En el vacío del amor,
en un tiempo lunar, lívido y frío,
nace la envidia.
De la caída de la tarde,
de lo que se desliza ya desde la noche
y solapado alarga su sombra por los muros
como amarilla hiedra,
nace la envidia.
De lo que se carcome y no consiste
más que en su desvivir,
del reverso del aire,
de la vecina nada inhabitable,
purulenta y sin fin,
nace la envidia.
En las callejas húmedas,
en los días de otoño, incruentos y pálidos,
bajo la doble faz de los espejos
o en largos corredores
que nunca desandamos,
nace la envidia.
En herrumbrosas cerraduras,
en los pozos cegados,
en los respiraderos de la vida
o en la destilación amarga
de lo nunca vivido,
en las grietas del tiempo,
nace la envidia.
Como animal de lenta procedencia,
como ceniza o sierpe y humo pálido,
amarilla y opaca, fiel reflejo
de lo arriba radiante,
nace la envidia.
En el desasosiego
de ser sin nunca tener centro,
en láminas heladas sin dimensión de fondo,
en imágenes planas que crecen hasta el cielo
de la pasión del hombre, nunca suya,
nace la envidia.
Nace como la noche
de inagotable ausencia,
de muros arañados,
de vacíos espacios,
perpetua y giratoria,
sobre el rastro lunar del que más ama.
José Ángel Valente. Siete representaciones, El bardo, 1967.
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