jueves, 3 de enero de 2013

El cofre sin abrir y el sanguche sin comer

: Caja de herramientas ::
Literatura
03-02-2012 | Jorge Consiglio

El escritor Jorge Consiglio encontró en la caja de herramientas un principio al que responden los textos literarios.

Por Jorge Consiglio.

Una mañana, cuando tenía dieciséis años, me tiré boca arriba en un muelle de madera que hay en La Lucila del Mar. Eran más o menos las once. Estaba en malla. El sol de noviembre había calentado las tablas. Abajo, las olas golpeaban los pilares. Trasmitían a toda la estructura un delicado temblor. Poco a poco me fue impregnando una agradable modorra. El lugar parecía una cuna. Era uno de esos momentos beatíficos que impugnan cualquier problema. Fue durante un viaje que hicimos con cinco compañeros de la secundaria a la casa de los padres de uno de ellos. Se había enganchado también un preceptor que nosotros queríamos mucho. Era un tipo sensacional: Antonio Corigliano. Estudiaba letras y tenía una barba tolstoiana. Me acuerdo que estaba leyendo Los hermanos Karamazov. A la tardecita nos mandábamos largas caminatas porla playa. Nos delirábamos con charlas interminables. Un viernes medio lluvioso llegamos hasta Mar de Ajó. Cuando volvíamos descubrimos en el mar un cajón rectangular que flotaba a unos metros después dela rompiente. Nos metimos al agua para sacarlo. Era parte de una valija. Las trabas de metal estaban oxidadas; el forro había tomado un color verde oscuro. Era un objeto sin encanto, una de esas cosas que no estimulan la curiosidad. La dejamos tirada detrás de unos yuyos, pero esa noche sirvió para que Antonio escribiera un cuento cuyo argumento siempre estoy tentado de plagiarle. Narraba la historia de un personaje que sacaba del mar un cofre cerrado con un candado. El tipo lo llevaba a su casa para abrirlo tranquilo. Imaginaba el contenido, la procedencia, la tragedia que lo había convertido en un objeto perdido. Esta actividad hacía que postergara el momento de abrirlo. Incluso llegó a disfrutar tanto diagramando esas geografías de lo eventual que tomó una decisión extrema: devolver el cofre al mar sin abrirlo. El cuento terminaba con el protagonista en la orilla mirando cómo su misterio, cifrado en el hermetismo, se perdía en el océano.

La literatura que me apasiona tiene que ver con ese concepto. Son textos en los que se muestra el artefacto pero no se clausura el sentido, que permanece encriptado para componer un territorio que admite los mapas de todos los cartógrafos. Pensándolo bien, los textos literarios en general responden a este principio. Uno como lector se queda siempre imaginando enla playa. Es una elección.

Hay otra historia que tiene que ver con esto. Cuando era chico, mi viejo trabajaba en una empresa que quedaba por el centro, en Viamonte y Pellegrini. Por una cuestión económica, a comienzos de mes almorzaba en restoranes y, a medida que pasaba el mes, se pasaba a los sándwiches en cualquier boliche. Un día de finales de marzo, se metió a un barcito bien puesto que quedaba a media cuadra de Lavalle. Pidió lo suyo y se entretuvo mirando a la gente. Junto a una ventana había sentado un muchacho solo. Mi viejo, que siempre relacionó el atildamiento con el equilibrio emocional, aclaró que se trataba una persona de treinta y cinco años, bien afeitado, vestido con una buena camisa. El mozo le dejó en la mesa un hermoso sándwich de crudo y queso, y una coca. El muchacho se sirvió gaseosa hasta la mitad del vaso y dio un sorbo corto, no tanto para satisfacer su sed sino para degustar el sabor de la bebida. Después agarró el sándwich, que estaba hecho con un pan largo –imagino una especie de flauta o esos baguetines que venden en algunas patisserie–, y le dio una buena mordida. Acto seguido, dejó la comida en el plato, llamó al mozo y le pidió la cuenta. Esperó el vuelto en silencio. Una vez resuelto el trámite, se paró y se fue. En la mesa quedó el almuerzo casi intocado.

Mi viejo contó esta historia en una sobremesa nocturna. Como el final fue tan abrupto como abierto, las preguntas resultaron obligatorias. ¿Qué le pasó al tipo que dejó ese hermoso especial de crudo y queso?, ¿por qué se fue?, ¿de qué se acordó?, ¿estaba loco?, ¿se sintió súbitamente enfermo? Estaba buenísimo observar el punto de vista de mi viejo, acompañar el sesgo de su mirada. El escenario de sus relatos mostraba un centro de Buenos Aires definitivamente más mágico, menos tautológico, que el que unos años después descubrí a través de mi propia experiencia.


Tomado de http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2012/19795

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