–¿Cómo?
–Eso, eso, malparido.
Mota pensó en una vaca. El salía de adentro de la vaca y era un ternero, un torito que la vaca dejaba en el pasto y entonces él, ensangrentado, respiraba la bruma de la mañana y un hilito violeta, mezcla de sangre y placenta, que le colgaba del hocico. Le dolieron los ojos y saltó sobre el gordo. Se le prendió del cuello, trató de voltearlo pero el gordo se lo sacó de encima de un manotazo.
–¿Qué hacés?
Mota volvió a la carga. Había quedado frente al gordo y ahora lo golpeaba con los puños cerrados, golpes desordenados sobre el cuerpo blando, inmenso. El gordo no tardó en agarrarlo de la ropa, levantarlo algunos centímetros del piso y dejarlo tirado de espaldas en el asfalto. Mota lo veía desde abajo, respiraba rápido y sentía la cabeza lastimada contra unas piedras. No se podía levantar. Hacía frío. Lo señaló con el índice, amenaza. El gordo sonrió.
Cuando Mota logró darse vuelta y empezó a levantarse el gordo ya no estaba. Escuchó el ruido del motor del camión, respiró el humo del escape, lo vio alejarse. Después escuchó los primeros truenos.
Otra vez solo, Mota volvió a abrir el capó y volvió a cerrarlo. Nada. O sí: empezó a atacar al camión con un martillo. Después siguió con una maza: golpeó el motor, la carrocería, arrojó una por una todas las herramientas contra el Unimog y empezó a gritar:
–¡No tenés nada para decir!, ¿eh? –y repetía– ¿Nada...?
Pero después decidió que era inútil y que había que terminar de una vez con todo el plan. ¿Qué iba a decir Vicky? Nada, ella no podía decir nada porque sobre todo eso nadie podía decir nada. Subió atrás y buscó una manguera y un bidón. Abrió el tanque de gasoil, intentó sacar un poco. No había mucho, o él no sabía cómo sacarlo, así que sólo pudo llenar el fondo del tacho y rociar con ese poco el motor.
Las llamas, al principio pequeñas, hacían pensar que el fuego se iba a apagar rápido. Pero crecieron, ocuparon la cabina y se extendieron hacia atrás. Mota sentía la ausencia que se siente frente al espectáculo del fuego, esperaba que las llamas alcanzaran el tanque y anticipaba una explosión magnífica que diese por terminado su estúpido viaje a Córdoba y la tontería de haberse comprado el camión. Pero entonces empezó a llover y comprendió que el fuego se iba a apagar.
Fue así: Mota, durante el resto de la tormenta, tuvo que refugiarse en la parte de atrás, la única donde el fuego no había llegado y, sin poder hacer nada, escuchar la lluvia y ver, en los recorridos del agua que se filtraba por el techo de lona, los recorridos que para él ahora estaban cerrados; y abajo, en los charcos que se formaban en el piso, los lugares a los que ahora nunca podría llegar.
***
Tardó un día entero en volver. Alguien lo llevó hasta Rosario y de ahí logró que lo dejaran en Zárate, desde donde llamó por teléfono a Vicky.
–Estoy en Zárate –dijo.
–Voy para allá –dijo ella.
Durante el viaje casi no hablaron. El motor de la vieja F-100 sonaba parejo en medio de la noche y Mota imaginó que a los costados del camino se extendía una laguna. No era muy profunda y él pensó en detenerse, en tomar a Vicky de la mano y atravesar la laguna a pie en medio de la oscuridad.
Ya en la casa, dijo:
–Voy a llamar a Saba.
–¿A quién?
–Al que me vendió el camión. Que lo vaya a buscar y que me devuelva parte de la plata. Algo me va a devolver...
–¿Y si no te devuelve nada?
–No me importa, empezamos de nuevo.
Se abrazaron.
Después Vicky preguntó:
–¿Y vamos a terminar la casa?
–Sí, a ver hasta dónde llegamos.
Ella dijo que la esperara y más tarde volvió con una botella de vino, un pollo y algunas verduras. Cocinaron, comieron y, antes de acostarse –no había tiempo que perder—, Mota se ofreció a ayudar con los platos sucios y las sobras de la cena.

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