Cerezas
Esa mujer que ahora mismito se parece a santa teresa
en el revés de un éxtasis / hace dos o tres besos fue
mar absorto en el colibrí que vuela por su ojo izquierdo
cuando le dan de amar /
y un beso antes todavía /
pisaba el mundo corrigiendo la noche
con un pretexto cualquiera / en realidad es una nube
a caballo de una mujer / un corazón
que avanza en elefante cuando tocan
el himno nacional y ella
rezonga como un bandoneón mojado hasta los huesos
por la llovizna nacional /
esa mujer pide limosna en un crepúsculo de ollas
que lava con furor / con sangre / con olvido /
encenderla es como poner en la vitrola un disco de gardel /
caen calles de fuego de su barrio irrompible
y una mujer y un hombre que caminan atados
al delantal de penas con que se pone a lavar /
igual que mi madre lavando pisos cada día /
para que el día tenga una perla en los pies /
es una perla de rocío /
mamá se levantaba con los ojos llenos de rocío /
le crecían cerezas en los ojos y cada noche los besaba el rocío /
en la mitad de la noche me despertaba el ruido de sus cerezas creciendo /
el olor de sus ojos me abrigaba en la pieza /
siempre le vi ramitas verdes en las manos con que fregaba el día /
limpiaba suciedades del mundo /
lavaba el piso del sur /
volviendo a esa mujer / en sus hojas más altas se posan
los horizontes que miré mañana /
los pajaritos que volarán ayer /
yo mismo con su nombre en mis labios /
Juan Gelman
viernes, 31 de diciembre de 2010
Nace la envidia
En el vacío del amor,
en un tiempo lunar, lívido y frío,
nace la envidia.
De la caída de la tarde,
de lo que se desliza ya desde la noche
y solapado alarga su sombra por los muros
como amarilla hiedra,
nace la envidia.
De lo que se carcome y no consiste
más que en su desvivir,
del reverso del aire,
de la vecina nada inhabitable,
purulenta y sin fin,
nace la envidia.
En las callejas húmedas,
en los días de otoño, incruentos y pálidos,
bajo la doble faz de los espejos
o en largos corredores
que nunca desandamos,
nace la envidia.
En herrumbrosas cerraduras,
en los pozos cegados,
en los respiraderos de la vida
o en la destilación amarga
de lo nunca vivido,
en las grietas del tiempo,
nace la envidia.
Como animal de lenta procedencia,
como ceniza o sierpe y humo pálido,
amarilla y opaca, fiel reflejo
de lo arriba radiante,
nace la envidia.
En el desasosiego
de ser sin nunca tener centro,
en láminas heladas sin dimensión de fondo,
en imágenes planas que crecen hasta el cielo
de la pasión del hombre, nunca suya,
nace la envidia.
Nace como la noche
de inagotable ausencia,
de muros arañados,
de vacíos espacios,
perpetua y giratoria,
sobre el rastro lunar del que más ama.
José Ángel Valente. Siete representaciones, El bardo, 1967.
en un tiempo lunar, lívido y frío,
nace la envidia.
De la caída de la tarde,
de lo que se desliza ya desde la noche
y solapado alarga su sombra por los muros
como amarilla hiedra,
nace la envidia.
De lo que se carcome y no consiste
más que en su desvivir,
del reverso del aire,
de la vecina nada inhabitable,
purulenta y sin fin,
nace la envidia.
En las callejas húmedas,
en los días de otoño, incruentos y pálidos,
bajo la doble faz de los espejos
o en largos corredores
que nunca desandamos,
nace la envidia.
En herrumbrosas cerraduras,
en los pozos cegados,
en los respiraderos de la vida
o en la destilación amarga
de lo nunca vivido,
en las grietas del tiempo,
nace la envidia.
Como animal de lenta procedencia,
como ceniza o sierpe y humo pálido,
amarilla y opaca, fiel reflejo
de lo arriba radiante,
nace la envidia.
En el desasosiego
de ser sin nunca tener centro,
en láminas heladas sin dimensión de fondo,
en imágenes planas que crecen hasta el cielo
de la pasión del hombre, nunca suya,
nace la envidia.
Nace como la noche
de inagotable ausencia,
de muros arañados,
de vacíos espacios,
perpetua y giratoria,
sobre el rastro lunar del que más ama.
José Ángel Valente. Siete representaciones, El bardo, 1967.
El revés de la literatura
¿Usted conoce al derecho y al revés el mundo literario. ¿Qué lo emociona aún de la literatura?
Más que el derecho me interesa el revés, la capacidad de la literatura para ponernos al otro lado del tapiz: la materia, los materiales con que la vida nos hace y nos deshace. Me refiero a materiales tan diversos como el yo y sus espejos y espejismos; los miedos tangibles o quiméricos; la realidad como combate y las derrotas consecuentes; el tacto y los deseos; lo inexorable de los condicionamientos económicos, el transcurrir que nos escribe, corrige y tacha; la fuerza no siempre benéfica de los sueños no cumplidos pero no olvidados. Cuando la literatura me ofrece el contacto con esos materiales me despierta admiración, es decir, agradecido reconocimiento hacia las capacidades posibles que alberga el vivir y, sobre todo, el vivir como vivir entre los otros.
Constantino Bértolo en entrevista de Silvia Veloso. Tomado de http://www.paula.cl/blog/entrevista/2010/11/11/el-editor-constantino-bertolo/
Más que el derecho me interesa el revés, la capacidad de la literatura para ponernos al otro lado del tapiz: la materia, los materiales con que la vida nos hace y nos deshace. Me refiero a materiales tan diversos como el yo y sus espejos y espejismos; los miedos tangibles o quiméricos; la realidad como combate y las derrotas consecuentes; el tacto y los deseos; lo inexorable de los condicionamientos económicos, el transcurrir que nos escribe, corrige y tacha; la fuerza no siempre benéfica de los sueños no cumplidos pero no olvidados. Cuando la literatura me ofrece el contacto con esos materiales me despierta admiración, es decir, agradecido reconocimiento hacia las capacidades posibles que alberga el vivir y, sobre todo, el vivir como vivir entre los otros.
Constantino Bértolo en entrevista de Silvia Veloso. Tomado de http://www.paula.cl/blog/entrevista/2010/11/11/el-editor-constantino-bertolo/
La película del rey
Me gustó mucho. Buen cierre para mi año quijotesco.
“La Película del Rey”: La pasión de un Quijote y el cine
por Diego Braude dbraude@imaginacionatrapada.com.ar
(Argentina, 1986) Dirección:Carlos Sorín Producción:Perla Lichteinstein y Gustavo Sierra Guión: Jorge Goldenberg y Carlos Sorín Fotografía: Esteban Courtalón Elenco: Julio Chávez, Ulises Dumont, Miguel Dedovich, Villanueva Cosse, Ana María Giunta, David Llewellyn, Roxana Berco, Marilia Paranhos, Rubén Szumacher, César García, Hillda Rey, Marcela Luppi, Fernando Bravo, Diego Varzi, Roberto Pagés Edición: Alberto Yaccelini Música: Carlos Franzetti Sonido: Bebe Kamín y Miguel Ángel Polo Escenografía: Margarita Jusid Vestuario: Margarita Jusid Duración: 107 minutos
Allá por el año 1986, Carlos Sorín, quien hasta ese momento había participado en cine sobre todo como director de fotografía (siendo en su mayoría films experimentales o inconclusos), hace su aparición en las salas con “La película del rey”. Quince años antes, Sorín había participado de una co-producción que se había llamado “Nueva Francia”, que quedó inconclusa (de hecho, Jorge Goldenberg, el co-guionista, había sido el director de aquel intento). En uno de sus últimos intentos por recuperar su reino de la araucanía, Orllie Antoine de Tounens, había convencido a un banquero de apoyarlo económicamente bajo la idea de la fundación de una “Nueva Francia”. Ya en la década del ´80, Sorín, atraído por la historia de Orllie Antoine, se centra en su primera institución de la monarquía araucana.
Aventurero o demente, Orllie Antoine se había embarcado hacia Sudamérica, específicamente Chile, con la intención de unir a los pueblos latinoamericanos en un solo reino (bajo su mando, obviamente). Una vez ahí, viendo que la situación no daba para convencer a los ya más o menos establecidos gobiernos locales, descubrió una posibilidad en los pueblos de la Araucanía y la Patagonia (lado chileno y lado argentino, respectivamente). Estos dos, divididos en diversas tribus, mantenían su independencia y ofrecían un foco de resistencia para los incipientes estados nacionales que eran Argentina y Chile. Orllie emprende su aventura, sin saberse apañado por una leyenda araucana que hablaba de la llegada de un hombre blanco que habría de ser su libertador. En 1860 logra fundar su reino, habiendo convencido a los caciques de la región, y en 1861 aumenta su popularidad. El gobierno chileno lo considera un peligro y en 1862 es traicionado por un allegado y puesto en prisión. Su destino es la muerte, pero el gobierno francés intercede, es considerado demente, liberado y retornado a Francia. Durante los próximos 16 años, hasta su muerte, habría de intentar volver infructuosamente.
“La película del rey” era la historia del rodaje del film sobre esta primera fundación y su traición. David (Julio Chávez), es un joven director que alterna entre la publicidad (lo que le da de comer), y el cine (su pasión). Arturo (Ulises Dumont), es el paradigma del Jefe de Producción, cuya pasión pasa por hacer posibles los sueños del Quijote David. Su forma de soñar, es permitirle al otro hacerlo, engancharse a su estrella hasta que ambos terminan siendo parte de una misma cosa. Es que, como la historia de Orllie Antoine, la de David y su película, la del cine según este Sorín de la década del ´80, es una de Quijotes, de aventureros entre apasionados y dementes, de empresas irrealizables, de altas montañas a escalar.
David (alterego inconfundible del propio Sorín), se va quedando sin dinero a medida que el apoyo financiero de su productor va desapareciendo. El presupuesto lo lleva entonces a soluciones creativas. Opta por actores no profesionales, busca en donde sea. ¿No hay sonido? Se filma mudo. La cámara de Sorín, desde una imagen que oscila entre el plano normal y cierta desprolijidad documental, va narrando.
El director se detiene, con cariño, en pequeños detalles, como una heladera vacía en la casa de David (no es sólo el dinero, es que casi no está en su propia casa), una mirada por una ventana (David no puede dejar de ver). Cada paso es una forma de encuadre.
Al cambiar la metrópoli por el desierto patagónico, Sorín se deja llevar por su propia fascinación hacia esa enorme extensión de tierra, esa enormidad que también habla de lo pequeño del ser humano, esa Patagonia le hablaba a Sorín de su propio cine a través de sus imágenes.
Lentamente, la atmósfera del film va adquiriendo tintes fellinescos, ese clima de dulce locura onírica que Federico Fellini sabía imprimir a sus películas. Como es de imaginar, lentamente se va produciendo la metamorfosis entre David y Orllie.
A partir de este punto, el balance del film cambia. De realista pasa a surrealista. El sonido (mudo en el film dentro del film), se exacerba en risotadas o enojos, la lluvia hace su intrusión (“sobre llovido, mojado”), la luz más saturada del comienzo va dejando lugar a la noche iluminada por fuegos fantasmales, los rostros terminan de convertirse en máscaras. La locura del rey es la de David, traicionado por las circunstancias, abandonado. En unas imágenes de gran belleza visual, Sorín/David/Orllie transforman ese escenario patagónico en una visión de su propia empresa, la locura de su propia pasión.
La historia del cine está plagada de películas malditas, inconclusas, productores fantasmas, problemas, desafíos. ¿Por qué, entonces, seguir insistiendo? Esa es la pregunta que el propio relato le hace a Orllie, a David. Con su fiel Sancho a su lado (Arturo), David encuentra una única respuesta: la pasión, el fuego del aventurero, un Quijote que ve monstruos en los molinos de viento y doncellas en prostitutas reventadas. Es la capacidad de descubrir una y otra vez lo maravilloso en cada mirada; dejar de hacerlo es, simplemente, morir.
El final del film, el de la aparente derrota de Orllie/David, oh, casualidad, tiene que ver con la próxima aventura...
Tomado de http://www.imaginacionatrapada.com.ar/Cine/la_pelicula_del_rey.htm
“La Película del Rey”: La pasión de un Quijote y el cine
por Diego Braude dbraude@imaginacionatrapada.com.ar
(Argentina, 1986) Dirección:Carlos Sorín Producción:Perla Lichteinstein y Gustavo Sierra Guión: Jorge Goldenberg y Carlos Sorín Fotografía: Esteban Courtalón Elenco: Julio Chávez, Ulises Dumont, Miguel Dedovich, Villanueva Cosse, Ana María Giunta, David Llewellyn, Roxana Berco, Marilia Paranhos, Rubén Szumacher, César García, Hillda Rey, Marcela Luppi, Fernando Bravo, Diego Varzi, Roberto Pagés Edición: Alberto Yaccelini Música: Carlos Franzetti Sonido: Bebe Kamín y Miguel Ángel Polo Escenografía: Margarita Jusid Vestuario: Margarita Jusid Duración: 107 minutos
Allá por el año 1986, Carlos Sorín, quien hasta ese momento había participado en cine sobre todo como director de fotografía (siendo en su mayoría films experimentales o inconclusos), hace su aparición en las salas con “La película del rey”. Quince años antes, Sorín había participado de una co-producción que se había llamado “Nueva Francia”, que quedó inconclusa (de hecho, Jorge Goldenberg, el co-guionista, había sido el director de aquel intento). En uno de sus últimos intentos por recuperar su reino de la araucanía, Orllie Antoine de Tounens, había convencido a un banquero de apoyarlo económicamente bajo la idea de la fundación de una “Nueva Francia”. Ya en la década del ´80, Sorín, atraído por la historia de Orllie Antoine, se centra en su primera institución de la monarquía araucana.
Aventurero o demente, Orllie Antoine se había embarcado hacia Sudamérica, específicamente Chile, con la intención de unir a los pueblos latinoamericanos en un solo reino (bajo su mando, obviamente). Una vez ahí, viendo que la situación no daba para convencer a los ya más o menos establecidos gobiernos locales, descubrió una posibilidad en los pueblos de la Araucanía y la Patagonia (lado chileno y lado argentino, respectivamente). Estos dos, divididos en diversas tribus, mantenían su independencia y ofrecían un foco de resistencia para los incipientes estados nacionales que eran Argentina y Chile. Orllie emprende su aventura, sin saberse apañado por una leyenda araucana que hablaba de la llegada de un hombre blanco que habría de ser su libertador. En 1860 logra fundar su reino, habiendo convencido a los caciques de la región, y en 1861 aumenta su popularidad. El gobierno chileno lo considera un peligro y en 1862 es traicionado por un allegado y puesto en prisión. Su destino es la muerte, pero el gobierno francés intercede, es considerado demente, liberado y retornado a Francia. Durante los próximos 16 años, hasta su muerte, habría de intentar volver infructuosamente.
“La película del rey” era la historia del rodaje del film sobre esta primera fundación y su traición. David (Julio Chávez), es un joven director que alterna entre la publicidad (lo que le da de comer), y el cine (su pasión). Arturo (Ulises Dumont), es el paradigma del Jefe de Producción, cuya pasión pasa por hacer posibles los sueños del Quijote David. Su forma de soñar, es permitirle al otro hacerlo, engancharse a su estrella hasta que ambos terminan siendo parte de una misma cosa. Es que, como la historia de Orllie Antoine, la de David y su película, la del cine según este Sorín de la década del ´80, es una de Quijotes, de aventureros entre apasionados y dementes, de empresas irrealizables, de altas montañas a escalar.
David (alterego inconfundible del propio Sorín), se va quedando sin dinero a medida que el apoyo financiero de su productor va desapareciendo. El presupuesto lo lleva entonces a soluciones creativas. Opta por actores no profesionales, busca en donde sea. ¿No hay sonido? Se filma mudo. La cámara de Sorín, desde una imagen que oscila entre el plano normal y cierta desprolijidad documental, va narrando.
El director se detiene, con cariño, en pequeños detalles, como una heladera vacía en la casa de David (no es sólo el dinero, es que casi no está en su propia casa), una mirada por una ventana (David no puede dejar de ver). Cada paso es una forma de encuadre.
Al cambiar la metrópoli por el desierto patagónico, Sorín se deja llevar por su propia fascinación hacia esa enorme extensión de tierra, esa enormidad que también habla de lo pequeño del ser humano, esa Patagonia le hablaba a Sorín de su propio cine a través de sus imágenes.
Lentamente, la atmósfera del film va adquiriendo tintes fellinescos, ese clima de dulce locura onírica que Federico Fellini sabía imprimir a sus películas. Como es de imaginar, lentamente se va produciendo la metamorfosis entre David y Orllie.
A partir de este punto, el balance del film cambia. De realista pasa a surrealista. El sonido (mudo en el film dentro del film), se exacerba en risotadas o enojos, la lluvia hace su intrusión (“sobre llovido, mojado”), la luz más saturada del comienzo va dejando lugar a la noche iluminada por fuegos fantasmales, los rostros terminan de convertirse en máscaras. La locura del rey es la de David, traicionado por las circunstancias, abandonado. En unas imágenes de gran belleza visual, Sorín/David/Orllie transforman ese escenario patagónico en una visión de su propia empresa, la locura de su propia pasión.
La historia del cine está plagada de películas malditas, inconclusas, productores fantasmas, problemas, desafíos. ¿Por qué, entonces, seguir insistiendo? Esa es la pregunta que el propio relato le hace a Orllie, a David. Con su fiel Sancho a su lado (Arturo), David encuentra una única respuesta: la pasión, el fuego del aventurero, un Quijote que ve monstruos en los molinos de viento y doncellas en prostitutas reventadas. Es la capacidad de descubrir una y otra vez lo maravilloso en cada mirada; dejar de hacerlo es, simplemente, morir.
El final del film, el de la aparente derrota de Orllie/David, oh, casualidad, tiene que ver con la próxima aventura...
Tomado de http://www.imaginacionatrapada.com.ar/Cine/la_pelicula_del_rey.htm
Al otro lado del mundo
2010 querido
Publicación de mi primer libro Mi tren monoplaza. Más dos presentaciones (Primera en La Herrería, segunda en la Biblioteca Nacional)
Dos lecturas poéticas: una en San Telmo con el Grupo Alejandría, otra en Palermo con el Zoológico de poetas.
Seis materias en la facu y todo lo que estar y estudiar y descubrir cosas y gente en Puàn significa para mí.
Taller con Pedro Mairal y el descubrimiento de mi "narratividad".
Taller con Felix Bruzzone y el tomarme en serio la reescritura.
Laburo en piloto automático con una reducción de seis a cuatroe escuelas y el premio de dos tardes libres.
Cumple de 15 de mi hijita bonita. Adelescencia a full del Rafa y adultez laburadora de Juliàn más presentación de novia con hija incluída.
Fidelidad de amigos y amigas de fierro más renovación de nuevas bancas en talleres y facu.
Blogueo a full.
Dos años más de alquiler en mi casita preferida y la seguridad de estar en mi lugar en el mundo.
Dos lecturas poéticas: una en San Telmo con el Grupo Alejandría, otra en Palermo con el Zoológico de poetas.
Seis materias en la facu y todo lo que estar y estudiar y descubrir cosas y gente en Puàn significa para mí.
Taller con Pedro Mairal y el descubrimiento de mi "narratividad".
Taller con Felix Bruzzone y el tomarme en serio la reescritura.
Laburo en piloto automático con una reducción de seis a cuatroe escuelas y el premio de dos tardes libres.
Cumple de 15 de mi hijita bonita. Adelescencia a full del Rafa y adultez laburadora de Juliàn más presentación de novia con hija incluída.
Fidelidad de amigos y amigas de fierro más renovación de nuevas bancas en talleres y facu.
Blogueo a full.
Dos años más de alquiler en mi casita preferida y la seguridad de estar en mi lugar en el mundo.
jueves, 30 de diciembre de 2010
Dispersión
Mis post están como yo en vacaciones: dispersos, flotantes, poco coherentes y concentrados, "yendo de la cama al living", es decir, de la compu a la reposera.
¿Quién lo parió?
Uno es su avaricia
"En el retorno a lo real, lo real resuta molesto, sobre todo cuando la esperiencia virtual ha sido agradable, autogratificadora, ensimismada. Ocurre lo mismo que al despertar de un sueño placentero. Cuando Emma conoce a Charles se seinte, al principio, molesta, irritada, pero esa misma irritación -nos dice el narrador- la lleva al convencimiento de que "al fin poseía aquella maravillosa pasión que gasta entonces fuera para ella como un gran pàjaro rosa planeando en el esplendor de los cielos poéticos". Frente a una presencia que interfiere en la prolongaciónde la felicidad virtual, la soluciòn de Emma es lógica: primero se irrita, después la idealiza, la hace mejor, la hace suya (como un rey Midas que convierte en oro todo lo que toca); la virtualiza, es decir, le traspasa su virtud. Lee el mundo desde su experiencia de lectora: aprovecha lo que le conviene, transforma lo que le irrita; y lo que no puede transformar ni aprovechar (el dinero, las deudas), lo ignora. Del mismo modo actúa el lector que se salta las pàginas de un libro, ejerciendo con ello un derecho que invoca Pennac -y tambièn Lacan-, y que no es más que el derecho a afirmar que fuera de uno mismo no existe nada, es decir, que uno es su avaricia"
Constatino Bértolo, en La cena de los notables. Periférica. 2008
Constatino Bértolo, en La cena de los notables. Periférica. 2008
miércoles, 29 de diciembre de 2010
Zelarayán
Contra los gauchos (teoría de Zelarayán).
Por: Fernando Molle.
Seguido de: Roña Criolla, de Ricardo Zellarayán.
Mucho cuidado con dejar pegado a Zelarayán a la gauchesca. Por si las moscas, aclara: "Aborrezco los gauchos. El guacho es la policía del patrón. Por eso le dan el caballo. Yo no sé de dónde sacan que soy gauchesco o neogauchesco. Claro, como en mi novela (La piel de caballo) aparece un caballo, ya es gauchesco. ¡Pero hay que ser boludo! Y como soy provinciano, los porteños creen que nací en el campo."
Ricardo Zelarayán sigue echando leña al mito del escritor secreto y que publica casi nunca. Sólo cuatro libros editados (cinco, contando el breve y reciente Bolsas, en edición cartonera). Y, bajo la línea de flotación editorial, un iceberg de textos perdidos o inconclusos, que hablan de un poeta de primera magnitud que, sin perder un miligramo de intensidad, a veces condesciende al relato y la novela. Su sordera irreversible viene contrapesada por un oído absoluto, biónico, para sintonizar la música del habla popular. De eso se trata Roña Criolla ¿Por qué estos poemas no se parecen a nada leído antes? Por su finalidad original: son "frases de arranque" para armar el clima de una novela condenada a la ineditez, Lata peinada, que desenrolla voces y vidas de gente de las provincias del norte que viene a buscar trabajo a Buenos Aires. Los poemas de Roña traen historias amagadas, relámpagos sobre una escena campera, como escuchar de lejos una conversación que, cuanto más nos acercamos, menos entendemos y más nos fascina. Mugre y sordidez.
Conozca a Zelarayán: entrerriano, septuagenario, resentido, panfletista y políglota. El único (gran) escritor argentino que así se autodefine: "No soy escritor".
ROÑA CRIOLLA. De Ricardo Zelarayán
Pioja
Rezongado rezongo de palabra renga. Pelo y barro.
La horca... limpita. La horquilla puñalea seis veces por vez. Puñaladas finas, bien clavadoras...¡Y a la puña!
Arado entiera y desentierra. Peine grueso y fino, suave y liendre, piojo nomás. No saltona pulga. Roña y sangre. La piedra aguanta, aguantaraz.
Madera, ¡já! Madera y avispas clavadoras. Una siesta basta. ¿Seguro? La carne sin revés se las arregla. Cae una gota loca. Dos, tres... A la baba nomás mientras el río corra.
Los huesos mentirosos se desencajan. Cris, cras... Pura agua colonia. Pelo, pelambre, pelambruna. ¿Dónde hervir el huesito salvador?
Puta, puta calandria. Avispa del chajá. Mancha que se borra al despertar. Cae el pelo, uña caída, cherubichá.
Al chajá montero lagunas le sobran. Al diente por diente las lomitas. Orilla amarilla y negra. Nunca bien te veo.
Vidrio, pelo, vidrio en los ojos, polvareda.
Filo contrafilo y punta. Coleteando en la atmósfera. Ladridos. Burro. Burro empacado. Burro lengua ´e sal. Sapo bronceado bornce.
Sopa alharaca. Tuna. Liendre lisita. No hay peine pal pelo que arde nomás. Huracaneados vamos, aplanados todos. ¡A la que vuelve y no vuelve! Polvo empiojado.
La piel de los pelos arde. El sapo se revuelve. Dientes no se animan. La horquilla se queda guacha.
El galope saltea el diente que falta. Cigarro que se apaga al sol, el agua mansa sabe que va al muere, pero se olvida.
Al fin se apagan las miradas. Viudas o brujas seguirán mirando. El que afloja de mirar es diente suelto. la piedra es piedra. ¡Y adelante!
Fuego que pasa de largo también se olvida. Rata nomás, rata ciega y sorda. Memoria. Hasta el cuchillo lagrimea. A la larga afloja.
Orillas no son labios. Siempre se apartan.
Y a la última sombra se la comen los cuervos por arriba y los piojos por abajo. ¿Se acabó la negrura? Puro cuento.
Gota
Se viene... Hasta que el balazo se cansa, mas manso que una gota.
Mano mansita, mosca aplastada. La mula mansa escupe jinetes y el vuelo fracasa, nariz en tierra.
Se viene cabeceando de arriba sin costado. Piedra costra cosedora no aguanta. El pato si no se acuesta patea miel hasta que lo despierta el viento.
Se viene sin costa. A la reventada llaman.
Se viene hasta que la llama se apaga. De mientras, cuerpea. Suspiro humea, huracaneado.
Sapo, sapón, reniega. Pero se viene, y al vuelo se arman puños de hormigas. Espina, balazo, todo es cuestión de tiempo, incansable campanita sorda, gorda. Y flaco escopetón. Mierda. Y a la que sigue que es la que se viene.
Se viene con o sin ruido, humo o viento, sapo desdentado.
Llovido o sudada gota, se viene filo sin lomo.
Se viene la gota al derecho y al revés de todos los reveses de la dichosa gota.
Se viene el aplaste. De lo goteado espeso al filo.
Se viene con amanecer cambiado, aunque no se note mucho. Un día nacido para ser olvidado, se viene suelto, entreverado, disimulado entre las mulas tontas de la pendiente apenas soleada.
Se viene para irse para siempre o como siempre. Pero esta vez el tranco es corto para el despegue. Ceniza es cuero.
La tierra se cuartea sin humo.
Se viene desparejo entre tranco y tranco. Tiro al aire.
Y otra vez al balazo se muere nomás, buscando quien lo olfatee.
Madera y hueso arden, hojas aparte. Soplar lo seco, a quemarropa.
Se viene nomás, garrotes sin arder, sin rodillas, enteritos.
Y las tinieblas, oscuras borregas, buscan el sol que las muerda.
Muerde mierda. Cruz ladeada al galope. El día se escapa, la trompa arenosa.
Se viene la piedra dura, mientras todo vuela y lo que es lo mismo, lo que se secó se aguanta hasta que le dé el cuero.
Dos
Adelante la mesa se parte en dos como calavera usada.
Y el humo del arroz calaverea.
Enseguida se le viene encima la pared carcomida.
Buena yunta pa tumbarse al raso.
Al rato la noche negra curiosea por todos los rincones, con toda la mano abierta.
La cosa se hace larga para la rosa ciega. Las piedras son puro diente amontonado.
Por si acaso el cielo se derrama, puro barro suelto.
El fuego ha madrugado, alma de mosca zumbona, lado a lado disparado de la mulita dientuda, apretada pulga negra entre las piedras. Monte oscuro, guay, gatillado, envolvedor, instalándose nomás, flotante, volador flor calcinada.
Y Antenor con nudo ciego de cuerda de guitarra en el cogote.
Y la alharaca silenciosa de puro pucho junto a la piedra de siempre.
La piel barcina acalambronada, guarangueando se despega sola y se vuela venteada.
No quesa un hilo de esa voz seruchona, orgullosa del balazo acicalado.
Aire sordo
Boca flor de buche. Una volteada no alcanza, rasca piedra, arisca tuna. El agua se agita cuentera.
Sordo el estallido de la gota, triste derrame en la seca. Airearse, moverse mojarse, lo otro es alambre de púa en tuna, pan con pan...
Bordes duran si aguantan. Ni siquiera el filo, miel guacha en la polvareda.
Silbido o respiración. Ahora somos todos sordos atropellando a los árboles. Empollando piedras eternamente.
Y árboles mendiguean entre las pìedras mientras afloja la arena toruga hasta que el viento arremete.
Y ya no hay sombra que valga. Las grietas nada más que en el recuerdo. Adiós al viento salado que nunca hizo sombra.
Boca-buche. Fuego sin semillas, arena sin nada suelto.
Rascar por rascarse. Ver por ver, inútil desde mientras. Hacha de filo cada vez más ancho, piedra al fin, boca de arena.
Quiebra que te piedra y no se oye.
(Roña criolla, escrito en 1984, fue editado en 1991 por la editorial Tierra Firme)
Tomado de http://www.mabuse.com.ar/mabuse/zela.htm
Por: Fernando Molle.
Seguido de: Roña Criolla, de Ricardo Zellarayán.
Mucho cuidado con dejar pegado a Zelarayán a la gauchesca. Por si las moscas, aclara: "Aborrezco los gauchos. El guacho es la policía del patrón. Por eso le dan el caballo. Yo no sé de dónde sacan que soy gauchesco o neogauchesco. Claro, como en mi novela (La piel de caballo) aparece un caballo, ya es gauchesco. ¡Pero hay que ser boludo! Y como soy provinciano, los porteños creen que nací en el campo."
Ricardo Zelarayán sigue echando leña al mito del escritor secreto y que publica casi nunca. Sólo cuatro libros editados (cinco, contando el breve y reciente Bolsas, en edición cartonera). Y, bajo la línea de flotación editorial, un iceberg de textos perdidos o inconclusos, que hablan de un poeta de primera magnitud que, sin perder un miligramo de intensidad, a veces condesciende al relato y la novela. Su sordera irreversible viene contrapesada por un oído absoluto, biónico, para sintonizar la música del habla popular. De eso se trata Roña Criolla ¿Por qué estos poemas no se parecen a nada leído antes? Por su finalidad original: son "frases de arranque" para armar el clima de una novela condenada a la ineditez, Lata peinada, que desenrolla voces y vidas de gente de las provincias del norte que viene a buscar trabajo a Buenos Aires. Los poemas de Roña traen historias amagadas, relámpagos sobre una escena campera, como escuchar de lejos una conversación que, cuanto más nos acercamos, menos entendemos y más nos fascina. Mugre y sordidez.
Conozca a Zelarayán: entrerriano, septuagenario, resentido, panfletista y políglota. El único (gran) escritor argentino que así se autodefine: "No soy escritor".
ROÑA CRIOLLA. De Ricardo Zelarayán
Pioja
Rezongado rezongo de palabra renga. Pelo y barro.
La horca... limpita. La horquilla puñalea seis veces por vez. Puñaladas finas, bien clavadoras...¡Y a la puña!
Arado entiera y desentierra. Peine grueso y fino, suave y liendre, piojo nomás. No saltona pulga. Roña y sangre. La piedra aguanta, aguantaraz.
Madera, ¡já! Madera y avispas clavadoras. Una siesta basta. ¿Seguro? La carne sin revés se las arregla. Cae una gota loca. Dos, tres... A la baba nomás mientras el río corra.
Los huesos mentirosos se desencajan. Cris, cras... Pura agua colonia. Pelo, pelambre, pelambruna. ¿Dónde hervir el huesito salvador?
Puta, puta calandria. Avispa del chajá. Mancha que se borra al despertar. Cae el pelo, uña caída, cherubichá.
Al chajá montero lagunas le sobran. Al diente por diente las lomitas. Orilla amarilla y negra. Nunca bien te veo.
Vidrio, pelo, vidrio en los ojos, polvareda.
Filo contrafilo y punta. Coleteando en la atmósfera. Ladridos. Burro. Burro empacado. Burro lengua ´e sal. Sapo bronceado bornce.
Sopa alharaca. Tuna. Liendre lisita. No hay peine pal pelo que arde nomás. Huracaneados vamos, aplanados todos. ¡A la que vuelve y no vuelve! Polvo empiojado.
La piel de los pelos arde. El sapo se revuelve. Dientes no se animan. La horquilla se queda guacha.
El galope saltea el diente que falta. Cigarro que se apaga al sol, el agua mansa sabe que va al muere, pero se olvida.
Al fin se apagan las miradas. Viudas o brujas seguirán mirando. El que afloja de mirar es diente suelto. la piedra es piedra. ¡Y adelante!
Fuego que pasa de largo también se olvida. Rata nomás, rata ciega y sorda. Memoria. Hasta el cuchillo lagrimea. A la larga afloja.
Orillas no son labios. Siempre se apartan.
Y a la última sombra se la comen los cuervos por arriba y los piojos por abajo. ¿Se acabó la negrura? Puro cuento.
Gota
Se viene... Hasta que el balazo se cansa, mas manso que una gota.
Mano mansita, mosca aplastada. La mula mansa escupe jinetes y el vuelo fracasa, nariz en tierra.
Se viene cabeceando de arriba sin costado. Piedra costra cosedora no aguanta. El pato si no se acuesta patea miel hasta que lo despierta el viento.
Se viene sin costa. A la reventada llaman.
Se viene hasta que la llama se apaga. De mientras, cuerpea. Suspiro humea, huracaneado.
Sapo, sapón, reniega. Pero se viene, y al vuelo se arman puños de hormigas. Espina, balazo, todo es cuestión de tiempo, incansable campanita sorda, gorda. Y flaco escopetón. Mierda. Y a la que sigue que es la que se viene.
Se viene con o sin ruido, humo o viento, sapo desdentado.
Llovido o sudada gota, se viene filo sin lomo.
Se viene la gota al derecho y al revés de todos los reveses de la dichosa gota.
Se viene el aplaste. De lo goteado espeso al filo.
Se viene con amanecer cambiado, aunque no se note mucho. Un día nacido para ser olvidado, se viene suelto, entreverado, disimulado entre las mulas tontas de la pendiente apenas soleada.
Se viene para irse para siempre o como siempre. Pero esta vez el tranco es corto para el despegue. Ceniza es cuero.
La tierra se cuartea sin humo.
Se viene desparejo entre tranco y tranco. Tiro al aire.
Y otra vez al balazo se muere nomás, buscando quien lo olfatee.
Madera y hueso arden, hojas aparte. Soplar lo seco, a quemarropa.
Se viene nomás, garrotes sin arder, sin rodillas, enteritos.
Y las tinieblas, oscuras borregas, buscan el sol que las muerda.
Muerde mierda. Cruz ladeada al galope. El día se escapa, la trompa arenosa.
Se viene la piedra dura, mientras todo vuela y lo que es lo mismo, lo que se secó se aguanta hasta que le dé el cuero.
Dos
Adelante la mesa se parte en dos como calavera usada.
Y el humo del arroz calaverea.
Enseguida se le viene encima la pared carcomida.
Buena yunta pa tumbarse al raso.
Al rato la noche negra curiosea por todos los rincones, con toda la mano abierta.
La cosa se hace larga para la rosa ciega. Las piedras son puro diente amontonado.
Por si acaso el cielo se derrama, puro barro suelto.
El fuego ha madrugado, alma de mosca zumbona, lado a lado disparado de la mulita dientuda, apretada pulga negra entre las piedras. Monte oscuro, guay, gatillado, envolvedor, instalándose nomás, flotante, volador flor calcinada.
Y Antenor con nudo ciego de cuerda de guitarra en el cogote.
Y la alharaca silenciosa de puro pucho junto a la piedra de siempre.
La piel barcina acalambronada, guarangueando se despega sola y se vuela venteada.
No quesa un hilo de esa voz seruchona, orgullosa del balazo acicalado.
Aire sordo
Boca flor de buche. Una volteada no alcanza, rasca piedra, arisca tuna. El agua se agita cuentera.
Sordo el estallido de la gota, triste derrame en la seca. Airearse, moverse mojarse, lo otro es alambre de púa en tuna, pan con pan...
Bordes duran si aguantan. Ni siquiera el filo, miel guacha en la polvareda.
Silbido o respiración. Ahora somos todos sordos atropellando a los árboles. Empollando piedras eternamente.
Y árboles mendiguean entre las pìedras mientras afloja la arena toruga hasta que el viento arremete.
Y ya no hay sombra que valga. Las grietas nada más que en el recuerdo. Adiós al viento salado que nunca hizo sombra.
Boca-buche. Fuego sin semillas, arena sin nada suelto.
Rascar por rascarse. Ver por ver, inútil desde mientras. Hacha de filo cada vez más ancho, piedra al fin, boca de arena.
Quiebra que te piedra y no se oye.
(Roña criolla, escrito en 1984, fue editado en 1991 por la editorial Tierra Firme)
Tomado de http://www.mabuse.com.ar/mabuse/zela.htm
Murió Ricardo Zelarayán
Murió el gran poeta Ricardo Zelarayán
Es considerado uno de los más extraordinarios escritores argentinos contemporáneos.
29.12.2010 | 17:22
Zelarayán escribió sólo 5 libros, pero fue uno de los autores con más influencia en las nuevas generaciones de escritores. | Foto: Cedoc
Ampliar Ampliar
A sus 89 años, murió hoy el poeta Ricardo Zelarayán, considerado uno de los más extraordinarios escritores argentinos contemporáneos. Con sólo cinco libros publicados en pequeñas editoriales, fue uno de los autores que mayor influencia ejerció sobre las nuevas generaciones de poetas y novelistas.
Dueño de un estilo que combina la picaresca criolla con Joyce y Céline, su obra es una reflexión sobre la violencia del lenguaje.
Entre sus libros se encuentran, La obsesión del espacio, de poesía en 1972, cuando ya tenía 40 años; La piel de caballo –una novelita finita–, Roña criolla –poemas repetitivos en clave musical–, un breve artículo crítico sobre Erik Satie, un librito de cuentos para chicos llamado Traveseando, y a fines de 2008 apareció la mítica novela perdida y encontrada, que según Zelarayán "se le había ido de las manos": Lata peinada.
Es considerado uno de los más extraordinarios escritores argentinos contemporáneos.
29.12.2010 | 17:22
Zelarayán escribió sólo 5 libros, pero fue uno de los autores con más influencia en las nuevas generaciones de escritores. | Foto: Cedoc
Ampliar Ampliar
A sus 89 años, murió hoy el poeta Ricardo Zelarayán, considerado uno de los más extraordinarios escritores argentinos contemporáneos. Con sólo cinco libros publicados en pequeñas editoriales, fue uno de los autores que mayor influencia ejerció sobre las nuevas generaciones de poetas y novelistas.
Dueño de un estilo que combina la picaresca criolla con Joyce y Céline, su obra es una reflexión sobre la violencia del lenguaje.
Entre sus libros se encuentran, La obsesión del espacio, de poesía en 1972, cuando ya tenía 40 años; La piel de caballo –una novelita finita–, Roña criolla –poemas repetitivos en clave musical–, un breve artículo crítico sobre Erik Satie, un librito de cuentos para chicos llamado Traveseando, y a fines de 2008 apareció la mítica novela perdida y encontrada, que según Zelarayán "se le había ido de las manos": Lata peinada.
martes, 28 de diciembre de 2010
Gravitación silenciosa
“Hay algo mágico: yo continúo comprando libros. No puedo leerlos, pero la presencia de los libros me ayuda, esa gravitación silenciosa, sentir que están ahí…”
Jorge Luis Borges
Jorge Luis Borges
Haruki Murakami
Todos los libros y obras de Haruki Murakami
De qué hablo cuando hablo de correr 2010
El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas 2009
After Dark 2008 (2009)
Sauce ciego, mujer dormida 2008 (2009)
Kafka en la orilla 2005 (2008)
Sputnik, mi amor 2002 (2008)
Tras el temblor 2002
Al sur de la frontera, al oeste del Sol 1999
Baila Baila Baila 1998
Crónica del pájaro que da cuerda al mundo 1995 (2008)
El elefante desaparece 1993
Tokio blues (Norwegian Wood) 1989 (2009)
El país de las maravillas en ebullición y el fin del mundo 1987
La caza del carnero salvaje 1982 (2009)
Oye el balanceo del viento 1979
Pinball 1973
De qué hablo cuando hablo de correr 2010
El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas 2009
After Dark 2008 (2009)
Sauce ciego, mujer dormida 2008 (2009)
Kafka en la orilla 2005 (2008)
Sputnik, mi amor 2002 (2008)
Tras el temblor 2002
Al sur de la frontera, al oeste del Sol 1999
Baila Baila Baila 1998
Crónica del pájaro que da cuerda al mundo 1995 (2008)
El elefante desaparece 1993
Tokio blues (Norwegian Wood) 1989 (2009)
El país de las maravillas en ebullición y el fin del mundo 1987
La caza del carnero salvaje 1982 (2009)
Oye el balanceo del viento 1979
Pinball 1973
Recomendado por Walter Lezcano
Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, de Haruki Murakami
Tomado de http://flenning.blogspot.com/2010/01/cronica-del-pajaro-que-da-cuerda-al.html
La vida de Tooru Okada, el héroe triste de esta historia, el señor pájaro-que-da-cuerda, es sencilla, discreta, doméstica y curiosamente rutinaria; sin embargo, la rutina que envuelve la vida del señor Okada quizás solo sea la bajamar de una playa en calma.
«… Igual que el flujo y reflujo de las mareas. Nadie puede cambiarlo. Cuando hay que esperar, hay que esperar […]».
De pronto, algo cambia. El pájaro que da cuerda al mundo gira la llave de su mecanismo, ric-ric, y entonces es difícil ya saber si lo que es, es, o si solo se parece a algo.
Hubo cambios. ¿Qué cambió? Desapareció el gato. ¿Solo cambió eso? ¿Dónde van los gatos cuando salen por la noche? ¿Se habrá ido por el callejón? ¿Dónde acaban los callejones sin salida? Estas parecen ser preguntas decepcionantemente sencillas, pero las respuestas a esas preguntas, sin embargo, resultan complejas y paradójicas, tan paradójicas como el hecho de que la verdad vive en el mundo de lo apenas cierto.
¿No le parece raro a usted que muchas respuestas se oculten en ese lugar-no lugar de donde no se puede extraer nada cierto y nada falso? Hay un lugar en el que la verdad se parece a la realidad y la realidad se parece a un sueño. Precisamente en ese lugar es donde se esconden los cabos sueltos de las historias sin fin. Ese lugar sin significante es el punto ciego en el que los asesinos arrojan sus armas homicidas, es donde los magos escriben los pases secretos de sus juegos, es donde la realidad se convierte en sueño y donde el sueño parece real y es, también, el punto de reunión de todo lo inexplicable.
«... En la realidad, a diferencia de Adiós a las armas, mientras esperaba paciente a que algo sucediera, encerrado en aquella casa silenciosa mirando las agujas del reloj, yo apenas sentí apetito. Y entonces, de repente, se me ocurrió preguntarme si esta falta de apetito no sería fruto de mi carencia de realismo literario. Tuve la impresión de formar parte de una novela mal escrita. Y de que alguien me acusaba diciendo: «No eres verosímil». Quizá fuera verdad […]».
Cuando lo que se busca está perdido en ese mundo indescriptible y confuso, estrecho, pero infinito, es necesario ir en su búsqueda ataviado con armas y elementos que no son de este plano ni de aquel. Tooru Okada hará ese viaje hasta la frontera de la realidad, debe hallar sus respuestas. Parece un eufemismo o un mito, pero no es nada de ello. El viaje de Tooru Okada no se parece a ningún otro viaje, de hecho no sé si yo haría un viaje tan largo para encontrar a un gato vagabundo.
«… —Oye, señor pájaro-que-da-cuerda —dijo May Kasahara—, quizá solo sean cuestiones mías, pero creo que cada uno de nosotros nace con una cosa diferente en el centro de su existencia. Y esta cosa, cada una de estas cosas distintas, se convierte en una especie de fuente de calor que mueve desde el interior a cada uno de los seres humanos. Yo también la tengo, claro, pero de vez en cuando se me escapa de las manos […]».
Y si además de querer conocer el destino de la mascota perdida quisiese hallar las respuestas a preguntas como: ¿Dónde está la mujer que amo? ¿Cuándo acabará este infierno? ¿Quién escucha nuestros ahogados pedidos de auxilio? ¿Dónde vive el pájaro que le da cuerda al mundo y dónde está la llave de su mecanismo? Entonces, digo, ¿haría el viaje?
En la vida de Tooru Okada los sucesos no se relacionan de manera trivial y consecutiva. Como si cumpliese la ley de causa efecto, o de sincronicidad. Nada en su espacio de conciencia es del todo obvio, nada es del todo cierto y nada es del todo real. El mundo del señor Okada es un mundo de símbolos. Todo es símbolo y todo es parte del mecanismo del pájaro que da cuerda al mundo: Una mancha de nacimiento en la mejilla derecha, la letra de una canción que pasan por la radio, un atajo, el homicidio o un pozo seco, una caja vacía, el nombre de una isla mediterránea, el suicidio, un sueño….
Claro, no podía ser de otro modo. El mundo de Okada es un mundo que parece real y cierto, pero, sin embargo, puede ser reinterpretado, lo mismo que el mundo en el que viven las respuestas a sus dudas. ¿Qué mundo es más verdadero? Si ambos mundos se parecen, ¿cómo saber cuál es roca sólida? Si para viajar al mundo de la incertidumbre es necesario dejar a un lado la conciencia de uno mismo, ¿cómo se podrá volver?
«… Dentro del pozo tenía hambre y sed. No era un sufrimiento común. Pese a ello, carecía de importancia. Lo que más me hizo sufrir fue no poder distinguir claramente ese algo que vivía en la luz […]».
Vuelvo a preguntar, ¿haría el viaje?
Tomado de http://flenning.blogspot.com/2010/01/cronica-del-pajaro-que-da-cuerda-al.html
Tomado de http://flenning.blogspot.com/2010/01/cronica-del-pajaro-que-da-cuerda-al.html
La vida de Tooru Okada, el héroe triste de esta historia, el señor pájaro-que-da-cuerda, es sencilla, discreta, doméstica y curiosamente rutinaria; sin embargo, la rutina que envuelve la vida del señor Okada quizás solo sea la bajamar de una playa en calma.
«… Igual que el flujo y reflujo de las mareas. Nadie puede cambiarlo. Cuando hay que esperar, hay que esperar […]».
De pronto, algo cambia. El pájaro que da cuerda al mundo gira la llave de su mecanismo, ric-ric, y entonces es difícil ya saber si lo que es, es, o si solo se parece a algo.
Hubo cambios. ¿Qué cambió? Desapareció el gato. ¿Solo cambió eso? ¿Dónde van los gatos cuando salen por la noche? ¿Se habrá ido por el callejón? ¿Dónde acaban los callejones sin salida? Estas parecen ser preguntas decepcionantemente sencillas, pero las respuestas a esas preguntas, sin embargo, resultan complejas y paradójicas, tan paradójicas como el hecho de que la verdad vive en el mundo de lo apenas cierto.
¿No le parece raro a usted que muchas respuestas se oculten en ese lugar-no lugar de donde no se puede extraer nada cierto y nada falso? Hay un lugar en el que la verdad se parece a la realidad y la realidad se parece a un sueño. Precisamente en ese lugar es donde se esconden los cabos sueltos de las historias sin fin. Ese lugar sin significante es el punto ciego en el que los asesinos arrojan sus armas homicidas, es donde los magos escriben los pases secretos de sus juegos, es donde la realidad se convierte en sueño y donde el sueño parece real y es, también, el punto de reunión de todo lo inexplicable.
«... En la realidad, a diferencia de Adiós a las armas, mientras esperaba paciente a que algo sucediera, encerrado en aquella casa silenciosa mirando las agujas del reloj, yo apenas sentí apetito. Y entonces, de repente, se me ocurrió preguntarme si esta falta de apetito no sería fruto de mi carencia de realismo literario. Tuve la impresión de formar parte de una novela mal escrita. Y de que alguien me acusaba diciendo: «No eres verosímil». Quizá fuera verdad […]».
Cuando lo que se busca está perdido en ese mundo indescriptible y confuso, estrecho, pero infinito, es necesario ir en su búsqueda ataviado con armas y elementos que no son de este plano ni de aquel. Tooru Okada hará ese viaje hasta la frontera de la realidad, debe hallar sus respuestas. Parece un eufemismo o un mito, pero no es nada de ello. El viaje de Tooru Okada no se parece a ningún otro viaje, de hecho no sé si yo haría un viaje tan largo para encontrar a un gato vagabundo.
«… —Oye, señor pájaro-que-da-cuerda —dijo May Kasahara—, quizá solo sean cuestiones mías, pero creo que cada uno de nosotros nace con una cosa diferente en el centro de su existencia. Y esta cosa, cada una de estas cosas distintas, se convierte en una especie de fuente de calor que mueve desde el interior a cada uno de los seres humanos. Yo también la tengo, claro, pero de vez en cuando se me escapa de las manos […]».
Y si además de querer conocer el destino de la mascota perdida quisiese hallar las respuestas a preguntas como: ¿Dónde está la mujer que amo? ¿Cuándo acabará este infierno? ¿Quién escucha nuestros ahogados pedidos de auxilio? ¿Dónde vive el pájaro que le da cuerda al mundo y dónde está la llave de su mecanismo? Entonces, digo, ¿haría el viaje?
En la vida de Tooru Okada los sucesos no se relacionan de manera trivial y consecutiva. Como si cumpliese la ley de causa efecto, o de sincronicidad. Nada en su espacio de conciencia es del todo obvio, nada es del todo cierto y nada es del todo real. El mundo del señor Okada es un mundo de símbolos. Todo es símbolo y todo es parte del mecanismo del pájaro que da cuerda al mundo: Una mancha de nacimiento en la mejilla derecha, la letra de una canción que pasan por la radio, un atajo, el homicidio o un pozo seco, una caja vacía, el nombre de una isla mediterránea, el suicidio, un sueño….
Claro, no podía ser de otro modo. El mundo de Okada es un mundo que parece real y cierto, pero, sin embargo, puede ser reinterpretado, lo mismo que el mundo en el que viven las respuestas a sus dudas. ¿Qué mundo es más verdadero? Si ambos mundos se parecen, ¿cómo saber cuál es roca sólida? Si para viajar al mundo de la incertidumbre es necesario dejar a un lado la conciencia de uno mismo, ¿cómo se podrá volver?
«… Dentro del pozo tenía hambre y sed. No era un sufrimiento común. Pese a ello, carecía de importancia. Lo que más me hizo sufrir fue no poder distinguir claramente ese algo que vivía en la luz […]».
Vuelvo a preguntar, ¿haría el viaje?
Tomado de http://flenning.blogspot.com/2010/01/cronica-del-pajaro-que-da-cuerda-al.html
Lo conseguí en San Miguel
Desde lo íntimo y familiar
EL GHETTO
Por Tamara Kamenszain-(Sudamericana)-54 páginas-($ 15)
Domingo 25 de mayo de 2003 | Publicado en edición impresa
De la casa grande de la infancia al estar del hogar matrimonial, y de allí al bar y al barrio de tango, los tres últimos libros de Tamara Kamenszain ( La casa grande , Vida de living , Tango Bar ) trazaron un itinerario alrededor de los espacios, espacios que se amplificaban en otros espacios mayores o diversos y que remitían a experiencias personales, familiares, generacionales, políticas.
En El ghetto , su nuevo libro de poemas, la autora parece volver al lugar de origen explorando ahora la tradición judía desde lo íntimo y familiar. Dedicado a la memoria de su padre, el libro trata de nombrar lo impronunciable. Se diría que Kamenszain despliega aquí los rollos del Mar Muerto: muerto el padre, bucea en la tradición, la familiariza. El libro viaja hacia el pasado y avanza hasta el presente en un esfuerzo por recordar para olvidarse, por acercarse a la tradición para distanciarse.
El intento de reconocerse en una tradición comienza con la mezcla, la duplicidad, la disparidad: "el doble de mí, judío/ la mitad de mi doble, cristiana", afirman los primeros versos del poema que abre El ghetto , "Prepucio", cuya falta es la marca de la tradición... en el varón. "Y a mí de qué me sirve la marca del varón/ si no pude salvar del exterminio/ ese himen que vela/ todas las roturas", dice un yo-mujer al final del poema en el que carga el sayo de la pérdida y la persecución, de la huida y la conversión, apropiándose así de una lengua doble, revertida, traducida. Lo que se escribe de derecha a izquierda debe entonces darse vuelta, asimilarse: "traducir como ladino/ la lengua materna".
Y lo que aquí se da vuelta, se resignifica es la palabra "ghetto". Porque en este libro no remite sólo al espacio cerrado impuesto por los otros donde alguien se ve obligado a vivir segregado, sino también -y sobre todo- al punto desde el cual partir y salir hacia el afuera. "Ghetto" refiere al trazado de un territorio personal que incluye experiencias que se traducen a la lengua de la tradición o la dan vuelta, al armado de un álbum familiar al que también se hacen ingresar figuras ajenas a él. Se trata de una construcción en que pueden rastrearse los fragmentos de una vida y en la que la experiencia (personal, generacional), siempre elusiva, nunca está borrada por completo.
Un poema, por ejemplo, menta al Che como a un mesías que se espera sabiendo que no vendrá; porta en la boina la estrella de David; estampado en una camiseta herida en la que sangran las esperanzas en un nuevo orden, es el escudo contra Goliat de una generación que vio cómo se derrumbaban las utopías. En "Gentiles" se canta a la diferencia y el "desorden genético" de un matrimonio mixto, se exaltan la mezcla y la disparidad de la pareja que se aleja de la Ley, revirtiendo así el sentido original de la palabra del título, que señala al pagano y al idólatra. En "Exilio" se reescribe la tradición: exiliarse en México es cruzar el desierto, ser expulsado del lugar de origen; el D.F. es el Mar Muerto.
En una tensión entre lo propio y lo ajeno, El ghetto extiende la condición judía más allá de los límites de la pertenencia a esa tradición. Testimonio del encierro y la persecución, muestra el esfuerzo por salir de ellos, por mezclarse, por apropiarse de lo diverso y de lo ajeno.
Hay, también, otra tensión presente en los poemas: si bien la retorsión y la sintaxis apretada caracterizan buena parte de la poesía de Kamenszain y muchos poemas de este libro, en algunos otros, los últimos especialmente, el verso se llena de luz, respira en artículos y preposiciones que encadenan una sintaxis más fluida, que despliega la contorsión en liviandad. Como si el muerto hubiera echado luz sobre la tierra y sobre la lengua, o parafraseando el verso de Celan que cita Kamenszain, como si las tumbas iluminaran el ghetto y el edén, e hicieran del mundo un lugar habitable.
Patricia Somoza
EL GHETTO
Por Tamara Kamenszain-(Sudamericana)-54 páginas-($ 15)
Domingo 25 de mayo de 2003 | Publicado en edición impresa
De la casa grande de la infancia al estar del hogar matrimonial, y de allí al bar y al barrio de tango, los tres últimos libros de Tamara Kamenszain ( La casa grande , Vida de living , Tango Bar ) trazaron un itinerario alrededor de los espacios, espacios que se amplificaban en otros espacios mayores o diversos y que remitían a experiencias personales, familiares, generacionales, políticas.
En El ghetto , su nuevo libro de poemas, la autora parece volver al lugar de origen explorando ahora la tradición judía desde lo íntimo y familiar. Dedicado a la memoria de su padre, el libro trata de nombrar lo impronunciable. Se diría que Kamenszain despliega aquí los rollos del Mar Muerto: muerto el padre, bucea en la tradición, la familiariza. El libro viaja hacia el pasado y avanza hasta el presente en un esfuerzo por recordar para olvidarse, por acercarse a la tradición para distanciarse.
El intento de reconocerse en una tradición comienza con la mezcla, la duplicidad, la disparidad: "el doble de mí, judío/ la mitad de mi doble, cristiana", afirman los primeros versos del poema que abre El ghetto , "Prepucio", cuya falta es la marca de la tradición... en el varón. "Y a mí de qué me sirve la marca del varón/ si no pude salvar del exterminio/ ese himen que vela/ todas las roturas", dice un yo-mujer al final del poema en el que carga el sayo de la pérdida y la persecución, de la huida y la conversión, apropiándose así de una lengua doble, revertida, traducida. Lo que se escribe de derecha a izquierda debe entonces darse vuelta, asimilarse: "traducir como ladino/ la lengua materna".
Y lo que aquí se da vuelta, se resignifica es la palabra "ghetto". Porque en este libro no remite sólo al espacio cerrado impuesto por los otros donde alguien se ve obligado a vivir segregado, sino también -y sobre todo- al punto desde el cual partir y salir hacia el afuera. "Ghetto" refiere al trazado de un territorio personal que incluye experiencias que se traducen a la lengua de la tradición o la dan vuelta, al armado de un álbum familiar al que también se hacen ingresar figuras ajenas a él. Se trata de una construcción en que pueden rastrearse los fragmentos de una vida y en la que la experiencia (personal, generacional), siempre elusiva, nunca está borrada por completo.
Un poema, por ejemplo, menta al Che como a un mesías que se espera sabiendo que no vendrá; porta en la boina la estrella de David; estampado en una camiseta herida en la que sangran las esperanzas en un nuevo orden, es el escudo contra Goliat de una generación que vio cómo se derrumbaban las utopías. En "Gentiles" se canta a la diferencia y el "desorden genético" de un matrimonio mixto, se exaltan la mezcla y la disparidad de la pareja que se aleja de la Ley, revirtiendo así el sentido original de la palabra del título, que señala al pagano y al idólatra. En "Exilio" se reescribe la tradición: exiliarse en México es cruzar el desierto, ser expulsado del lugar de origen; el D.F. es el Mar Muerto.
En una tensión entre lo propio y lo ajeno, El ghetto extiende la condición judía más allá de los límites de la pertenencia a esa tradición. Testimonio del encierro y la persecución, muestra el esfuerzo por salir de ellos, por mezclarse, por apropiarse de lo diverso y de lo ajeno.
Hay, también, otra tensión presente en los poemas: si bien la retorsión y la sintaxis apretada caracterizan buena parte de la poesía de Kamenszain y muchos poemas de este libro, en algunos otros, los últimos especialmente, el verso se llena de luz, respira en artículos y preposiciones que encadenan una sintaxis más fluida, que despliega la contorsión en liviandad. Como si el muerto hubiera echado luz sobre la tierra y sobre la lengua, o parafraseando el verso de Celan que cita Kamenszain, como si las tumbas iluminaran el ghetto y el edén, e hicieran del mundo un lugar habitable.
Patricia Somoza
Repomen
Mucho asquito me dio. Y la historia me pareció común, desilusionada al pedo, capitalista, distópica al pedo.
Me gustó el personaje de la chica que tiene todos los órganos artificiales y se sabe de memoria todas las operaciones que le hicieron.
El final me lo veía venir desde que anunciaron la creación del nuevo producto. LO malo con el gènero (CF + acción + thriler) es que buscan impactar más pero siempre por el mismo lado y fallan y en vez de pensar otra cosa le dan más fuerte o mezcaln dos o tres en una. Pero cuando ya viste varias...
Pobre Martín me graba las últimas pelis de CF y yo ya estoy asquerosa para las historias de naves espaciales, seres de otras galaxias y futuros truchos de Blade Runner.
Me gustó el personaje de la chica que tiene todos los órganos artificiales y se sabe de memoria todas las operaciones que le hicieron.
El final me lo veía venir desde que anunciaron la creación del nuevo producto. LO malo con el gènero (CF + acción + thriler) es que buscan impactar más pero siempre por el mismo lado y fallan y en vez de pensar otra cosa le dan más fuerte o mezcaln dos o tres en una. Pero cuando ya viste varias...
Pobre Martín me graba las últimas pelis de CF y yo ya estoy asquerosa para las historias de naves espaciales, seres de otras galaxias y futuros truchos de Blade Runner.
Vaca vaca vaca
Ciones. No puedo creer tener toooooooodo mi tiempo para mí!!!!
Para festejarlo llegué a casa a mediodía después de mi última mesa y me puse a baldear la vereda (debajo de los árboles, eh, que soy feliz pero no suicida)
Para festejarlo llegué a casa a mediodía después de mi última mesa y me puse a baldear la vereda (debajo de los árboles, eh, que soy feliz pero no suicida)
domingo, 26 de diciembre de 2010
Millenium II y III
Cuatro horas con Lisbeth Salander. Durante el juicio sus medias sonrisas eran las mìas, cada viejo de mierda castigado me arrancaba un cagate hijodeputa.
Le conté a Magda la I y la II cuando apareció delante de la tele a diez minutos de empezada la III. Una maravilla.
La primera me había dejado asustada pero valiò la pena sobrevivirla para la justicia final.
"A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida"
Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos. No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Esto me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podrá tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento: sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada.
Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda.
Felisberto Hernández, 1955
(Editorial Enaudi, 1974)
Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda.
Felisberto Hernández, 1955
(Editorial Enaudi, 1974)
Felisberto por Calvino
Prólogo de Italo Calvino a la edición italiana: Nessuno accendeva le lampade,
Las aventuras de un pianista sin un cobre, en quien el sentido de lo cómico transfigura la amargura de una vida amasada con derrotas, son el primer motivo del que cobran impulso los relatos del uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964). Alcanza con que él se ponga a narrar las pequeñas miserias de una existencia transcurrida entre las pequeñas orquestas de los cafés de Montevideo y las giras de conciertos en pueblos de provincia del Río de la Plata, para que sobre la página se agolpen gags, alucinaciones metáforas, en las que los objetos cobran vida como personas. Pero este es sólo su punto de partida. Lo que desencadena la fantasía de Felisberto Hernández son las invitaciones inesperadas que abren al tímido pianista las puertas de casas misteriosas, de quintas solitarias donde moran personajes ricos y excéntricos, mujeres llenas de secretos y neurosis. Una casona apartada, el infaltable piano, un señor dulcemente maniático y perverso, una joven ensoñadora o sonámbula, una matrona que celebra obsesivamente sus infortunios amorosos: se diría que los ingredientes del relato romántico a lo Hoffmann estuvieran aquí reunidos. Y no falta tampoco la muñeca que parece en todo y por todo una jovencita: es más, en el cuento Las Hortensias es una entera producción de muñecas rivales de las mujeres verdaderas (parientes de la "esposa de Gogol" según Landolfi) que un fabricante seductor construye para alimentar las fantasías de un estrambótico coleccionista, y que desencadenan celos conyugales y turbios dramas. Pero cualquier referencia posible a una imaginación nórdica es inmediatamente disuelta por la atmósfera de estas tardes en las que se toma lentamente el mate sentados en el patio o se está en un café viendo un avestruz ñandú pasar entre las mesas. Felisberto Hernández es un escritor que no se parece a ninguno: a ninguno de los europeos y a ninguno de los latino-americanos, es un "irregular" que escapa a toda clasificación y encasillamiento pero se presenta como inconfundible con sólo abrir la página. Sus relatos más típicos son aquellos que gravitan sobre una puesta en escena complicada, un ritual espectacular que se desenvuelve en el secreto de un ambiente señorial: un patio inundado sobre el cual flotan velas encendidas; un teatrito de muñecas grandes como mujeres dispuestas en poses enigmáticas; una galería oscura en la cual se deben reconocer al tacto los objetos que provocan asociaciones de imágenes y de pensamientos. Si el juego consiste en adivinar la trama representada por la escena de las muñecas, o en reconocer que es lo que está posado sobre la mesa de la galería oscura, lo que cuenta para la emoción de los participantes no son tanto estas adivinanzas inocentes como los incidentes casuales, los ruidos que se superponen, las premoniciones que asoman a la conciencia
La asociación de ideas no es sólo el juego predilecto de los personajes de Felisberto, es la pasión dominante y declarada del autor y también es el procedimiento con el cual estos relatos se van construyendo, enlazando un motivo con el otro como en una composición musical. Y se diría que las experiencias más usuales de la vida cotidiana pusieran en marcha las más imprevisibles zarabandas mentales, mientras caprichos y manías que exigen una complicada premeditación y una elaborada coreografía no apuntan a otra cosa que a evocar olvidadas sensaciones elementales. Felisberto está siempre persiguiendo una analogía que ha asomado por un instante en el rincón mas a trasmano de sus circuitos cerebrales, una imagen que preanuncia la correspondencia de otra imagen pocas páginas más adelante, una aproximación incongruente que le sirve para captar una sensación muy precisa; y para alcanzarlas debe aventurarse sobre pasarelas tendidas en el vacío. De la tensión entre una imaginación muy concreta, que sabe siempre lo que quiere y la palabra que consecuentemente la sigue a tientas, nace una sugestión comparable a la de los cuadros de un pintor "naif".
Con esto, no queremos aceptar sin más como acertada una clasificación deFelisberto como "escritor dominical", autodidacta y fuera de circuito, que probablemente no es verdadera. Un surrealismo suyo, un proustismo suyo, un psicoanálisis suyo debieron con todo haber sido los puntos de referencia de su larga búsqueda de medios expresivos. (Y él también había hecho, como todo literato del Río de la Plata que se respetara, su buena estadía en París). Este modo propio de dar espacio a una representación en el interior de la representación, de disponer en el interior del relato juegos extraños cuyas reglas establece cada vez, es la solución que él encuentra para dar una estructura narrativa clásica al automatismo casi onírico de su imaginación.
La expresión de la condición física de los objetos y de las personas es lo que más sorprende en su escritura. Una cama destendida, por ejemplo: "sus barras niqueladas me hacían pensar en una joven loca que se entregase a cualquiera". O la cabellera de una muchacha: "Ahora mostraba toda la masa del pelo; en un remolino de las ondas se le veía un poco de la piel, y yo recordé a una gallinas que el viento le había revuelto las plumas y se le veía la carne". U otra muchacha que está por ponerse a recitar una poesía: "su actitud hacía oscilar mis pensamientos entre el infinito y el estornudo".
Las sensaciones provocan ecos visuales que siguen resonando en la mente. "El teatro donde yo daba los conciertos también tenía poca gente y yo había invadido el silencio: yo lo veía agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al silencio le gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones". Una misteriosa correlación se establece entre la imagen de un piano y la de un gato negro; aquí es sólo una metáfora, mientras en otro cuento se materializa en un gag casi chaplinesco de un gato que atraviesa el escenario.
Este tomo ( su primera-creo-traducción en otro idioma) presenta la casi totalidad de los relatos de la madurez de Felisberto (publicados entre 1947 y 1960) con los que el autor llegó a conquistar un lugar propio entre los cultores del "cuento fantástico" hispanoamericano. Completa el tomo un texto que quedó inconcluso a la muerte del autor,Tierras de la memoria, que pertenece a otra vertiente de su obra: la "literatura de la memoria", la reevocación del Montevideo de antaño, los recuerdos de sus primeras lecciones de piano. En la forma en que nos llegó, quizás todavía como esbozo, este texto nos da adecuadamente el sentido del trabajo de Felisberto tendiente a representar los mínimos movimientos psicológicos a través de desdoblamientos del Yo: como en las páginas sobre las primeras emociones sensuales, sobre el aprendizaje musical, o sobre una sesión en el dentista.
Italo Calvino
Las aventuras de un pianista sin un cobre, en quien el sentido de lo cómico transfigura la amargura de una vida amasada con derrotas, son el primer motivo del que cobran impulso los relatos del uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964). Alcanza con que él se ponga a narrar las pequeñas miserias de una existencia transcurrida entre las pequeñas orquestas de los cafés de Montevideo y las giras de conciertos en pueblos de provincia del Río de la Plata, para que sobre la página se agolpen gags, alucinaciones metáforas, en las que los objetos cobran vida como personas. Pero este es sólo su punto de partida. Lo que desencadena la fantasía de Felisberto Hernández son las invitaciones inesperadas que abren al tímido pianista las puertas de casas misteriosas, de quintas solitarias donde moran personajes ricos y excéntricos, mujeres llenas de secretos y neurosis. Una casona apartada, el infaltable piano, un señor dulcemente maniático y perverso, una joven ensoñadora o sonámbula, una matrona que celebra obsesivamente sus infortunios amorosos: se diría que los ingredientes del relato romántico a lo Hoffmann estuvieran aquí reunidos. Y no falta tampoco la muñeca que parece en todo y por todo una jovencita: es más, en el cuento Las Hortensias es una entera producción de muñecas rivales de las mujeres verdaderas (parientes de la "esposa de Gogol" según Landolfi) que un fabricante seductor construye para alimentar las fantasías de un estrambótico coleccionista, y que desencadenan celos conyugales y turbios dramas. Pero cualquier referencia posible a una imaginación nórdica es inmediatamente disuelta por la atmósfera de estas tardes en las que se toma lentamente el mate sentados en el patio o se está en un café viendo un avestruz ñandú pasar entre las mesas. Felisberto Hernández es un escritor que no se parece a ninguno: a ninguno de los europeos y a ninguno de los latino-americanos, es un "irregular" que escapa a toda clasificación y encasillamiento pero se presenta como inconfundible con sólo abrir la página. Sus relatos más típicos son aquellos que gravitan sobre una puesta en escena complicada, un ritual espectacular que se desenvuelve en el secreto de un ambiente señorial: un patio inundado sobre el cual flotan velas encendidas; un teatrito de muñecas grandes como mujeres dispuestas en poses enigmáticas; una galería oscura en la cual se deben reconocer al tacto los objetos que provocan asociaciones de imágenes y de pensamientos. Si el juego consiste en adivinar la trama representada por la escena de las muñecas, o en reconocer que es lo que está posado sobre la mesa de la galería oscura, lo que cuenta para la emoción de los participantes no son tanto estas adivinanzas inocentes como los incidentes casuales, los ruidos que se superponen, las premoniciones que asoman a la conciencia
La asociación de ideas no es sólo el juego predilecto de los personajes de Felisberto, es la pasión dominante y declarada del autor y también es el procedimiento con el cual estos relatos se van construyendo, enlazando un motivo con el otro como en una composición musical. Y se diría que las experiencias más usuales de la vida cotidiana pusieran en marcha las más imprevisibles zarabandas mentales, mientras caprichos y manías que exigen una complicada premeditación y una elaborada coreografía no apuntan a otra cosa que a evocar olvidadas sensaciones elementales. Felisberto está siempre persiguiendo una analogía que ha asomado por un instante en el rincón mas a trasmano de sus circuitos cerebrales, una imagen que preanuncia la correspondencia de otra imagen pocas páginas más adelante, una aproximación incongruente que le sirve para captar una sensación muy precisa; y para alcanzarlas debe aventurarse sobre pasarelas tendidas en el vacío. De la tensión entre una imaginación muy concreta, que sabe siempre lo que quiere y la palabra que consecuentemente la sigue a tientas, nace una sugestión comparable a la de los cuadros de un pintor "naif".
Con esto, no queremos aceptar sin más como acertada una clasificación deFelisberto como "escritor dominical", autodidacta y fuera de circuito, que probablemente no es verdadera. Un surrealismo suyo, un proustismo suyo, un psicoanálisis suyo debieron con todo haber sido los puntos de referencia de su larga búsqueda de medios expresivos. (Y él también había hecho, como todo literato del Río de la Plata que se respetara, su buena estadía en París). Este modo propio de dar espacio a una representación en el interior de la representación, de disponer en el interior del relato juegos extraños cuyas reglas establece cada vez, es la solución que él encuentra para dar una estructura narrativa clásica al automatismo casi onírico de su imaginación.
La expresión de la condición física de los objetos y de las personas es lo que más sorprende en su escritura. Una cama destendida, por ejemplo: "sus barras niqueladas me hacían pensar en una joven loca que se entregase a cualquiera". O la cabellera de una muchacha: "Ahora mostraba toda la masa del pelo; en un remolino de las ondas se le veía un poco de la piel, y yo recordé a una gallinas que el viento le había revuelto las plumas y se le veía la carne". U otra muchacha que está por ponerse a recitar una poesía: "su actitud hacía oscilar mis pensamientos entre el infinito y el estornudo".
Las sensaciones provocan ecos visuales que siguen resonando en la mente. "El teatro donde yo daba los conciertos también tenía poca gente y yo había invadido el silencio: yo lo veía agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al silencio le gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones". Una misteriosa correlación se establece entre la imagen de un piano y la de un gato negro; aquí es sólo una metáfora, mientras en otro cuento se materializa en un gag casi chaplinesco de un gato que atraviesa el escenario.
Este tomo ( su primera-creo-traducción en otro idioma) presenta la casi totalidad de los relatos de la madurez de Felisberto (publicados entre 1947 y 1960) con los que el autor llegó a conquistar un lugar propio entre los cultores del "cuento fantástico" hispanoamericano. Completa el tomo un texto que quedó inconcluso a la muerte del autor,Tierras de la memoria, que pertenece a otra vertiente de su obra: la "literatura de la memoria", la reevocación del Montevideo de antaño, los recuerdos de sus primeras lecciones de piano. En la forma en que nos llegó, quizás todavía como esbozo, este texto nos da adecuadamente el sentido del trabajo de Felisberto tendiente a representar los mínimos movimientos psicológicos a través de desdoblamientos del Yo: como en las páginas sobre las primeras emociones sensuales, sobre el aprendizaje musical, o sobre una sesión en el dentista.
Italo Calvino
Felisberto por Cortázar
PROLOGO A LA CASA INUNDADA Y OTROS CUENTOS
A riesgo de provocar la sonrisa de no pocos críticos literarios, pienso que la obra del uruguayo Felisberto Hernández sólo admite ser comparada con la de otro creador situado en el extremo opuesto del mundo latinoamericano que él conoció: José Lezama Lima.
Entiéndase que hablo de subyacencias, de tangencias, de afinidades difícilmente descriptibles. Como el poeta y narrador cubano, Felisberto pertenece a esa estirpe espiritual que alguna vez califiqué de presocrática, y para la cual las operaciones mentales sólo intervienen como articulación y fijación de otro tipo de contacto con la realidad. Al igual que los eleatas, Lezama y Felisberto se conectan con las cosas (porque de alguna manera todo es cosa para ellos, palabras o muebles o pasiones o pensamientos son a la vez tangibles e inefables, sueño y vigilia) desde una intuición que sólo puede ser instalada en el lenguaje por obra de la imagen poética, del encuentro no fortuito de la máquina de coser y del paraguas sobre la mesa de disecciones.
Como los eleatas, los sentidos no parecen sometidos a las facultades intelectuales para el proceso del conocimiento, sino que entran y salen de las cosas con el ritmo del aire en los pulmones, y el paso de ese conocimiento a la palabra, a la comunicación, se opera dentro de ese mismo ritmo y con la mínima mediatización posible. A partir de ese contacto sin trabas, todo el resto -descripción, narración, anécdota- se sirve naturalmente de la razón y del discurso, llamados a una labor subsidiaria a la que no están acostumbrados; así la tradición de Occidente ve invertirse cada tanto su escala habitual de valores, con lo cual el resultado es casi siempre el mismo: si pocos parecen haber accedido al mensaje primordial de Lezama Lima en Paradiso, también son poco los que han descifrado la clave profunda y recurrente de los relatos de Felisberto Hernández.
Aquí la analogía cesa, y el resto son felices y vastas diferencias que enriquecen y separan la obra de estos dos grandes narradores latinoamericanos. Solitario en su tierra uruguaya, Felisberto no responde a influencias perceptibles y vive toda su vida como replegado sobre sí mismo, solamente atento a interrogaciones interiores que lo arrancan a la indiferencia y al descuido de lo cotidiano.
No es casual que la abrumadora mayoría de sus relatos haya sido escrita en primera persona (pero Las hortensias, gran excepción, parecería volcarlo igualmente en el personaje central del cuento en lo que toca a las pulsiones más hondas, acaso las más inconfesables dentro del contexto de su ambiente y de su tiempo). Basta iniciar la lectura de cualquiera de sus textos para que Felisberto esté allí, un hombre triste y pobre que vive de conciertos de piano en círculos de provincia, tal como él vivió siempre, tal como nos lo cuenta desde el primer párrafo. Pero apenas lo reconocemos una vez más -buenos días, Felisberto, ¿cómo te irá ahora, tendrás un poco más de dinero, las piezas de tus hoteles serán menos horribles, te aplaudirán esta vez en los teatros o los cafés, te amará esa mujer que estás mirando?-, en ese reconocimiento que solo ha tomado unos pocos párrafos se instala ya lo otro, el salto fulgurante a lo único que vale para él: el extrañamiento, la indecible toma de contacto con lo inmediato, es decir con todo eso que continuamente ignoramos o distanciamos en nombre de lo que se llama vivir.
Ese deslizamiento a la vez natural y subrepticio que de entrada hace pasar un relato gris y casi costumbrista a otros estratos donde está esperando la otredad vertiginosa, sólo puede ser sentido y seguido por lectores dispuestos a renunciar a lo lineal, a la mera rareza de una narración donde suceden cosas insólitas. Si algo tienen los cuentos de Felisberto es que no son insólitos, en la medida en que su infaltable protagonista es también infaltablemente fiel a su propia visión y no hace el menor esfuerzo por explicarla, por tender puentes de palabras que ayuden a compartirla.
La calificación de "literatura fantástica" me ha parecido siempre falsa, incluso un poco perdonavidas en estos tiempos latinoamericanos en que sectores avanzados de lectura y de crítica exigen más y más realismo combativo. Releyendo a Felisberto he llegado al punto máximo de este rechazo de la etiqueta "fantástica"; nadie como él para disolverla en un increíble enriquecimiento de la realidad total, que no sólo contiene lo verificable sino que lo apuntala en el lomo del misterio como el elefante apuntala al mundo en la cosmogonía hindú. El día en que América Latina cumpla su destino revolucionario, cualquiera leerá a Felisberto con la familiaridad que hoy falta en muchos lectores; habremos entrado entonces en una dimensión humana que no necesitará distinguir con artificios retóricos esas zonas de contacto que en escritores como él anuncian la verdadera tierra del hombre y de la vida.
Siempre secretamente angustiada, la crítica literaria llamada a situar una obra como la de Felisberto tiende a sacar de su sombrero de copa el gran conejo blanco del surrealismo; es una manera de fijar la imagen antes de pasar a otra cosa, y además es cierto que el conejo está muy vivo y que se pasea continuamente sobre el piano de Felisberto. Basta leer La casa inundada o Las hortensias para que en el reverso de los párpados asomen las pinturas de Leonora Carrington, de Remedios Varo, de Hans Bellmer, de Paul Delvaux y de Magritte, sin hablar de queridas sombras más remotas, Nerval o Von Arnim. Pero también aquí opera la maniobra discriminatoria que Felisberto hubiera sido el primero en rechazar. ¿Hasta cuándo se insistirá en situar al surrealismo en un terreno falsamente privilegiado, lo que es una manera de marginarlo frente a una realidad supuestamente más imperiosa e importante? ¿Hasta cuándo el absurdo magisterio surrealista, fomentado antaño por Breton, más tarde por sus epígonos, y siempre por una cierta crítica ávida de etiquetas simplificadoras?
Es bueno recordar que Felisberto vino una vez a París, donde probablemente no vio a nadie; a mí me gusta pensar, con evidente transgresión de la cronología, que si le hubiera dado la gana de encontrarse con sus semejantes, no hubiera buscado la Iglesia del surrealismo sino a Jarry y a Raymond Roussel. Y este último, gran inventor de cuadros vivos, hubiera amado como nadie las muñecas de Las hortensias y las flotantes budineras de La casa inundada, bellas como las altas creaciones de su taumaturgo Canterel.
Para algunos de nosotros, gentes del Río de la Plata, los relatos de Felisberto no cuentan por esas coexistencias que poco le hubieran interesado a él, pero que me parece justo citar para aquellos que van a leerlo por primera vez en España. Lo que amamos en Felisberto es la llaneza, la falta total del empaque que tanto almidonó la literatura de su tiempo. Totalmente entregado a una visión que lo desplaza de la circunstancia ordinaria y lo hace acceder a otra ordenación de los seres y de las cosas, a Felisberto no se le ocurre nunca reflexionar sobre su país, sobre lo que está sucediendo en el plano histórico, y se diría que su mirada se detiene en las paredes que le rodean, sin esforzarse por extrapolar sus experiencias, por entrar en una estructura de paisaje o de sociedad.
Entonces, no paradójicamente aunque algunos puedan pensarlo así, cada uno de sus relatos tiene la terrible fuerza de instalar al lector en el Uruguay de su tiempo, y a mí me basta releerlos para sentirme otra vez en las calles montevideanas, en los cafés y los hoteles y los pueblos del interior donde todo se da como a desgano, como él daría esos conciertos de piano llenos de polillas y cuentas sin pagar y trajes alquilados. ¿Debe pedírsele más a un narrador capaz de aliar lo cotidiano con lo excepcional al punto de mostrar que pueden ser la misma cosa?
El drama actual del Uruguay está prefigurado en Felisberto como lo está en la obra de Juan Carlos Onetti, otro narrador que prescinde en apariencia de la historia. Nuestras falencias -hablo del Uruguay y de la Argentina como de un mismo país, porque lo son mal que les pese a los nacionalistas-, nuestra fuerza secreta o desaforada, nuestra lenta, perezosa manera de ser frente al destino planetario, toda la hermosura y la tristeza de un patio de casa pobre o de un partido de naipes entre amigos, asoman en esa especie de invencible desencanto que nace de los relatos de Felisberto. Testigo sin ganas, espectador al sesgo, él toca sus tangos para mujeres nostálgicas y cursis; como todos nuestros grandes escritores, nos denuncia sin énfasis y a la vez nos alcanza una llave para abrir las puertas del futuro y salir al aire libre.
Julio Cortázar
A riesgo de provocar la sonrisa de no pocos críticos literarios, pienso que la obra del uruguayo Felisberto Hernández sólo admite ser comparada con la de otro creador situado en el extremo opuesto del mundo latinoamericano que él conoció: José Lezama Lima.
Entiéndase que hablo de subyacencias, de tangencias, de afinidades difícilmente descriptibles. Como el poeta y narrador cubano, Felisberto pertenece a esa estirpe espiritual que alguna vez califiqué de presocrática, y para la cual las operaciones mentales sólo intervienen como articulación y fijación de otro tipo de contacto con la realidad. Al igual que los eleatas, Lezama y Felisberto se conectan con las cosas (porque de alguna manera todo es cosa para ellos, palabras o muebles o pasiones o pensamientos son a la vez tangibles e inefables, sueño y vigilia) desde una intuición que sólo puede ser instalada en el lenguaje por obra de la imagen poética, del encuentro no fortuito de la máquina de coser y del paraguas sobre la mesa de disecciones.
Como los eleatas, los sentidos no parecen sometidos a las facultades intelectuales para el proceso del conocimiento, sino que entran y salen de las cosas con el ritmo del aire en los pulmones, y el paso de ese conocimiento a la palabra, a la comunicación, se opera dentro de ese mismo ritmo y con la mínima mediatización posible. A partir de ese contacto sin trabas, todo el resto -descripción, narración, anécdota- se sirve naturalmente de la razón y del discurso, llamados a una labor subsidiaria a la que no están acostumbrados; así la tradición de Occidente ve invertirse cada tanto su escala habitual de valores, con lo cual el resultado es casi siempre el mismo: si pocos parecen haber accedido al mensaje primordial de Lezama Lima en Paradiso, también son poco los que han descifrado la clave profunda y recurrente de los relatos de Felisberto Hernández.
Aquí la analogía cesa, y el resto son felices y vastas diferencias que enriquecen y separan la obra de estos dos grandes narradores latinoamericanos. Solitario en su tierra uruguaya, Felisberto no responde a influencias perceptibles y vive toda su vida como replegado sobre sí mismo, solamente atento a interrogaciones interiores que lo arrancan a la indiferencia y al descuido de lo cotidiano.
No es casual que la abrumadora mayoría de sus relatos haya sido escrita en primera persona (pero Las hortensias, gran excepción, parecería volcarlo igualmente en el personaje central del cuento en lo que toca a las pulsiones más hondas, acaso las más inconfesables dentro del contexto de su ambiente y de su tiempo). Basta iniciar la lectura de cualquiera de sus textos para que Felisberto esté allí, un hombre triste y pobre que vive de conciertos de piano en círculos de provincia, tal como él vivió siempre, tal como nos lo cuenta desde el primer párrafo. Pero apenas lo reconocemos una vez más -buenos días, Felisberto, ¿cómo te irá ahora, tendrás un poco más de dinero, las piezas de tus hoteles serán menos horribles, te aplaudirán esta vez en los teatros o los cafés, te amará esa mujer que estás mirando?-, en ese reconocimiento que solo ha tomado unos pocos párrafos se instala ya lo otro, el salto fulgurante a lo único que vale para él: el extrañamiento, la indecible toma de contacto con lo inmediato, es decir con todo eso que continuamente ignoramos o distanciamos en nombre de lo que se llama vivir.
Ese deslizamiento a la vez natural y subrepticio que de entrada hace pasar un relato gris y casi costumbrista a otros estratos donde está esperando la otredad vertiginosa, sólo puede ser sentido y seguido por lectores dispuestos a renunciar a lo lineal, a la mera rareza de una narración donde suceden cosas insólitas. Si algo tienen los cuentos de Felisberto es que no son insólitos, en la medida en que su infaltable protagonista es también infaltablemente fiel a su propia visión y no hace el menor esfuerzo por explicarla, por tender puentes de palabras que ayuden a compartirla.
La calificación de "literatura fantástica" me ha parecido siempre falsa, incluso un poco perdonavidas en estos tiempos latinoamericanos en que sectores avanzados de lectura y de crítica exigen más y más realismo combativo. Releyendo a Felisberto he llegado al punto máximo de este rechazo de la etiqueta "fantástica"; nadie como él para disolverla en un increíble enriquecimiento de la realidad total, que no sólo contiene lo verificable sino que lo apuntala en el lomo del misterio como el elefante apuntala al mundo en la cosmogonía hindú. El día en que América Latina cumpla su destino revolucionario, cualquiera leerá a Felisberto con la familiaridad que hoy falta en muchos lectores; habremos entrado entonces en una dimensión humana que no necesitará distinguir con artificios retóricos esas zonas de contacto que en escritores como él anuncian la verdadera tierra del hombre y de la vida.
Siempre secretamente angustiada, la crítica literaria llamada a situar una obra como la de Felisberto tiende a sacar de su sombrero de copa el gran conejo blanco del surrealismo; es una manera de fijar la imagen antes de pasar a otra cosa, y además es cierto que el conejo está muy vivo y que se pasea continuamente sobre el piano de Felisberto. Basta leer La casa inundada o Las hortensias para que en el reverso de los párpados asomen las pinturas de Leonora Carrington, de Remedios Varo, de Hans Bellmer, de Paul Delvaux y de Magritte, sin hablar de queridas sombras más remotas, Nerval o Von Arnim. Pero también aquí opera la maniobra discriminatoria que Felisberto hubiera sido el primero en rechazar. ¿Hasta cuándo se insistirá en situar al surrealismo en un terreno falsamente privilegiado, lo que es una manera de marginarlo frente a una realidad supuestamente más imperiosa e importante? ¿Hasta cuándo el absurdo magisterio surrealista, fomentado antaño por Breton, más tarde por sus epígonos, y siempre por una cierta crítica ávida de etiquetas simplificadoras?
Es bueno recordar que Felisberto vino una vez a París, donde probablemente no vio a nadie; a mí me gusta pensar, con evidente transgresión de la cronología, que si le hubiera dado la gana de encontrarse con sus semejantes, no hubiera buscado la Iglesia del surrealismo sino a Jarry y a Raymond Roussel. Y este último, gran inventor de cuadros vivos, hubiera amado como nadie las muñecas de Las hortensias y las flotantes budineras de La casa inundada, bellas como las altas creaciones de su taumaturgo Canterel.
Para algunos de nosotros, gentes del Río de la Plata, los relatos de Felisberto no cuentan por esas coexistencias que poco le hubieran interesado a él, pero que me parece justo citar para aquellos que van a leerlo por primera vez en España. Lo que amamos en Felisberto es la llaneza, la falta total del empaque que tanto almidonó la literatura de su tiempo. Totalmente entregado a una visión que lo desplaza de la circunstancia ordinaria y lo hace acceder a otra ordenación de los seres y de las cosas, a Felisberto no se le ocurre nunca reflexionar sobre su país, sobre lo que está sucediendo en el plano histórico, y se diría que su mirada se detiene en las paredes que le rodean, sin esforzarse por extrapolar sus experiencias, por entrar en una estructura de paisaje o de sociedad.
Entonces, no paradójicamente aunque algunos puedan pensarlo así, cada uno de sus relatos tiene la terrible fuerza de instalar al lector en el Uruguay de su tiempo, y a mí me basta releerlos para sentirme otra vez en las calles montevideanas, en los cafés y los hoteles y los pueblos del interior donde todo se da como a desgano, como él daría esos conciertos de piano llenos de polillas y cuentas sin pagar y trajes alquilados. ¿Debe pedírsele más a un narrador capaz de aliar lo cotidiano con lo excepcional al punto de mostrar que pueden ser la misma cosa?
El drama actual del Uruguay está prefigurado en Felisberto como lo está en la obra de Juan Carlos Onetti, otro narrador que prescinde en apariencia de la historia. Nuestras falencias -hablo del Uruguay y de la Argentina como de un mismo país, porque lo son mal que les pese a los nacionalistas-, nuestra fuerza secreta o desaforada, nuestra lenta, perezosa manera de ser frente al destino planetario, toda la hermosura y la tristeza de un patio de casa pobre o de un partido de naipes entre amigos, asoman en esa especie de invencible desencanto que nace de los relatos de Felisberto. Testigo sin ganas, espectador al sesgo, él toca sus tangos para mujeres nostálgicas y cursis; como todos nuestros grandes escritores, nos denuncia sin énfasis y a la vez nos alcanza una llave para abrir las puertas del futuro y salir al aire libre.
Julio Cortázar
El peligro de escribir "esos libros"
"Se suele culpar al mercado de la ciencia ficción de los ’50-’70 por la baja calidad de los escritos de Dick, y por esa hiperproductividad obligada que, entre otras cosas, lo llevaría a la muerte. Pero lo cierto es que él eligió ese medio como el más adecuado a su temperamento e intereses. Por un lado, Dick era un escritor compulsivo (como lo prueban las miles de páginas de su Exégesis, el diario que llevó durante los últimos ocho años de su vida, intentando explicarse una experiencia mística alcanzada o padecida el 3 de febrero de 1974). Por el otro lado, tomaba demasiadas drogas. Ultimo y principal, tenía demasiadas ideas. Borges también, pero como era mucho mejor escritor, descubrió –o creó– un vehículo adecuado para su inventiva: el cuento-resumen, el cuento que, como el tratamiento cinematográfico, condensa en dos o tres páginas el argumento de una novela. “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen”, escribió en su prólogo a Ficciones. Dick, en cambio, se propuso escribir esos libros, a razón de tres por año. No es casual que haya terminado, como tantos de sus personajes, con el cerebro frito."
Carlos Gamerro, en Ficciones barrocas. Eterna Cadencia, 2010.
Carlos Gamerro, en Ficciones barrocas. Eterna Cadencia, 2010.
Ensayo que ahora forma parte de Ficciones Barrocas
(Domingo, 14 de diciembre de 2008, en Radar de Página 12)
La realidad no es la única verdad
Este diciembre se cumplen 80 años del nacimiento de Philip K. Dick. Pero mucho más importante que la efemérides es la rotunda vigencia de su literatura en el imaginario del presente y el futuro que el cine inspirado en sus libros ha construido en los últimos treinta años. Por eso, recorrer esas películas es recorrer el pensamiento del escritor que, como un “Borges casero y americano” (en palabras de Ursula K. LeGuin), anticipó uno de los mayores dilemas filosóficos de nuestra época: el reemplazo del mundo real por el virtual.
Por Carlos Gamerro
UNA RECORRIDA CINEMATOGRAFICA POR LOS GRANDES TEMAS DE LA OBRA DE DICK (EL DOBLE, LAS REPLICAS, LAS REALIDADES POSIBLES Y EL MUNDO REAL DESPLAZADO POR UNO VIRTUAL): 1) LA REPLICANTE DARYL HANNAH EN BLADE RUNNER, DE RIDLEY SCOTT; 2) SCHWARZEGGER EN TOTAL RECALL DE PAUL VERHOEVEN; 3) UNO DE LOS PRECOGNITORS DE LA MINORITY REPORT DE SPIELBERG; 4) KEANUE REEVES EN A SCANNER DARKLY, DE LINKLATER.
No es necesario argumentar que todo el cine de ciencia ficción que importa, de los ’80 a esta parte, consta de adaptaciones de la obra de Philip K. Dick; basta con enumerar: la serie empieza con Blade Runner (1984) la película de Ridley Scott que les señalaría el rumbo a todas las siguientes; sigue con la también clásica Total Recall (1990) de Paul Verhoeven (conocida entre nosotros como El vengador del futuro), Minority Report (2002) de Stephen Spielberg y A Scanner Darkly (2006) de Richard Linklater, sin dejar por el camino a las menos influyentes Screamers (1995) e Impostor (2001), Paycheck (2003) de John Woo y la más reciente Next (2007), de Lee Tamahori. A éstas se agregan dos adaptaciones no reconocidas: The Truman Show (1998) de Peter Weir, inspirada por Tiempo desarticulado (1959) y Abre los ojos (1997) de Alejandro Amenábar, que incorpora muchos elementos de Ubik (1969). Las películas que no están basadas en ninguna obra de Dick en particular, pero que resultarían impensables sin el universo ficcional que éstas construyeron, incluyen a las dos primeras Terminator (1984 y 1991) de Cameron, la tres Matrix (1999 y 2003) de los hermanos Wachowski, eXisTenZ (1999) de David Cronenberg, e Inteligencia artificial (2001) de Spielberg.
Sería cuestionable este recurso de justificar a un escritor a partir de las adaptaciones cinematográficas de su obra, si no se tratara de este escritor, y de este género en particular. Desde su invención, el cine se ha convertido en el medio “natural” de la ciencia ficción; el que mejor acomoda sus recursos formales (todos esos gadgets que resultan tan ridículos cuando son nombrados y tan atractivos cuando meramente vistos) y vehicula sus efectos sociales: en literatura, la ciencia ficción no ha dejado de ser un subgénero para fans y freaks, mientras que las pantallas grandes o chicas han logrado convertirla en un género mainstream, y es a través de éstas que ha entrado en la imaginación colectiva y contribuido a modelar nuestro mundo. Pero éste, además, era un escritor descuidado, obligado a escribir rápido, por poca plata, para un público poco exigente; de no ser por el cine, nunca hubiera pasado de mero autor de culto.
A Hitchcock le gustaban las novelas con buenas ideas, con buenas tramas, con personajes planos que pudieran servir de soporte a las acciones más disímiles, de una ejecución desmañada o incompleta que le permitiera al director lucirse y convertirse en el verdadero autor; y a Dick, que no llegó a ver ninguna de todas esas adaptaciones (murió de un infarto cuatro meses antes del estreno de Blade Runner), no le hubiera molestado la paradoja: después de todo, una de las figuras más habituales en su obra es la de la copia o la versión que llega a ser más fiel, más verdadera que el original. Dick fue el único (con la posible excepción del polaco Stanislav Lem) que la pegó con lo que sería el tema dominante de la ciencia ficción futura –es decir, la actual: ni los viajes al espacio ni el control de los individuos por el Estado ni el contacto con extraterrestres (aunque todos estos motivos aparezcan en su obra), sino el gradual reemplazo del mundo real por el mundo de las representaciones y las réplicas; la era del simulacro y la simulación virtual–.
La buena ciencia ficción es siempre filosófica. Dick estudió filosofía en la Universidad de Berkeley, y si su obra está recorrida por preocupaciones metafísicas y éticas, el eje está puesto en el tema del conocimiento y es la filosofía del obispo irlandés la que guía sus indagaciones. “Comprenderla [a la doctrina de Berkeley] es fácil; lo difícil es pensar dentro de su límite” observa Borges en su “Nueva refutación del tiempo”; Dick se dedicó a ejercer tozudamente esa dificultad. Su obra plantea una y otra vez cómo vivir en el mundo cuando de lo único que podemos dar fe es de la realidad de nuestras percepciones, y cuando éstas, en un contexto de memoria falible, drogas psicotrópicas y manipulación informativa, resultan cada vez menos confiables. Su obra se ve recorrida por tres preguntas acuciantes, o la misma pregunta que se expande en círculos concéntricos: ¿Qué es la identidad personal? ¿Qué es lo humano? ¿Qué es lo real? Y una más que las abarca: ¿Cómo saber si las respuestas que damos a esas preguntas son verdaderas o son fruto de un engaño al que nos someten y sometemos? Si hay un dios en el mundo de Dick, es el genio maligno de Descartes.
En cuanto a la primera pregunta, Dick, como el Inmortal de Borges, sabía que la identidad personal es un constructo que depende de una de las más frágiles y falibles de nuestras facultades, la memoria individual. Douglas Quail, el protagonista de “Podemos recordarlo por usted al por mayor”, imposibilitado de cumplir su sueño de viajar a Marte como agente secreto, contrata los servicios de una compañía que le implantará la memoria artificial (pero que él vivirá como auténtica) de haber estado allí. Pero en el transcurso del implante los técnicos descubren que se trata de un verdadero agente secreto que efectivamente ha estado en Marte, cuya memoria, borrada por sus empleadores, es decir, empujada a su subconsciente, reemerge ahora, activada por el implante. Luego de este auspicioso comienzo, el cuento de Dick se desbarranca. La inteligente adaptación de Paul Verhoeven, Total Recall, lo toma en ese punto y le da un giro inevitable (así lo hubiera visto el propio Dick, si se hubiera tomado un par de días más para pensarlo): Quail recibe un mensaje grabado de su yo original, Hauser, quien le explica que es apenas el sueño de otro hombre: un personaje, creado por él cuando decidió volverse contra Cohaagen, el villano que domina Marte. Pero luego Quail descubre que lo han usado como señuelo para eliminar al líder de la revuelta marciana, que todo ha sido un plan de Hauser y Cohaagen. Quail se rebela y logra evitar que le reimplanten la memoria de Hauser: así, en una vuelta de tuerca al clásico tema del doble, la copia “buena” termina derrotando al original “malo” y reemplazándolo. “Un hombre es quien es por sus actos, no por su memoria”, escucha Quaid en un momento decididamente existencialista de la película y, a pesar de su formulación ciertamente más banal, este deslizamiento desde la metafísica a la ética puede traer a la mente al Cruz de Borges, que abjura de su pasado y se ve a sí mismo “en un entrevero y un hombre” (“Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”).
Si 2001, Odisea del espacio (1968) es el broche de oro de la larga tradición épica del cine de ciencia ficción optimista, que nos vaticina un futuro pulcro y aséptico a través de una pantalla renacentista (el mismo Kubrick intentaría salirse del modelo desperdigando un poco de basura en los sets todavía demasiado limpitos de La naranja mecánica), la nueva era se inicia con el cine de Ridley Scott: con Alien, pero sobre todo con Blade Runner, basada en la novela de Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968): una pantalla decididamente barroca, degradación, decadencia, óxido y mugre (¿por qué, después de todo –la pregunta era tan obvia que uno se pregunta por qué nadie se la había hecho antes– una nave espacial en uso va a estar menos sucia y oxidada que un viejo barco de carga?). Esencial a este modelo es el cruce, en Blade Runner, con el otro gran aporte de la literatura pulp, el género negro: Scott convierte a Deckard, el protagonista, en un Philip Marlowe del siglo XXI, completo con su impermeable y la narración en off, que desaparece del “director’s cut” –-no necesariamente mejor que la versión originalmente estrenada–. El mundo de Blade Runner está saturado de copias; copias de animales (que se han extinguido) y de seres humanos: la memorable escena inicial presenta un test que permite reconocer a los androides, aquí llamados replicantes, de los humanos, por la ausencia de ciertas reacciones emocionales; notablemente, la empatía (la posterior Inteligencia artificial da vuelta el dilema: ¿qué si un androide es programado para una vida emocional sin límites?). Los replicantes tienen un plazo de vida mucho más corto que los humanos; Deckard, encargado de “retirarlos”, termina enamorándose de Rachel, nuevo modelo sin fecha de vencimiento y que, para peor, no tiene conciencia de serlo, pues le han implantado una memoria artificial, “humana” –lo cual tiene el molesto efecto colateral de introducir en cada ser humano un principio de incertidumbre: ¿Si un androide puede no saber que no es humano, cómo puede un humano saber si no es un androide?, situación análoga a la de esos soñadores borgeanos que se preguntan si no serán, ellos mismos, el sueño de alguien–. Finalmente Deckard es perseguido por el más cruel y despiadado de los androides, pero éste (inolvidablemente interpretado por Rutger Hauer) decide, antes de morir, salvarle la vida. Nuevamente, no es la factura ni la memoria lo que determina la pertenencia al género humano, sino la presencia o ausencia de esa cualidad tan elusiva denominada “humanidad”: aquí, la compasión, el respeto por la vida en todas sus manifestaciones. No se nace humano o androide, se elige serlo: y en un mundo donde tantos humanos lo olvidan, son los androides los encargados de recordarlo. El título Blade Runner, tanto mejor –más cortante– que el de la novela original, fue tomado (con permiso) de un texto de William S. Burroughs, ínfimo dato que resume una diferencia fundamental entre los dos autores más sostenidamente geniales de la ciencia ficción moderna. Burroughs era, fundamentalmente, un escritor, un artífice de las palabras: su prosa es de las más ricas que la lengua inglesa, y su experimentación formal con las posibilidades del azar lo ponen a la par de John Cage y los surrealistas. Para Dick, las palabras nunca fueron más que un medio, y también por eso es fácil considerar sus novelas como obra en tránsito y las películas como punto de llegada.
En A Scanner Darkly, novela que en muchos aspectos es un retrato bastante fidedigno de la clase de vida que Dick llevaba en la California de los ’70, el protagonista, Bob Arctor, sufre una disociación psicótica producida por, a saber: la droga conocida como “Sustancia D” (por Death); su doble vida como Fred, el agente encubierto de narcóticos; y el uso de un “traje mezclador” que vela su apariencia ante la mirada de los demás y, eventualmente, ante la suya. Fred, cuya identidad como Arctor es desconocida hasta por sus propios jefes, es enviado a investigarse a sí mismo: mientras la disociación se mantenga operativa, ambos pueden llevar sus vidas separadas; pero cuando Fred se entera de que Arctor es él mismo, termina “quemado”. La novela se hace eco de la paranoia generalizada de los años de la Guerra Fría y del macartismo, y de la más específica del propio Dick, que se creía vigilado por el FBI (todo indica que estaba en lo cierto; como alguna vez dijo Burroughs, “paranoia es cuando uno tiene todos los datos”). La película de Richard Linklater se realizó con la técnica que el director había desarrollado para su anterior Waking Life (2001), sobre un tema análogo, la relación entre los sueños y la vigilia: los actores son filmados de la manera habitual y luego los animadores trabajan este metraje digitalmente. Algunos actores, como Keanu Reeves y Robert Downey Jr., siguen siendo fácilmente reconocibles; otros, como Woody Harrelson o Winona Ryder, se ven muy cambiados. Cuando a la figura animada de Keanu Reeves se le superpone, además, el “traje mezclador de Fred”, la técnica se revela como sentido: tanto a nivel de la forma visual como de la trama, sucesivas capas de representación van recubriendo un cada vez más remoto original, sin que falten las inversiones y las paradojas; entre ellas, la del impostor que en un programa de TV cuenta cómo se hizo pasar por un gran cirujano, un físico de Harvard, un Premio Nobel de Literatura y un presidente argentino depuesto casado con –aquí se interrumpe la lista–. ¿Cómo lo hizo? pregunta Arctor. No lo hizo, es la respuesta. No tuvo que tomarse el trabajo de hacerse pasar por ninguno de ellos. Hizo algo más fácil: se hizo pasar por impostor en el programa de TV.
El título es una revisión tecnológica de 1 Corintios 13:12, cita bíblica que cifraba las esperanzas del autor: “Ahora vemos por espejo, en oscuridad; mas entonces veremos cara a cara; ahora conozco en parte; mas entonces conoceré como soy conocido”, y es a partir de ella que la novela trasciende la denuncia de la manipulación y de la vigilancia para adentrarse en el terreno de la preocupación metafísica: “Si el scanner ve apenas en oscuridad, como yo, entonces estamos malditos, y otra vez malditos como siempre lo hemos estado; terminaremos todos muertos, sabiendo muy poco, y lo poco que sepamos estará equivocado”. Si no podemos sustraernos a la vigilancia del Estado, parece decir Arctor, al menos nos quedaría el consuelo de que esa vigilancia quizá pueda ver en nosotros claramente: ¿pero qué sentido tiene la vigilancia si el scanner ve tan oscuramente como nosotros, si no hace más que generar sus propios fantasmas? El problema con un reflejo, le explican en otro momento de la novela, no es que no sea real (nada lo es, y si lo es, no tenemos manera de distinguirlo de sus copias o representaciones) sino que está al revés. Vemos el universo al revés, y sólo Dios, como explica San Pablo, podrá corregir nuestra mirada (el Dios de Dick, aquí, cumple la misma función gnoseológica que el de Borges: la de dar la medida del desconocimiento humano).
Dos películas toman como eje las paradojas inherentes a la adivinación del futuro, que la literatura viene explotando desde Edipo rey de Sófocles en adelante. En el mundo de The Minority Report (1958) el crimen ha sido eliminado, porque la fuerza policial, que interpretando las murmuraciones de tres autistas o “precognitores” capaces de ver el futuro inmediato, puede arrestar al criminal antes de que cometa su crimen: si bien el cuestionable fundamento ético del procedimiento es tratado en los diálogos, lo que estructura la trama no es el dilema ético sino una paradoja lógica: un “precognitor” predice que el director del departamento cometerá un asesinato; éste, al saberlo, intentará evitarlo, conducta que ya ha sido predicha por un segundo “precognitor”; el tercero incorporará las predicciones de los otros dos para hacer una tercera predicción. El futuro se fragmenta y subdivide, creando tiempos y mundos a la manera de “El jardín de senderos que se bifurcan”. La adaptación de Spielberg, en este caso, no es ni una recreación integral, como Blade Runner, ni la continuación feliz de un argumento inconcluso, como Total Recall, sino mero maquillaje, consistente en el agregado de elementos melodramáticos (la historia del hijo secuestrado) y de un final feliz para los “precognitores” (cuya situación lo tiene a Dick más bien sin cuidado). Todo lo que importaba, en este caso, estaba completo en el relato original.
La película Next, del director neocelandés Lee Tamahori, basada en The Golden Boy, es una variación más simple de la misma lógica. El protagonista es un vidente verdadero que se hace pasar por mago de vodevil (otra inversión barroca, a la manera del imitador antes mencionado); el concepto central: “cada vez que echamos un vistazo al futuro, éste cambia, porque lo hemos mirado” es el mismo que en el relato anterior. La película, protagonizada por un anodino Nicholas Cage y una deslucida Julianne Moore, pronto se convierte en mero soporte de explosiones y persecuciones; cerca del final, previsiblemente descubrimos que todo lo que hemos visto no fue sino una de las visiones anticipatorias de Cage, que al saber que todo termina mal elige otro camino y llega a un desenlace más feliz. Cerca del final se incluye una secuencia que parece inspirada directamente en Borges: Nicholas Cage anticipa su recorrido por los pasillos de una intrincada fábrica, y en cada encrucijada se bifurca o trifurca en nuevos Nicholas Cage que exploran todos los recovecos para descubrir de dónde saltarán, en los distintos futuros inmediatos, los ahora agazapados terroristas.
Quizás a causa del prejuicio hitchcockiano antes mencionado, las dos mejores novelas de Dick nunca fueron llevadas a la pantalla. El hombre en el castillo es su primera novela lograda, y la muestra de lo que el autor era capaz, cuando se tomaba su tiempo. Dick toma un género deleznable, el de la historia alternativa, y dentro de sus parámetros, la más predecible de sus preguntas: ¿Qué hubiera pasado si los alemanes y los japoneses ganaban la Segunda Guerra? La respuesta es: unos Estados Unidos divididos en Costa este ocupada por Alemania, Costa oeste ocupada por los más moderados japoneses, y un área “neutral” en el centro. ¿Qué distingue a esta novela de otros ucrónicos bodrios perpetrados a posteriori, como La solución final, de E. Norden, o Fatherland, de Robert Harris? Fundamentalmente, sus juegos barrocos. Puesta en abismo, primero: en el mundo ficcional de la novela, un autor, Hawthorne Abendsen (nombre significativo, el primero), escribe una novela de historia alternativa, La langosta se ha posado, que imagina lo que hubiera sucedido si los aliados ganaban la guerra. Esta lógica, a su vez, se subordina a otra: tanto una versión como la otra son meras posibilidades de un azar combinatorio sistemático, aquí manifestado en los hexagramas del I Ching, que crean distintas realidades posibles. Finalmente, la inversión: los protagonistas de la novela descubren, gracias al I Ching, que viven en un mundo de ficción, y que en el real, los aliados ganaron la guerra; lo cual parece sugerir que hemos vuelto al punto de partida, con la salvedad de que el mundo de La langosta no es igual al nuestro, los aliados ganaron de distinta manera (fracasa el ataque a Pearl Harbor, japoneses y alemanes luchan por separado), o sea, según otro hexagrama. Estas paradojas metafísicas tienen su correlato ético: Dick intenta, no conciliar, porque son en esencia inconciliables, sino poner lado a lado dos concepciones incompatibles sobre el bien y el mal: la taoísta de los japoneses, según la cual el mal es relativo, el yin del yang, parte ineludible y hasta virtuosamente necesaria del equilibrio del universo; y la que parecen encarnar los nazis, la de un mal de existencia independiente, que aspira a derrotar al bien y reinar supremo.
En Ubik los dos reinos que se cruzan en la conciencia de los protagonistas son los de la vida y de la muerte. En el futuro, la ciencia logra prolongar la vida psíquica varios meses después de la muerte del cuerpo. Un equipo de agentes (telépatas, precognitores, etc.) es víctima de un atentado en el que muere su jefe. Pero luego el mundo que habitan sufre extrañas degradaciones, parece fugar hacia el pasado (otro tema favorito de Dick, la regresión temporal): finalmente los agentes entienden que son ellos los que han muerto, y su jefe sobrevivido. Ubik nunca fue llevada al cine (aunque hay rumores de que esto sucedería en 2009), o tal vez, nunca ha dejado de serlo: esta confusión del muerto que sueña el sueño de la vida ha sido explotada en muchas películas recientes, las más notables Sexto sentido y, nuevamente de Alejandro Amenábar, Los otros.
Se suele culpar al mercado de la ciencia ficción de los ’50-’70 por la baja calidad de los escritos de Dick, y por esa hiperproductividad obligada que, entre otras cosas, lo llevaría a la muerte. Pero lo cierto es que él eligió ese medio como el más adecuado a su temperamento e intereses. Por un lado, Dick era un escritor compulsivo (como lo prueban las miles de páginas de su Exégesis, el diario que llevó durante los últimos ocho años de su vida, intentando explicarse una experiencia mística alcanzada o padecida el 3 de febrero de 1974). Por el otro lado, tomaba demasiadas drogas. Ultimo y principal, tenía demasiadas ideas. Borges también, pero como era mucho mejor escritor, descubrió –o creó– un vehículo adecuado para su inventiva: el cuento-resumen, el cuento que, como el tratamiento cinematográfico, condensa en dos o tres páginas el argumento de una novela. “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen”, escribió en su prólogo a Ficciones. Dick, en cambio, se propuso escribir esos libros, a razón de tres por año. No es casual que haya terminado, como tantos de sus personajes, friéndose el cerebro.
A lo largo de este texto he insistido, algo machaconamente, en los paralelismos entre la obra de Dick y la de Borges. No soy el primero en hacerlo: nada menos que Ursula K. LeGuin ha visto en él a “un Borges casero y americano”. Dadas todas estas coincidencias, resulta sorprendente considerar que quizá nunca se hayan leído: yo, al menos, no he logrado encontrar ninguna prueba al respecto. El encuentro no era de antemano imposible: Borges era un lector bastante asiduo del género, como lo prueban sus prólogos, entre otros, a las obras de H. P. Lovecraft, Ray Bradbury y Olaf Stapledon; y el norteamericano podría haberse cruzado con los escritos del sudamericano sobre todo a partir de los ‘60, cuando empiezan las traducciones al inglés: William Gibson, uno de los fundadores del ciberpunk y por lo tanto discípulo directo de Dick, describe la experiencia fundante de leer a Borges en su adolescencia como la de quien recibe una instalación de nuevo software en su cerebro. ¿Qué explicación dar, entonces, a tan marcadas coincidencias? Una hipótesis ficcional podría presentar a Dick como la copia imperfecta, en un universo degradado, de la suprema y por momentos inhumana perfección borgeana, un replicante que salió fallado de fábrica y es, por eso, por momentos, más humano. Otra, más histórica, debería recordar que ambos abrevaron en las mismas fuentes: los textos de los gnósticos, aquellos teólogos de los primeros siglos de la cristiandad que entre el Dios omnisciente, omnipotente y bondadoso y esta inexplicablemente fallida creación y criaturas, insertaron una pululación de deidades intermedias, torpes demiurgos o hacedores incompetentes, locos o meramente malignos.
Lo más importante, de todos modos, es que Borges y Dick, cada uno a su manera, exploraron lo que desde hace cuatro siglos se ha vuelto, crecientemente, nuestro tema: el reemplazo del mundo “real” por las representaciones del mundo. Desde el barroco en adelante, una serie de artistas y escritores tomaron conciencia de esta división entre el mundo y sus representaciones: entre las cosas y las palabras, entre el modelo y el cuadro, el objeto y su reflejo en un espejo, la vigilia y los sueños, el mundo y el teatro, la locura y la cordura, la percepción y las memorias que de ellas guardamos. Cervantes, Calderón y Velásquez, por mencionar sólo a los más prominentes, se hicieron cargo de explorar las discrepancias cada vez más notorias entre los dos órdenes, y al explorarlas, ahondarlas, y multiplicar sus paradojas. Fue Borges el encargado de trasladar este repertorio de figuras a nuestro tiempo y continente, manteniéndolo básicamente inalterado; y fueron Bioy Casares y Cortázar quienes cruzaron el límite hacia la ciencia ficción, explorando algunas de las paradojas inherentes a los nuevos modos de reproducción mecánica (la fotografía, en ambos; la reproducción total de todas las percepciones en La invención de Morel). Pero si alguien exploró sistemáticamente todas las opciones que las nuevas tecnologías ofrecían, tanto las efectivamente realizadas (cine, computación, robótica) como las todavía imaginarias (implantes de memoria, biónica), ése fue Philip Dick. Adecuadamente, entonces, fue una de estas tecnologías, el cine, y no el viejo medio del papel y la tinta, que hizo de sus imaginaciones un engranaje fundamental de la nueva maquinaria del mundo.
Como Leibniz (que luego se desdijo) y Blanqui en sus respectivas filosofías; como Borges y Bioy Casares en sus ficciones, Dick creía en la existencia simultánea de numerosos mundos posibles, de múltiples realidades “convergentes, divergentes y paralelas”. Sin llegar a los extremos del preceptor Pangloss, versión volteriana de Leibniz, que quería convencernos de que habitamos en “el mejor de los mundos posibles”, Dick era moderadamente optimista, como se desprende de una frase suya que se ha convertido en título de una colección de sus escritos: Si este mundo te parece malo, deberías ver algunos de los otros.
© 2000-2010 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.
La realidad no es la única verdad
Este diciembre se cumplen 80 años del nacimiento de Philip K. Dick. Pero mucho más importante que la efemérides es la rotunda vigencia de su literatura en el imaginario del presente y el futuro que el cine inspirado en sus libros ha construido en los últimos treinta años. Por eso, recorrer esas películas es recorrer el pensamiento del escritor que, como un “Borges casero y americano” (en palabras de Ursula K. LeGuin), anticipó uno de los mayores dilemas filosóficos de nuestra época: el reemplazo del mundo real por el virtual.
Por Carlos Gamerro
UNA RECORRIDA CINEMATOGRAFICA POR LOS GRANDES TEMAS DE LA OBRA DE DICK (EL DOBLE, LAS REPLICAS, LAS REALIDADES POSIBLES Y EL MUNDO REAL DESPLAZADO POR UNO VIRTUAL): 1) LA REPLICANTE DARYL HANNAH EN BLADE RUNNER, DE RIDLEY SCOTT; 2) SCHWARZEGGER EN TOTAL RECALL DE PAUL VERHOEVEN; 3) UNO DE LOS PRECOGNITORS DE LA MINORITY REPORT DE SPIELBERG; 4) KEANUE REEVES EN A SCANNER DARKLY, DE LINKLATER.
No es necesario argumentar que todo el cine de ciencia ficción que importa, de los ’80 a esta parte, consta de adaptaciones de la obra de Philip K. Dick; basta con enumerar: la serie empieza con Blade Runner (1984) la película de Ridley Scott que les señalaría el rumbo a todas las siguientes; sigue con la también clásica Total Recall (1990) de Paul Verhoeven (conocida entre nosotros como El vengador del futuro), Minority Report (2002) de Stephen Spielberg y A Scanner Darkly (2006) de Richard Linklater, sin dejar por el camino a las menos influyentes Screamers (1995) e Impostor (2001), Paycheck (2003) de John Woo y la más reciente Next (2007), de Lee Tamahori. A éstas se agregan dos adaptaciones no reconocidas: The Truman Show (1998) de Peter Weir, inspirada por Tiempo desarticulado (1959) y Abre los ojos (1997) de Alejandro Amenábar, que incorpora muchos elementos de Ubik (1969). Las películas que no están basadas en ninguna obra de Dick en particular, pero que resultarían impensables sin el universo ficcional que éstas construyeron, incluyen a las dos primeras Terminator (1984 y 1991) de Cameron, la tres Matrix (1999 y 2003) de los hermanos Wachowski, eXisTenZ (1999) de David Cronenberg, e Inteligencia artificial (2001) de Spielberg.
Sería cuestionable este recurso de justificar a un escritor a partir de las adaptaciones cinematográficas de su obra, si no se tratara de este escritor, y de este género en particular. Desde su invención, el cine se ha convertido en el medio “natural” de la ciencia ficción; el que mejor acomoda sus recursos formales (todos esos gadgets que resultan tan ridículos cuando son nombrados y tan atractivos cuando meramente vistos) y vehicula sus efectos sociales: en literatura, la ciencia ficción no ha dejado de ser un subgénero para fans y freaks, mientras que las pantallas grandes o chicas han logrado convertirla en un género mainstream, y es a través de éstas que ha entrado en la imaginación colectiva y contribuido a modelar nuestro mundo. Pero éste, además, era un escritor descuidado, obligado a escribir rápido, por poca plata, para un público poco exigente; de no ser por el cine, nunca hubiera pasado de mero autor de culto.
A Hitchcock le gustaban las novelas con buenas ideas, con buenas tramas, con personajes planos que pudieran servir de soporte a las acciones más disímiles, de una ejecución desmañada o incompleta que le permitiera al director lucirse y convertirse en el verdadero autor; y a Dick, que no llegó a ver ninguna de todas esas adaptaciones (murió de un infarto cuatro meses antes del estreno de Blade Runner), no le hubiera molestado la paradoja: después de todo, una de las figuras más habituales en su obra es la de la copia o la versión que llega a ser más fiel, más verdadera que el original. Dick fue el único (con la posible excepción del polaco Stanislav Lem) que la pegó con lo que sería el tema dominante de la ciencia ficción futura –es decir, la actual: ni los viajes al espacio ni el control de los individuos por el Estado ni el contacto con extraterrestres (aunque todos estos motivos aparezcan en su obra), sino el gradual reemplazo del mundo real por el mundo de las representaciones y las réplicas; la era del simulacro y la simulación virtual–.
La buena ciencia ficción es siempre filosófica. Dick estudió filosofía en la Universidad de Berkeley, y si su obra está recorrida por preocupaciones metafísicas y éticas, el eje está puesto en el tema del conocimiento y es la filosofía del obispo irlandés la que guía sus indagaciones. “Comprenderla [a la doctrina de Berkeley] es fácil; lo difícil es pensar dentro de su límite” observa Borges en su “Nueva refutación del tiempo”; Dick se dedicó a ejercer tozudamente esa dificultad. Su obra plantea una y otra vez cómo vivir en el mundo cuando de lo único que podemos dar fe es de la realidad de nuestras percepciones, y cuando éstas, en un contexto de memoria falible, drogas psicotrópicas y manipulación informativa, resultan cada vez menos confiables. Su obra se ve recorrida por tres preguntas acuciantes, o la misma pregunta que se expande en círculos concéntricos: ¿Qué es la identidad personal? ¿Qué es lo humano? ¿Qué es lo real? Y una más que las abarca: ¿Cómo saber si las respuestas que damos a esas preguntas son verdaderas o son fruto de un engaño al que nos someten y sometemos? Si hay un dios en el mundo de Dick, es el genio maligno de Descartes.
En cuanto a la primera pregunta, Dick, como el Inmortal de Borges, sabía que la identidad personal es un constructo que depende de una de las más frágiles y falibles de nuestras facultades, la memoria individual. Douglas Quail, el protagonista de “Podemos recordarlo por usted al por mayor”, imposibilitado de cumplir su sueño de viajar a Marte como agente secreto, contrata los servicios de una compañía que le implantará la memoria artificial (pero que él vivirá como auténtica) de haber estado allí. Pero en el transcurso del implante los técnicos descubren que se trata de un verdadero agente secreto que efectivamente ha estado en Marte, cuya memoria, borrada por sus empleadores, es decir, empujada a su subconsciente, reemerge ahora, activada por el implante. Luego de este auspicioso comienzo, el cuento de Dick se desbarranca. La inteligente adaptación de Paul Verhoeven, Total Recall, lo toma en ese punto y le da un giro inevitable (así lo hubiera visto el propio Dick, si se hubiera tomado un par de días más para pensarlo): Quail recibe un mensaje grabado de su yo original, Hauser, quien le explica que es apenas el sueño de otro hombre: un personaje, creado por él cuando decidió volverse contra Cohaagen, el villano que domina Marte. Pero luego Quail descubre que lo han usado como señuelo para eliminar al líder de la revuelta marciana, que todo ha sido un plan de Hauser y Cohaagen. Quail se rebela y logra evitar que le reimplanten la memoria de Hauser: así, en una vuelta de tuerca al clásico tema del doble, la copia “buena” termina derrotando al original “malo” y reemplazándolo. “Un hombre es quien es por sus actos, no por su memoria”, escucha Quaid en un momento decididamente existencialista de la película y, a pesar de su formulación ciertamente más banal, este deslizamiento desde la metafísica a la ética puede traer a la mente al Cruz de Borges, que abjura de su pasado y se ve a sí mismo “en un entrevero y un hombre” (“Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”).
Si 2001, Odisea del espacio (1968) es el broche de oro de la larga tradición épica del cine de ciencia ficción optimista, que nos vaticina un futuro pulcro y aséptico a través de una pantalla renacentista (el mismo Kubrick intentaría salirse del modelo desperdigando un poco de basura en los sets todavía demasiado limpitos de La naranja mecánica), la nueva era se inicia con el cine de Ridley Scott: con Alien, pero sobre todo con Blade Runner, basada en la novela de Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968): una pantalla decididamente barroca, degradación, decadencia, óxido y mugre (¿por qué, después de todo –la pregunta era tan obvia que uno se pregunta por qué nadie se la había hecho antes– una nave espacial en uso va a estar menos sucia y oxidada que un viejo barco de carga?). Esencial a este modelo es el cruce, en Blade Runner, con el otro gran aporte de la literatura pulp, el género negro: Scott convierte a Deckard, el protagonista, en un Philip Marlowe del siglo XXI, completo con su impermeable y la narración en off, que desaparece del “director’s cut” –-no necesariamente mejor que la versión originalmente estrenada–. El mundo de Blade Runner está saturado de copias; copias de animales (que se han extinguido) y de seres humanos: la memorable escena inicial presenta un test que permite reconocer a los androides, aquí llamados replicantes, de los humanos, por la ausencia de ciertas reacciones emocionales; notablemente, la empatía (la posterior Inteligencia artificial da vuelta el dilema: ¿qué si un androide es programado para una vida emocional sin límites?). Los replicantes tienen un plazo de vida mucho más corto que los humanos; Deckard, encargado de “retirarlos”, termina enamorándose de Rachel, nuevo modelo sin fecha de vencimiento y que, para peor, no tiene conciencia de serlo, pues le han implantado una memoria artificial, “humana” –lo cual tiene el molesto efecto colateral de introducir en cada ser humano un principio de incertidumbre: ¿Si un androide puede no saber que no es humano, cómo puede un humano saber si no es un androide?, situación análoga a la de esos soñadores borgeanos que se preguntan si no serán, ellos mismos, el sueño de alguien–. Finalmente Deckard es perseguido por el más cruel y despiadado de los androides, pero éste (inolvidablemente interpretado por Rutger Hauer) decide, antes de morir, salvarle la vida. Nuevamente, no es la factura ni la memoria lo que determina la pertenencia al género humano, sino la presencia o ausencia de esa cualidad tan elusiva denominada “humanidad”: aquí, la compasión, el respeto por la vida en todas sus manifestaciones. No se nace humano o androide, se elige serlo: y en un mundo donde tantos humanos lo olvidan, son los androides los encargados de recordarlo. El título Blade Runner, tanto mejor –más cortante– que el de la novela original, fue tomado (con permiso) de un texto de William S. Burroughs, ínfimo dato que resume una diferencia fundamental entre los dos autores más sostenidamente geniales de la ciencia ficción moderna. Burroughs era, fundamentalmente, un escritor, un artífice de las palabras: su prosa es de las más ricas que la lengua inglesa, y su experimentación formal con las posibilidades del azar lo ponen a la par de John Cage y los surrealistas. Para Dick, las palabras nunca fueron más que un medio, y también por eso es fácil considerar sus novelas como obra en tránsito y las películas como punto de llegada.
En A Scanner Darkly, novela que en muchos aspectos es un retrato bastante fidedigno de la clase de vida que Dick llevaba en la California de los ’70, el protagonista, Bob Arctor, sufre una disociación psicótica producida por, a saber: la droga conocida como “Sustancia D” (por Death); su doble vida como Fred, el agente encubierto de narcóticos; y el uso de un “traje mezclador” que vela su apariencia ante la mirada de los demás y, eventualmente, ante la suya. Fred, cuya identidad como Arctor es desconocida hasta por sus propios jefes, es enviado a investigarse a sí mismo: mientras la disociación se mantenga operativa, ambos pueden llevar sus vidas separadas; pero cuando Fred se entera de que Arctor es él mismo, termina “quemado”. La novela se hace eco de la paranoia generalizada de los años de la Guerra Fría y del macartismo, y de la más específica del propio Dick, que se creía vigilado por el FBI (todo indica que estaba en lo cierto; como alguna vez dijo Burroughs, “paranoia es cuando uno tiene todos los datos”). La película de Richard Linklater se realizó con la técnica que el director había desarrollado para su anterior Waking Life (2001), sobre un tema análogo, la relación entre los sueños y la vigilia: los actores son filmados de la manera habitual y luego los animadores trabajan este metraje digitalmente. Algunos actores, como Keanu Reeves y Robert Downey Jr., siguen siendo fácilmente reconocibles; otros, como Woody Harrelson o Winona Ryder, se ven muy cambiados. Cuando a la figura animada de Keanu Reeves se le superpone, además, el “traje mezclador de Fred”, la técnica se revela como sentido: tanto a nivel de la forma visual como de la trama, sucesivas capas de representación van recubriendo un cada vez más remoto original, sin que falten las inversiones y las paradojas; entre ellas, la del impostor que en un programa de TV cuenta cómo se hizo pasar por un gran cirujano, un físico de Harvard, un Premio Nobel de Literatura y un presidente argentino depuesto casado con –aquí se interrumpe la lista–. ¿Cómo lo hizo? pregunta Arctor. No lo hizo, es la respuesta. No tuvo que tomarse el trabajo de hacerse pasar por ninguno de ellos. Hizo algo más fácil: se hizo pasar por impostor en el programa de TV.
El título es una revisión tecnológica de 1 Corintios 13:12, cita bíblica que cifraba las esperanzas del autor: “Ahora vemos por espejo, en oscuridad; mas entonces veremos cara a cara; ahora conozco en parte; mas entonces conoceré como soy conocido”, y es a partir de ella que la novela trasciende la denuncia de la manipulación y de la vigilancia para adentrarse en el terreno de la preocupación metafísica: “Si el scanner ve apenas en oscuridad, como yo, entonces estamos malditos, y otra vez malditos como siempre lo hemos estado; terminaremos todos muertos, sabiendo muy poco, y lo poco que sepamos estará equivocado”. Si no podemos sustraernos a la vigilancia del Estado, parece decir Arctor, al menos nos quedaría el consuelo de que esa vigilancia quizá pueda ver en nosotros claramente: ¿pero qué sentido tiene la vigilancia si el scanner ve tan oscuramente como nosotros, si no hace más que generar sus propios fantasmas? El problema con un reflejo, le explican en otro momento de la novela, no es que no sea real (nada lo es, y si lo es, no tenemos manera de distinguirlo de sus copias o representaciones) sino que está al revés. Vemos el universo al revés, y sólo Dios, como explica San Pablo, podrá corregir nuestra mirada (el Dios de Dick, aquí, cumple la misma función gnoseológica que el de Borges: la de dar la medida del desconocimiento humano).
Dos películas toman como eje las paradojas inherentes a la adivinación del futuro, que la literatura viene explotando desde Edipo rey de Sófocles en adelante. En el mundo de The Minority Report (1958) el crimen ha sido eliminado, porque la fuerza policial, que interpretando las murmuraciones de tres autistas o “precognitores” capaces de ver el futuro inmediato, puede arrestar al criminal antes de que cometa su crimen: si bien el cuestionable fundamento ético del procedimiento es tratado en los diálogos, lo que estructura la trama no es el dilema ético sino una paradoja lógica: un “precognitor” predice que el director del departamento cometerá un asesinato; éste, al saberlo, intentará evitarlo, conducta que ya ha sido predicha por un segundo “precognitor”; el tercero incorporará las predicciones de los otros dos para hacer una tercera predicción. El futuro se fragmenta y subdivide, creando tiempos y mundos a la manera de “El jardín de senderos que se bifurcan”. La adaptación de Spielberg, en este caso, no es ni una recreación integral, como Blade Runner, ni la continuación feliz de un argumento inconcluso, como Total Recall, sino mero maquillaje, consistente en el agregado de elementos melodramáticos (la historia del hijo secuestrado) y de un final feliz para los “precognitores” (cuya situación lo tiene a Dick más bien sin cuidado). Todo lo que importaba, en este caso, estaba completo en el relato original.
La película Next, del director neocelandés Lee Tamahori, basada en The Golden Boy, es una variación más simple de la misma lógica. El protagonista es un vidente verdadero que se hace pasar por mago de vodevil (otra inversión barroca, a la manera del imitador antes mencionado); el concepto central: “cada vez que echamos un vistazo al futuro, éste cambia, porque lo hemos mirado” es el mismo que en el relato anterior. La película, protagonizada por un anodino Nicholas Cage y una deslucida Julianne Moore, pronto se convierte en mero soporte de explosiones y persecuciones; cerca del final, previsiblemente descubrimos que todo lo que hemos visto no fue sino una de las visiones anticipatorias de Cage, que al saber que todo termina mal elige otro camino y llega a un desenlace más feliz. Cerca del final se incluye una secuencia que parece inspirada directamente en Borges: Nicholas Cage anticipa su recorrido por los pasillos de una intrincada fábrica, y en cada encrucijada se bifurca o trifurca en nuevos Nicholas Cage que exploran todos los recovecos para descubrir de dónde saltarán, en los distintos futuros inmediatos, los ahora agazapados terroristas.
Quizás a causa del prejuicio hitchcockiano antes mencionado, las dos mejores novelas de Dick nunca fueron llevadas a la pantalla. El hombre en el castillo es su primera novela lograda, y la muestra de lo que el autor era capaz, cuando se tomaba su tiempo. Dick toma un género deleznable, el de la historia alternativa, y dentro de sus parámetros, la más predecible de sus preguntas: ¿Qué hubiera pasado si los alemanes y los japoneses ganaban la Segunda Guerra? La respuesta es: unos Estados Unidos divididos en Costa este ocupada por Alemania, Costa oeste ocupada por los más moderados japoneses, y un área “neutral” en el centro. ¿Qué distingue a esta novela de otros ucrónicos bodrios perpetrados a posteriori, como La solución final, de E. Norden, o Fatherland, de Robert Harris? Fundamentalmente, sus juegos barrocos. Puesta en abismo, primero: en el mundo ficcional de la novela, un autor, Hawthorne Abendsen (nombre significativo, el primero), escribe una novela de historia alternativa, La langosta se ha posado, que imagina lo que hubiera sucedido si los aliados ganaban la guerra. Esta lógica, a su vez, se subordina a otra: tanto una versión como la otra son meras posibilidades de un azar combinatorio sistemático, aquí manifestado en los hexagramas del I Ching, que crean distintas realidades posibles. Finalmente, la inversión: los protagonistas de la novela descubren, gracias al I Ching, que viven en un mundo de ficción, y que en el real, los aliados ganaron la guerra; lo cual parece sugerir que hemos vuelto al punto de partida, con la salvedad de que el mundo de La langosta no es igual al nuestro, los aliados ganaron de distinta manera (fracasa el ataque a Pearl Harbor, japoneses y alemanes luchan por separado), o sea, según otro hexagrama. Estas paradojas metafísicas tienen su correlato ético: Dick intenta, no conciliar, porque son en esencia inconciliables, sino poner lado a lado dos concepciones incompatibles sobre el bien y el mal: la taoísta de los japoneses, según la cual el mal es relativo, el yin del yang, parte ineludible y hasta virtuosamente necesaria del equilibrio del universo; y la que parecen encarnar los nazis, la de un mal de existencia independiente, que aspira a derrotar al bien y reinar supremo.
En Ubik los dos reinos que se cruzan en la conciencia de los protagonistas son los de la vida y de la muerte. En el futuro, la ciencia logra prolongar la vida psíquica varios meses después de la muerte del cuerpo. Un equipo de agentes (telépatas, precognitores, etc.) es víctima de un atentado en el que muere su jefe. Pero luego el mundo que habitan sufre extrañas degradaciones, parece fugar hacia el pasado (otro tema favorito de Dick, la regresión temporal): finalmente los agentes entienden que son ellos los que han muerto, y su jefe sobrevivido. Ubik nunca fue llevada al cine (aunque hay rumores de que esto sucedería en 2009), o tal vez, nunca ha dejado de serlo: esta confusión del muerto que sueña el sueño de la vida ha sido explotada en muchas películas recientes, las más notables Sexto sentido y, nuevamente de Alejandro Amenábar, Los otros.
Se suele culpar al mercado de la ciencia ficción de los ’50-’70 por la baja calidad de los escritos de Dick, y por esa hiperproductividad obligada que, entre otras cosas, lo llevaría a la muerte. Pero lo cierto es que él eligió ese medio como el más adecuado a su temperamento e intereses. Por un lado, Dick era un escritor compulsivo (como lo prueban las miles de páginas de su Exégesis, el diario que llevó durante los últimos ocho años de su vida, intentando explicarse una experiencia mística alcanzada o padecida el 3 de febrero de 1974). Por el otro lado, tomaba demasiadas drogas. Ultimo y principal, tenía demasiadas ideas. Borges también, pero como era mucho mejor escritor, descubrió –o creó– un vehículo adecuado para su inventiva: el cuento-resumen, el cuento que, como el tratamiento cinematográfico, condensa en dos o tres páginas el argumento de una novela. “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen”, escribió en su prólogo a Ficciones. Dick, en cambio, se propuso escribir esos libros, a razón de tres por año. No es casual que haya terminado, como tantos de sus personajes, friéndose el cerebro.
A lo largo de este texto he insistido, algo machaconamente, en los paralelismos entre la obra de Dick y la de Borges. No soy el primero en hacerlo: nada menos que Ursula K. LeGuin ha visto en él a “un Borges casero y americano”. Dadas todas estas coincidencias, resulta sorprendente considerar que quizá nunca se hayan leído: yo, al menos, no he logrado encontrar ninguna prueba al respecto. El encuentro no era de antemano imposible: Borges era un lector bastante asiduo del género, como lo prueban sus prólogos, entre otros, a las obras de H. P. Lovecraft, Ray Bradbury y Olaf Stapledon; y el norteamericano podría haberse cruzado con los escritos del sudamericano sobre todo a partir de los ‘60, cuando empiezan las traducciones al inglés: William Gibson, uno de los fundadores del ciberpunk y por lo tanto discípulo directo de Dick, describe la experiencia fundante de leer a Borges en su adolescencia como la de quien recibe una instalación de nuevo software en su cerebro. ¿Qué explicación dar, entonces, a tan marcadas coincidencias? Una hipótesis ficcional podría presentar a Dick como la copia imperfecta, en un universo degradado, de la suprema y por momentos inhumana perfección borgeana, un replicante que salió fallado de fábrica y es, por eso, por momentos, más humano. Otra, más histórica, debería recordar que ambos abrevaron en las mismas fuentes: los textos de los gnósticos, aquellos teólogos de los primeros siglos de la cristiandad que entre el Dios omnisciente, omnipotente y bondadoso y esta inexplicablemente fallida creación y criaturas, insertaron una pululación de deidades intermedias, torpes demiurgos o hacedores incompetentes, locos o meramente malignos.
Lo más importante, de todos modos, es que Borges y Dick, cada uno a su manera, exploraron lo que desde hace cuatro siglos se ha vuelto, crecientemente, nuestro tema: el reemplazo del mundo “real” por las representaciones del mundo. Desde el barroco en adelante, una serie de artistas y escritores tomaron conciencia de esta división entre el mundo y sus representaciones: entre las cosas y las palabras, entre el modelo y el cuadro, el objeto y su reflejo en un espejo, la vigilia y los sueños, el mundo y el teatro, la locura y la cordura, la percepción y las memorias que de ellas guardamos. Cervantes, Calderón y Velásquez, por mencionar sólo a los más prominentes, se hicieron cargo de explorar las discrepancias cada vez más notorias entre los dos órdenes, y al explorarlas, ahondarlas, y multiplicar sus paradojas. Fue Borges el encargado de trasladar este repertorio de figuras a nuestro tiempo y continente, manteniéndolo básicamente inalterado; y fueron Bioy Casares y Cortázar quienes cruzaron el límite hacia la ciencia ficción, explorando algunas de las paradojas inherentes a los nuevos modos de reproducción mecánica (la fotografía, en ambos; la reproducción total de todas las percepciones en La invención de Morel). Pero si alguien exploró sistemáticamente todas las opciones que las nuevas tecnologías ofrecían, tanto las efectivamente realizadas (cine, computación, robótica) como las todavía imaginarias (implantes de memoria, biónica), ése fue Philip Dick. Adecuadamente, entonces, fue una de estas tecnologías, el cine, y no el viejo medio del papel y la tinta, que hizo de sus imaginaciones un engranaje fundamental de la nueva maquinaria del mundo.
Como Leibniz (que luego se desdijo) y Blanqui en sus respectivas filosofías; como Borges y Bioy Casares en sus ficciones, Dick creía en la existencia simultánea de numerosos mundos posibles, de múltiples realidades “convergentes, divergentes y paralelas”. Sin llegar a los extremos del preceptor Pangloss, versión volteriana de Leibniz, que quería convencernos de que habitamos en “el mejor de los mundos posibles”, Dick era moderadamente optimista, como se desprende de una frase suya que se ha convertido en título de una colección de sus escritos: Si este mundo te parece malo, deberías ver algunos de los otros.
© 2000-2010 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.
Ficciones barrocas y después
Lista de compras post-Ficciones barrocas de Carlos Gamerro:
Felisberto Hernàndez, Obras completas (en particular Las hortensias)
Philip K. Dick, Ubik
Williams Burroughs, El almuerzo desnudo (y Yonqui y Queer y Cartas del Yagé)
Alain Sicard; Felisberto Hernández ante la crítica actual (¿se conseguirá?)
Jorge Panessi, Felisberto Hernández, Beatriz Viterbo, 1993
Néstor Perlongher, Prosa plebeya
Felisberto Hernàndez, Obras completas (en particular Las hortensias)
Philip K. Dick, Ubik
Williams Burroughs, El almuerzo desnudo (y Yonqui y Queer y Cartas del Yagé)
Alain Sicard; Felisberto Hernández ante la crítica actual (¿se conseguirá?)
Jorge Panessi, Felisberto Hernández, Beatriz Viterbo, 1993
Néstor Perlongher, Prosa plebeya
Plagiario
"¡Hijodeputa!", una anécdota de Juan Gelman
(Tomado de http://neorrabioso.blogspot.com/2010/12/lo-mejor-de-neorrabioso-40-hijodeputa.html)
En la barra de un restaurante de Ibiza, antes de entrar al comedor para cenar, Juan Gelman pide un whisky en vaso bajo y cuenta, entre otras cosas, que en una ocasión, nada más leer en público un poema de amor, una joven se levantó para preguntarle, casi a gritos: "¿Ese poema lo ha escrito usted de verdad?" Le respondió que, efectivamente, era suyo. "¡Hijo de puta!", rugió la chica, y Gelman respondió: "Mujer, quizá no sea la Divina Comedia, pero tampoco es para ponerse así..." "No, si no es por usted", dijo la irritada espectadora: "El hijo de puta es mi novio, que me conquistó con ese poema, diciéndome que lo había escrito él para mí".
.
..
JUAN GELMAN, entrevistado en 2007 por ANA SOLANES y recogido en Cervantes Virtual.
viernes, 24 de diciembre de 2010
Delgada línea
¿Cuán delgada es la línea que separa el ser y/o parecer una señora interesante con capelina o una vieja loca con sombrero?
Pliegues e invaginaciones
"La noción de pliegue remite a los planos de realidad en contacto (por ejemplo, el pliegue sueño/vigilia), en tanto estos estructuran la trama; la de figura a la forma del plegado: por ejemplo, la oposición reversible (el sueño de Tzu), el pliegue simple, el múltiple, la trenza, la cinta de Moebius, la cadena, la puesta en abismo, la inversión, la invaginación, el corte. Las célebres cajas chinas no son, en este sentido restringido, estructuras barrocas, pues siguen un orden riguroso de continente y contenido. Si, milagrosamente, de la caja más pequeña o interior pudiésemos pasar a la más grande, o mejor aún, al exterior (como sucede en el film Mulholland Drive de David Linch), estarìamos, sí, en la zona de las estructuras barrocas."
"Brausen (personaje de la novela de Juan Carlos Onetti La vida breve que crea, en este novela, una ciudad ficticia, Santa María) se pierde, finalmente, en Santa María: la última vez que lo vemos, está a punto de ser arrestado por las autoridades locales (¡un autor arrestado por sus propios personajes!), y nunca reaparecerá en las ficciones sanmarianas, al menos como personaje: ha logrado pasar de su mundo real al mundo de la ficción, el pliegue barroco que los vincula se va invaginando, incorporando una porción del primero hacia el seno del segundo."
Carlos Gamerro en Ficciones Barrocas. Ed Eterna Cadencia. 2010.
"Brausen (personaje de la novela de Juan Carlos Onetti La vida breve que crea, en este novela, una ciudad ficticia, Santa María) se pierde, finalmente, en Santa María: la última vez que lo vemos, está a punto de ser arrestado por las autoridades locales (¡un autor arrestado por sus propios personajes!), y nunca reaparecerá en las ficciones sanmarianas, al menos como personaje: ha logrado pasar de su mundo real al mundo de la ficción, el pliegue barroco que los vincula se va invaginando, incorporando una porción del primero hacia el seno del segundo."
Carlos Gamerro en Ficciones Barrocas. Ed Eterna Cadencia. 2010.