jueves, 3 de enero de 2013

En el año 22011


Humor crítico y hartazgo de la tradición impuesta: “Los inmortales”, de Manuel Vilas
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 21.01.12

Los inmortales. Manuel Vilas
Alfaguara (Madrid, 2012)

Sí, me parece evidente que las coincidencias existen. El pasado jueves transcurrí la tarde por razones poéticas junto a Gustav Mahler, Sigmund Freud y Enriqueta Martí. Llamaron a la puerta, destrocé el sobre que me dio el cartero y procedí a leer Los inmortales de Manuel Vilas. Al conocer la obra del autor pensé sin muchas dudas que su nueva obra continuaría los trazos marcados en España y Aire nuestro, donde el futuro se mezcla con el pasado y el humor irrumpe en zonas repletas de lirismo y una proverbial mala leche.

No me equivocaba. La diferencia es que desde la primera página prescindí del mero análisis que vertebra toda crítica y opté por carcajearme de lo lindo con el supuesto manuscrito hallado en la Galaxia Shakespeare en el año 22011. Siempre me ha gustado imaginar parajes que no veré con extraterrestres sorprendiéndose con/por las memeces que organizan y determinan nuestra civilización. Cementerios de ordenadores, tiendas de moda religiosa e imágenes congeladas de tipos bailando de manera absurda, pero el hallazgo de Los inmortales excava en otra dirección. Ha pasado tanto tiempo que los nombres que para nosotros significan algo han caído en el pozo del olvido, como lágrimas en la lluvia. Stalin y Hitler son meras uniones de vocablos, por lo que su presencia en el texto carece de sentido histórico para Aristo Wilas, jefe supremo de Arqueología e Inteligencia que transmite al mundo la primicia de conocimiento de lo pretérito.

Saltamos la introducción y claro, sería demasiado pedir situarnos en un siglo inabarcable, por lo que el efecto causado por la sucesión de efemérides debe enmarcarse en nuestro conocimiento de la cultura occidental, despezada sin piedad a través de un crítico absurdo que carga tintas contra el capitalismo y la mayoría de símbolos que abotagan el cerebro de cualquier mortal, ídolos e instituciones humanas que padecemos por convención hasta en la sopa. Vilas les añade su particular santuario y la mezcla está servida. Sabe bien, se digiere rápido y produce hilarantes situaciones que en ocasiones incitan a meditar sobre la gestación del volumen, aunque ello probablemente se produzca porque nos han acostumbrado a lo serio y pocos son los que toleran tonos humorísticos, como si la literatura española reprimiera la invención y la risa fuera una herejía.

Con ella podemos observar la realidad con otros matices y recuperar el motor de la sátira para condenar la decadencia que nos rodea, sin paliativos. Saavedra, Miguel de Cervantes, en bañador y bebiendo sangría absolutamente poseído mientras espera contratar a un par de fulanas es sólo el anticipo de lo que vendrá, desde Ponti, Juan Pablo II, bailando una canción de Raffaela Carrà en la sección frigorífica de El Corte Inglés hasta Vincent Van Gogh y Pablo Picasso inmersos en una orgía de gordas suicidas. También merece mención Corman Martínez, el último comunista, obligado por Stalin a vagar por todos los MacDonalds del mundo, lo que no hará en compañía de Dante y Neruda, ocasionales turistas en Dublín a la búsqueda de James Joyce y la torre Martelo, en lo que quizá sea una parodia de la reciente exaltación que algunos profesan por el genio irlandés. Eva Braun es el súmmum del erotismo, y yo soy Isabel la Católica.

Como es natural otro protagonista de excepción es el mismísimo Manuel Vilas en varias tesituras. Viaja a la luna con otros poetas en 2040, conversa con Juan Carlos I y dos lectoras de Aire nuestro en la Zarzuela y hasta dialoga con sus huesos o sale en una fotografía de un tal Felipe González Márquez que morirá en Madrid en 2061.

A quien lo dicho hasta esta misma línea le parezca un disparate no le irá mal leer la siguiente afirmación del autor:

“Conforme cumplo años me acerco a una verdad inapelable: nada existe, ni siquiera el espacio histórico y geográfico en donde tu vida aconteció. Por eso rompo el tiempo histórico en España. Y también mi identidad”.

Manuel Vilas (foto: Daniel Mordzinski/Alfaguara)

La última narrativa de Vilas, sobre todo el texto que nos concierne en esta reseña, tiene un aire a Desolation row de Bob Dylan, donde aparecen personajes históricos en situaciones surrealistas. No sé si Zimmerman generó su canción por un hartazgo de solemnidad y formas de escribir. Podría ser. Las comparaciones son odiosas, y aquí no pretendemos parangonar dos casos diametralmente opuestos, aunque es posible que los motivos de rebeldía sean similares y versen sobre los límites de una concepción del mundo y la literatura, universos anclados en una serie de tópicos que pocos osan profanar porque la tradición, en la que asimismo se inspira Vilas desde la sátira como instrumento perfecto para ridiculizar estructuras intocables, tiene mucho peso y lo fácil es seguir el camino más previsible.

Por otra parte creo que quien critique Los inmortales con las habituales cantinelas generacionales que tanto vacuo papel llenan se equivoca completamente. Quizá haya llegado la hora de pasar página y afrontar las cosas desde otros derroteros.

Hace ya algún tiempo entrevisté al autor de España, lo que me permitió entender más cómo ve su obra en relación a su época. Me confesó que para escribir Madame Bovary prefería ir a la estantería de cualquier biblioteca y leerla, lo que implica un cansancio de determinadas formas muy manidas que se repiten generación tras generación. Quizá la respuesta esconda el auténtico motivo de su excéntrica narrativa, que tendrá seguidores y detractores que no podrán negar su originalidad. Los inmortales es una diversión con un fondo que la sobrevuela desde lo contemporáneo. Algunos no querrán captarlo, y es legítimo que así sea porque el libro puede examinarse desde más de un prisma. Es un objeto cultural de entretenimiento que asegura la risa y asimismo enarbola sin ningún tipo de disimulo severos juicios contra la tierra que pisamos, juicios que pueden pasar desapercibidos si nos quedamos con la apariencia graciosa del volumen.

Otra cuestión es si Los inmortales es una novela o una compilación de relatos, debate que siempre surge al hablar de las construcciones empleadas por el de Barbastro. En mi opinión el ensamblar fragmentos donde vayan conectándose personajes desde una visión y temática compartida podría determinar que sí estamos ante una novela, si bien creo que al plantear el asunto caigo víctima de la costumbre y su querencia taxonomista. Poco debería importarnos lo que es, simplemente con pasarlo bien ya tenemos bastante.

Jordi Corominas i Julián
http://corominasijulian.blogspot.com

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