miércoles, 12 de junio de 2013

Juanele y Juan José

:: FILBA ::
Huellas fluviales: Juan L. Ortiz y Juan José Saer


12-06-2013


El panel sobre las relaciones entre Juanele y Saer en el que participaron Francisco Bitar, Marilyn Contardi, Damián Ríos, Florencia Abbate, moderado por Silvina Friera en el Filba Nacional 2013.




Cruces, influencias y lecturas entre Juan L. Ortiz y Juan José Saer. Relaciones y vínculos que los textos de uno y de otro pueden tejer entre sus lectores, los efectos de contaminación recíproca, las huellas que los textos dejan.

*

Silvina Friera: Buenas tardes a todos. Para empezar quería leer unos fragmentos de un texto que se llama “Juan” y que lo escribió Juan José Saer sobre Juan L. Ortiz. Me parece que explica un poco el porqué de esta mesa y el porqué de la importancia de estos dos autores para Santa Fe y para el Festival. Dice una parte:


Lo primero que llama la atención en esa obra es su autonomía —idioma dentro del idioma, estado dentro del estado, cosmos dentro del cosmos, toda obra literaria se caracteriza por la coherencia de sus leyes internas y la poesía de Juan L. Ortiz no escapa a esa regla—. Como lo he observado alguna vez a propósito de la prosa de Antonio Di Benedetto, puede decirse que también la poesía de Juan es reconocible aún a primera vista por su distribución en la página, por sus preferencias tipográficas, por la extensión de sus versos, por el ritmo de sus blancos, o por la peculiaridad de su puntuación. Esa intención de signifi­car a través de todos los aspectos de la construcción poética hasta darle al conjunto de la obra la forma inequívoca de un objeto bien diferenciado en el plano de la lengua y en el del pensamiento, da como resultado una evolución constante de su poesía que, a partir de los primeros intentos post-simbolistas, desembocan en un uso sutil de la alusión, de la multiplici­dad de connotaciones, de la combinación de la lengua coloquial y de la lengua literaria y, sobre todo, de una forma poco utilizada en la poesía argentina, que podríamos definir como una lírica narrativa. En este sentido, ciertas cumbres de su obra, como “Gualeguay” o “Las co­linas”, se inscriben con naturalidad en la tradición más fecunda de nuestra literatura, la que desde 1845, con la aparición de Facundo, ha hecho de la evolución de los géneros o de su transgresión liberadora, su aporte más original a la literatura de nuestro idioma.

Y quería leer el último fragmento en donde Saer recuerda las visitas a Juanele, quizá sea la parte más emotiva de este texto:

Nosotros, sus amigos de Santa Fe, tuvimos la suerte de verlo a menudo. A veces, era él quien cruzaba el río, con un bolso cargado de libros, manuscritos, tabaco y anfetaminas —para aumentar su lucidez y su energía y aprovechar más horas de trabajo— y pronto nos juntábamos en algún lado, en lo de Hugo Gola, en el motel de Mario Medina, o en mi propia casa de Colastiné, alrededor de un asado y de un poco de vino, quedándonos a conversar el día entero, la noche entera, la madrugada. Otras veces, éramos nosotros los que cruzábamos a Paraná. Tomábamos la lancha temprano, un poco después de mediodía, y a eso de las tres ya estábamos subiendo la barranca en la siesta soleada y, al cruzar la calle ancha y curva que se abría frente a su casa, divisando a Juan a través de la ventana de su despacho desde el que, en un banqueta en la que se sentaba a leer, no necesitaba mas que levantar la cabeza para contemplar de tanto en tanto el gran río que corría a los pies de la barranca. Si hacía buen tiempo, nos sentábamos a matear en el jardín o, mejor todavía, atravesábamos la calle y nos instalábamos en algún rincón del parque, bien alto, a la sombra si hacía calor y, fumando y conversando, nos demorábamos hasta el anochecer que iba subiendo por la barranca, el río y las islas. Luego bajábamos a alguna de las parrillas del puerto y Juan, después de co­mer, por tarde que fuese, nos acompañaba hasta la lancha, a la que casi siempre llegábamos corriendo porque era la última y sólo esperaban que sacáramos los pasajes y saltáramos a bordo para retirar la planchada. Adormilados de vino y de fatiga nos balanceábamos con la lancha que se balanceaba en el río de medianoche, contentos de haber salvado un día —y la vida entera quizás, si juzgo por la alegría intacta que me visita hoy, casi treinta años más tar­de, mientras escribo estas páginas.

Quería empezar por preguntarles cómo ven el vínculo literario entre Saer y Juanele. Florencia, ¿qué importancia le atribuís a “autonomía”, una palabra que aparece en este texto?

Florencia Abbate: A raíz del tema de esta mesa, pienso en la importancia que tuvo para Saer la relación con Juanele y la manera en que dejó la impronta en su obra. Esa impronta tiene que ver con las amistades estéticas donde se entabla una cuestión afectiva y una cierta admiración en una edad temprana como la adolescencia, que es cuando Saer conoció a Juanele. La primera cuestión sería un modelo de escritor.

Yo relacionaría la palabra autonomía con dos cosas. En ese texto que leíste, Saer dice «La autonomía de Juan no ha sido únicamente un hecho artístico, sino también un estilo de vida, una preparación interna al trabajo poético, una moral». La autonomía tiene que ver con una moral, con lo que los críticos llamamos —un término quizá un poco pomposo— la figura de escritor: cómo se construye a sí mismo. La moral es lo que dice qué está bien y qué está mal; yo creo que en Saer siempre había un juicio fuerte en cuanto a su concepción de la literatura y del arte. Y justamente el artista que se construye desde la autonomía es un artista independiente del mercado, independiente de lo que llamamos público, independiente de las modas, independiente del rédito que le pueda traer o no su trabajo. Su ética es una ética de la forma del arte, del desarrollo, de su obra más allá: verdaderamente independiente, autónoma de lo que pueda pasar con esa obra. En este sentido, eso también está muy fuerte en Juanele. Saer en ese texto también dice «A los que se han creído obligados a compadecerlo por su pobreza y por su marginalidad podemos desde ya devolverles la tranquilidad de conciencia: el lugar en el que Juan estuviese era siempre el punto central de un universo». Esta idea de alguien que está más allá de los cánones convencionales sobre lo marginal es muy fuerte en el desarrollo de Saer como escritor en el sentido que fue realmente un autor totalmente reacio a complacer al mercado. Incluso a los premios. Prácticamente no se presentó a premios literarios y creo que la novela de la que hablaba casi con pudor era La ocasión porque la había escrito para el Premio Nadal, que fue el único premio que ganó. La trataba como la peor novela de su obra y no es así: es una gran novela, pero hasta tal punto llegaba su moral estética, que quizá practicó con mayor dogmatismo que Juanele Ortiz.

Por otro lado, en términos de la obra en sí misma, la idea de autonomía también define lo que llamamos una poética, un modo, ciertos preceptos a partir de los cuales uno condiciona su creación. En la autonomía está la originalidad de Saer en cuanto a su poética: si pensamos en la autonomía de la literatura con respecto a otros discursos como la política, Saer trabaja en sus novelas los temas políticos de una manera totalmente autónoma. Cicatrices es un novela que transcurre en la época de la proscripción del peronismo. Hay un sindicalista que termina asesinando a su esposa, pero aborda el contextos de esos años, que para los peronistas serían de los hombres heroicos de la resistencia, de manera que uno no puede decir si la novela es peronista o antiperonista. Eso logra un triunfo de la estética frente a la política, porque escapa al discurso peronismo antiperonismo. Está elaborada con parámetros exclusivamente estéticos, artísticos. La idea de autonomía en Saer tiene mucho que ver con la originalidad en Saer. Primero con la originalidad de su figura de escritor en el campo literario de los años noventa, cuando publicó muchas de sus obras. La idea del éxito estaba asociado al éxito de mercado, de los premios: era lo más extendido y realmente era muy difícil permanecer al margen de esos parámetros de consagración. Y luego la originalidad tiene que ver con la manera de la autonomía del arte y la literatura sobre otros tipos de discursos. Ese es uno de los temas que me parece fundamental en su relación con Juan L. Ortiz.

El otro tema que me interesa mucho es cómo abordan la cuestión histórica. Son dos autores preocupados por los hechos históricos y sociales, pero que sin embargo tienen una manera muy original. El poema “El Gualeguay” cuenta la historia desde el origen de la provincia de Entre Ríos, el exterminio de la población aborigen, la colonización española, los caudillos, hace referencia a todos esos hechos históricos y, sin embargo, uno jamás podría decir que es un poema histórico porque la cuestión histórica está subsumida al paisaje, la naturaleza, lo minúsculo, y no a los grandes hechos históricos. Hay un desdén por los hechos que narraría la historiografía. En lugar de eso hay una concentración por la naturaleza y los movimientos minúsculos. Saer también trabaja la historia de un modo parecido al que elabora Juan L. Ortiz. El entenado suele ser incluido en el corpus de la novela latinoamericana sobre la conquista, pero si uno la lee en comparación con otras novelas es una absolutamente original porque las referencias a la conquista son casi inexistentes. En realidad parece una novela filosófica donde el tema central es una experiencia metafísica: un personaje que viene de otra cultura y que se queda viviendo con una tribu, que tiene otra concepción de la naturaleza, de la vida, de la muerte, del tiempo. Esa experiencia de su cambio de percepción determina para siempre su vida. Ese sería el tema de la novela y no la conquista. Sin embargo, claramente transcurre en la época de la conquista y toma un hecho concreto como la expedición de Solís al Río de la Plata que fracasó porque la expedición fue asaltada por una tribu de indígenas.

Hay un ensayo muy interesante de Saer que se llama “La poesía” en el que dice que la poesía es una disciplina de la extrañeza que tiende a borrar la historicidad del lenguaje para revelar que la naturaleza está todavía en la historia y la sustenta. Es decir: la historia moderna tal como la concebimos no coexistió con la naturaleza sino que la suplantó de un modo abusivo, y la poesía, al regresar continuamente a la naturaleza, no quiere revelar la historia, si no el carácter narcisista de esa historicidad. La vida no está solamente inserta en un lenguaje histórico, sino también en una dimensión cósmica de la experiencia humana. Tanto Juanele como Saer sitúan la historia humana en una dimensión cósmica que trasciende en los acontecimientos históricos y que justamente revela el tiempo de la naturaleza. Esa disciplina de la extrañeza propone cierto extrañamiento perceptivo a la materialidad de la percepción del mundo y le quita a la historia esas pretensiones de lo absoluto. Guillermo Saavedra dice en un ensayo que para Juanele el concentrarse en el río le permite salir de la cárcel del antropomorfismo donde todo se remitiría a la gesta humana y devolver cierta dimensión trascendente de la naturaleza. En la obra tanto de uno como de otro haya una sensación de fragilidad de la vida humana, de la precariedad de la vida humana y las construcciones humanas, de los pensamientos con lo que le damos sentido a la experiencia. Esa dimensión se revela en El entenado en la escena del eclipse. No sé si la recuerdan: hay una escena de un eclipse total donde el protagonista comprende que esa oscuridad es la verdadera realidad de la vida humana.

Me gustaría leer una poesía de Juanele para introducir un clima. La primera vez que entrevisté a Saer le cité unos versos de esa poesía y le pregunté qué era la intemperie (porque todo esto que estoy diciendo se vincula con el concepto de intemperie fuerte en Saer). La poesía dice:

Ah, mis amigos, habláis de rimas
y habláis finamente de los crecimientos libres…
en la seda fantástica os dan las hadas de los leños
con sus suplicios de tísicas
sobresaltadas
de alas…

Pero habéis pensado
que el otro cuerpo de la poesía está también allá, en el Junio
de crecida,
desnudo casi bajo las agujas del cielo?

Qué haríais vosotros, decid, sin ese cuerpo
del que el vuestro, si frágil y si herido, vive desde “la división”,
despedido del “espíritu”, él, que sostiene oscuramente sus
juegos
con el pan que él amasa y que debe recibir a veces
en un insulto de piedra?

Habéis pensado, mis amigos,
que es una red de sangre la que os salva del vacío,
en el tejido de todos los días, bajo los metales del aire,
de esas manos sin nada al fin como las ramas de Junio,
a no ser una escritura de vidrio?

Oh, yo sé que buscáis desde el principio el secreto de la tierra,
y que os arrojáis al fuego, muchas veces, para encontrar el
secreto…
Y sé que a veces halláis la melodía más difícil
que duerme en aquellos que mueren de silencio,
corridos por el padre río, ahora, hacia las tiendas del viento…
Pero cuidado, mis amigos, con envolveros en la seda de la
poesía
igual que en un capullo…
No olvidéis que la poesía,
si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva,
es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin,
cruzada o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin
y tendida humildemente, humildemente, para el invento del
amor…

[Aplausos]

A partir de lo que planteaba Florencia del río y el paisaje, Damián: ¿ cómo se dan en Saer y Juanele? ¿En qué se parecen y en qué se diferencian?

Damián Ríos: Primero, muchas gracias por la invitación, por compartir la mesa con amigos.

Sobre la pregunta puntual, voy a decir una obviedad: Saer en santafesino y Juanele es entrerriano. Si hablamos de paisaje eso implica una diferencia completa. El Santa Fe de Saer y el Gualeguay de Ortiz no se parecen en nada. Son de ellos, es la mirada de ellos. Son invenciones propias. Uno podría decir que comparten algunas características, pero no es mucho. Estaba pensando en ese texto que leíste: Ortiz fue un modelo no sólo para Saer sino para toda una generación de escritores de la región de la década del cincuenta y sesenta. Y a partir de En el aura del sauce fue un modelo para muchas generaciones de poetas. Incluso actualmente sigue siéndolo.

Yo no soy especialista ni crítico, entonces pensé qué tengo de Ortiz y de Saer. Yo empecé a leer con cierta dedicación cuando me fui a Buenos Aires —soy de Entre Ríos— y empecé a vivir en una pensión del Centro que estaba muy cerca de una librería del Centro Editor donde estaban en oferta libros de Capítulo. Ahí estaba La Mayor, libro que me partió la cabeza de entrada, Ejércitos imaginarios de Fogwill, La luz argentina de Aira, una serie de autores que me gustaron muchísimo. Y fui comprando y dejando libros, haciendo y deshaciendo parejas, y por alguna razón en el 2000 terminé sin pareja ni biblioteca. Y entonces me enamoré y sigo en pareja —estoy muy contento— y yo aporté sólo tres o cuatro libros. Uno de ellos era El cuento argentino, editado en 1979. Es un trabajo que hacía Beatriz Sarlo para el Centro Editor. Antes de ser la figura intelectual que todos conocemos hoy, además de su actividad política y la dirección de la revista Punto de Vista, trabajaba haciendo colecciones y antologías. Es un libro claramente escolar, un libro pensado para las escuelas secundarias, con un glosario y demás. Era una colección de cuentos que empieza con Quiroga —y Quiroga nació en el Uruguay— y sigue con Cortázar, Borges, Cortázar y otros. Sarlo dice que hay dos grandes renovadores del género del cuento en Argentina: Quiroga y Borges. Y hacia el final del libro, aparte de los consagrados introduce una serie de autores jóvenes o autores que por lo menos en aquel momento tenían poca visibilidad: Saer, Martini, Juan José Hernández, Piglia, Briante. Estos autores son los que de algún modo consumía en la década del noventa cuando empecé a dedicarme a la literatura. Eran autores editados por las grandes editoriales. Recuerdo muy claramente la primera vez que vi la edición de Nadie nada nunca que sacó Seix Barral dirigida por Alberto Díaz. Lo que quiero decir que este grupo de gente, entre los que se encontraba Beatriz Sarlo, con el advenimiento de la democracia se hizo fuerte en los lugares culturales como las universidades y puso en el centro de discusión no solo un arsenal teórico novedoso para las carreras humanísticas sino también una serie de autores. En aquel libro Sarlo decía que había dos grandes renovadores: Quiroga y Borges. Y le dedica un párrafo entero a Saer y dice, ¡en el año 79!, que era el único a la altura de Borges en cuanto al trabajo con el lenguaje.

Saer fue respetado, querido y valorado por un montón de gente por la zona de Santa Fe durante mucho tiempo. Después se exilió y siguió siendo valorado. Después un grupo de intelectuales lo cobijó y de algún modo lo puso en el centro de la discusión y editores como Alberto Díaz lo editaron en editoriales grandes de mucha visibilidad. Ahí es donde yo me encuentro con Saer. Es decir: el Saer anterior no lo conozco. Yo conozco la figura central, por lo menos para cierta parte de la crítica y del periodismo cultural en Argentina.

Me preguntaba dónde había salido Saer y lo encontré en el reportaje de Elvio Gandolfo que le hizo en el año 2000 en Rosario, cuando le pregunta específicamente cómo era Santa Fe en la década del ‘50. Y él dice: “para empezar había una biblioteca, la Biblioteca Pedagógica de Santa Fe, a la que iba regularmente. Y otra cerca de casa, la Biblioteca Cosmopolita, fundada por viejos anarquistas. Un hermoso local donde ahora funciona el Instituto de Extensión Universitaria. En esos lugares sacaba libros regularmente. Después había algunas librerías en Santa Fe, muy buenas librerías, muy bien surtidas no sólo en literatura argentina sino también en literatura extranjera. Yo compraba libros en francés e inglés. Había libros en alemán, en italiano. Estaban los libros de Pinguin, había muchas novedades y muchos libros de fondo. En las mesas de saldo me acuerdo de haber comprado las obras completas de Freud, libros de Santiago Rueda, Mientras agonizo, etc. También había cuatro cineclubes: estaba el cineclub nuestro, al cual íbamos, que se llamaba Núcleo; algunos amigos formaban parte de la comisión. Era un cineclub laico. Había otro de los curas, con el que competíamos a ver quién daba mejores películas. Tratábamos de conseguir un título antes de que lo consiguiera el otro, lo manejaban los jesuitas con espíritu de apertura. Había otro cineclub de gente joven que se llamaba Núcleo Joven, que era para adolescentes. En ese momento en Santa Fe había una orquesta sinfónica y dos o tres teatros independientes. Estaba la escuela de cine. Por otro lado estaba Rosario con su Facultad de Filosofía, alrededor de la cual orbitaban poetas y escritores y algunos pintores, y algunos profesores y estudiantes con los que teníamos mucha afinidad intelectual.” El reportaje sigue.

Es interesante porque en esa Santa Fe se formó Saer, que es muy diferente del Gualeguay entrerriano en el que se formó Juanele. Y yo a Juanele no lo conocí en Buenos Aires: lo conocí en Entre Ríos cuando vivía en Entre Ríos. Y lo conocí por un amigo hijo de un dirigente comunista que tenía una biblioteca muy vasta, muy linda, en la que había libros de poesía “de izquierda”. Entre los libros estaba El aura en el sauce: lo leí y la verdad es que no entendí demasiado, algunas cosas me gustaron mucho pero se me complicó cuando quise meterme con “El Gualeguay”. Tuvo que pasar algún tiempo. En el ’86, ’85 compré El diario de poesía sólo porque decía “poesía”. Y traía un dossier dedicado a Juanele con un texto de Marilyn Contardi que comentaba el comienzo de “El Gualeguay”. Fue la primera vez que pude leer el poema.

Después sabemos: Ortiz fue reeditado dos veces por la Universidad del Literal, se hizo un gran trabajo crítico. Hay que decir que tanto Saer como Juanele fueron dos figuras muy fuertes con edición de obras completas, tanto de lo que publicaron y como de lo que no publicaron. Incluso ahora se están publicando papeles borradores de Saer, todas esas cosas. Hay un aparato crítico de especialistas alrededor de ellos.

Juanele vivía en un pueblo chico pero tenía la formación política del partido comunista y circulaba, al menos para lo que yo veía en aquel momento, entre gente que estaba vinculada claramente a la izquierda. Sobre todo en el partido comunista y eso no me parece menor. En los noventa se produjo mucho y se usó mucho la figura de Saer y de Juanele. Lo digo en mejor sentido lo digo: se usaron sus literaturas. No me gusta decir “influencia”, me gusta que haya autores que usen a otros autores para decir sus cosas. Y se empezó a usar porque de algún modo este grupo de especialistas que de tiene que ver con la nueva universidad argentina después de la dictadura pudo recoger y reeditar mediante la universidad la obra de Juan L. Ortiz.

Solamente en recuerdo a aquel primer contacto con “El Gualeguay” y como una suerte de homenaje voy a leer los trece primeros versos:

Qué dulce calor, allá
de la hondonada que dejara, cuándo? el mar,
subió en una nube de paloma?
O venía él
con el hálito, gris y blanco, del mar?
Y qué viento, qué viento, vino al encuentro de la nube
para una hija que cayera, pálida,
o con todo el día en sus cintillos?:
Cómo fue aquella lluvia:
de arpa ciega o de penumbra
o de juncos de vidrio que huían
o plantaba un hada brusca?
Y de qué mes, de cuál, sus cabellos o sus varas?

[Aplausos]

Ya que te mencionó Damián, Marilyn, quería preguntar cuál es el vínculo que establecerías vos en la escritura de Juanele y Saer. En charlas previas mencionaste una palabra que los une: “levedad”. ¿Cómo sería la levedad en Saer y en Juanele?

Marilyn Contardi: Uno siempre dice cosas y después queda atrapada. Yo me refería sobre todo al escrito de Juanele. Una de las cosas que había revisado para este momento era algo que tiene que ver con los rasgos de la escritura de estos dos grandes autores y que tiene que ver con la sensorialidad. Tanto Juani como Juan son muy sensoriales. Trabajan con materias concretas y se enfrentan al mundo que los rodea tratando de trascender eso. En Juan José Saer es sistemático, lo dice a cada momento: ir más allá hacia lo desconocido. Tiene que ver con lo dionisíaco, con el caos, con lo no formado, con lo que está más allá de lo visible, de las apariencias comunes, concretas. Sería la sensación que uno tiene cuando deja perder la mirada, no ve lo que está cerca y la mirada se va lejos.

Lo que pasa es que difieren en la escritura. Juanele tenía cierta predilección por los simbolistas belgas, por ejemplo Verhaeren, Meterlinck y, aunque no sea belga, Mallarmé. Qué decía un poeta como Verhaeren: una escritura hecha de hilos de aire cosida con vientos de agua. Lo más leve posible, lo más sutil posible. Se nota, que Juan L Ortiz —como leyó Damián en esa primera estrofa de “El Gualeguay”— busca todos los medios, todos los recursos para alivianar, para que esté todo el tiempo flotando. Juani, que tiene el mundo enfrente y trata de ver más allá esa escritura, lo hace de otra manera: es como si fuera un tiempo donde se avanza con una cautela muy grande, palmo a palmo, como si tuviera desconfianza de lo que va diciendo. El comienzo de La mayor: «Otros, ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en la cocina, en el atardecer, en invierno, la galletita, sopando, y subían después la mano, de un solo movimiento, a la boca, mordían y dejaban, durante el movimiento, la pasta azucarada sobre la punta de la lengua». Como si recorriera centímetro a centímetro con una cautela suprema.

De todas maneras, los dos desarrollaron una sensibilidad muy grande como si tuvieran antenas. Si uno tuviera que dar una figuración serían las yemas de los dedos de un vidente que reconoce en la textura de la hoja lo que está leyendo. Esa especie de percepción particular del detalle: son muy detallistas los dos. Son observadores muy finos y la finura de esa observación les posibilita una ejecución fina después. No hay hechura fina si no hay antes una percepción fina. Henri Bergson dice “el ojo ve sólo lo que la mente está preparada para comprender”. El dicho popular es “ojos que no ven corazón que no siente”. Esta observación de Bergson sirve para reafirmar que la finura de la observación les permite después una ejecución fina. Con escrituras totalmente distintas son muy puntillosos cuando escriben los dos.

Yo quería leer una poesía de Juanele muy distintiva que tiene una curiosidad que viene de afuera de la poesía. Se llama “El aguaribay florecido”, es uno de los poemas más lindos de la obra de Juan. En este poema se pone de manifiesto algo que tiene mucho Juan L. Ortiz, que no sé si lo tiene de la misma manera Juan José Saer. Cuando leo “El aguaribay florecido” siempre pienso en el cuadro de Monet “Las señoritas en el jardín”, un cuadro muy grande con una señoritas con unos vestidos livianos porque es verano. Juanele no va a decir livianos: va a decir ligeros, porque así también introduce la idea de movimiento.

Muchachas de ojos de flores y de labios de flores.
En la sombra exhalada -¿de qué su dulce hálito?-
los vestidos ligeros, muy ligeros, con pintas.
Arde de abejas el aguaribay, arde.
Ríen los ojos, los labios, hacia las islas azules
a través de la cortina
de los racimos
pálidos.
Ríen los ojos, los labios. ¿Veis las muchachas o es
la tenue sombra ebria
y bordoneada
que se alucina de muselinas claras
y de otras flores vivas –extrañas flores vivas-
riendo, riendo, riendo hacia las islas?
Muchachas de ojos de flores y de labios de flores.
Arde de abejas el aguaribay, arde.

[Aplausos]



Tomado de http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2013/28990#more-28990

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