lunes, 15 de abril de 2024

Taller con lobas en Notanpuan

 



Proverbialmente, la llamada literatura del mar ha sido en sus expresiones más conocidas una literatura escrita por señores. En dos acepciones: hombres y sobre todo hombres de clases sociales acomodadas. Se tratara de oficiales, pilotos, comandantes o escribas que creaban a partir de lo que habían navegado, o de seres más sedentarios que imaginaban aventuras desde sus bibliotecas y gabinetes. Y esto a pesar de no faltar damas piratas como Mary Read y Anne Bonnie —historiadas nada menos que por Daniel Defoe en su “Historia general de los robos y asesinatos de los más famosos piratas” (1724)— o la Marica Rivero de nuestro Delta, a quien dedicaron páginas memorables Muños & Cófreces en “Tigre”. 

 Las mujeres fueron diosas o ninfas o hechiceras en la Odisea, monstruos de puerto en Tolstoi, señoras que esperan a quienes navegan —siempre hombres— en la Odisea, en Flaubert o en Maupassant, pasajeras que deben ser protegidas, y de ser necesario rescatadas, como la viajera perdida del tango. Rara vez aparecen como navegantes. Y cuando esto sucede, suelen ser escritas por hombres: los citados Defoe, Cófreces y Muñoz, o Borges refiriendo los prodigios de la viuda Ching Pirata, o Haroldo Conti en su cuento “Memoria y celebración” y José María Domínguez en su novela “Tres muescas en mi carabina” refiriendo los afanes de Julia Lanfranconi, la dueña y señora de la isla  Juncal.

 Hacia mediados del siglo XIX hubo una revolución copernicana en la literatura del mar: por primera vez un marinero raso –“una voz del castillo de proa”— contaba desde la experiencia de la navegación a bordo de un gran carguero a vela, enviado desde la costa este de los EE.UU. hacia la costa pacífica, vía el Cabo de Hornos. Pero sucede que ese marinero raso era un estudiante de leyes en Harvard, Richard Henry Dana, y el libro que escribió —“Dos años al pie del mástil” (1840)—una obra maestra que Herman Melville destacó en tanto antecedente necesario de su “Moby Dick”.

 Faltaba para que las mujeres avanzaran como navegantes de mares y textos, algo que fueron cumpliendo con creces merced a trabajos como los de Anita Conti, Norah Lange, Sara Gallardo o Sylvia Iparraguirre. 

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