El ‘Puro glamour’ de Aloma Rodríguez: la propia vida como gag
Escribe Katherine Mansfield que “cuando somos capaces de no tomarnos en serio nuestros fracasos, significa que estamos logrando perderles el miedo”. Durante las páginas de ‘Puro glamour’, Aloma Rodríguez se rebana un trozo de dedo, olvida -más de una vez- el almuerzo y la mochila de sus hijos, acoge en su casa a unas compañeras del colegio de los niños durante una semana y media y llora con -malas- lecturas obligadas por trabajo. En el relato de esos errores, de ese estrés y de esa impotencia, no hay miedo, solo una vida diaria, pequeña, alejada de toda épica y con derecho propio a ser material literario, combustible para gag.
La aragonesa Aloma Rodríguez comenzó a escribir ‘Puro glamour’ (La Navaja Suiza) “sin saberlo”, como una serie de artículos que se publicaban quincenalmente en Letras Libres. Cuando se dio cuenta, tenía un trozo de vida y tenía un libro. Uno que no es autobiografía, ni novela, ni una colección de cuentos pero tiene algo de todo eso y de verse a una misma “saliendo del agua y tendiéndose al sol”: “Mi voluntad era divertirme, deformarme un poco para resultar aún más graciosa y en algún momento se convirtió también en una especie de aventura épica donde la heroína quiere dormir, a poder ser, del tirón”.
En el ‘Puro glamour’ de Aloma Rodríguez hay tres niños a los que les gusta hacer pis en un supermercado, un novio que tiene ropa para la moto, botas y un casco pero no una moto, una casa paterna bautizada como Garrapinillos-sur-mer, móviles que se caen al váter, conversaciones sobre higos y brevas que “señalan el inicio del verano”, unas vacaciones en el Cabanyal y unas semanas en el Bierzo.
“Me he ido de una ciudad a otra. La ciudad a la que he vuelto es mi ciudad”
También hay una mudanza. El libro comienza tras el regreso de Aloma Rodríguez con su familia a Zaragoza, después de dejar su casa en Madrid, un piso que, la noche siguiente a dejarlo, ya no recuerda como suyo. “Me he ido de una ciudad a otra. La ciudad a la que he vuelto es mi ciudad”. Lo escribe como un mantra, a pesar de que sus hijos son madrileños, a pesar de que también transcribe una cita de Natalia Ginzburg que termina diciendo “y no era que todas las casas, todas, podían ser adecuadas con tal de que las habitaran otros y no yo”.
Y ante el desajuste espacial, ante los viajes, la red y el cuidado. En el ‘gag’ autoparódico de la autora cabe también el acompañamiento de una familia, de una madre que pregunta, como si no lo supiera, si estás escribiendo algo ahora, de una hija que quiere saber si su madre va a ganar el Nobel, de una abuela que olvida cosas, de una tía que cede una cama grande para que duerman en ella cinco personas. Con ellos, amigos que comparten viajes y conciertos, que interpretan el tarot, que se apasionan con proyectos e ideas. Un amigo muerto que una vez le dijo a la autora que ella misma era el gag. Otro, escritor, en cuya memoria se hundió una biblioteca en un pantano.
Olvidos, visitas a hospitales, ataques de llanto infantil, una hipoteca, una heroína que quiere dormir del tirón. La idea de que, como escribía Mansfield, “la vida debería ser una luz firme y siempre visible”. Y otras formas de poner la vida en el centro, como la de la abuela de la protagonista, que siempre repite: “Tenemos una parra que no da uvas, tenemos un nogal que no da nueces, pero qué buena sombra tenemos”.
“¿Has llorado leyendo un libro?”
“Nadie sabe muy bien cómo se convierten sus vidas en lo que son”, escribe Aloma Rodríguez, pero el hecho es que, de pronto, sin saber cómo, una vive de lo que lee. La autora, que escribe en la revista Letras Libres y habla sobre libros en Radio 3, tiene a su alrededor libros y libros y libros. En cajas por la mudanza; en baldas-limbo repletas de libros que leería por placer, no por trabajo, pero que no toca por falta de tiempo; en “baldas de compromiso”, con obras que no se pueden tirar ni vender ni donar porque el autor es amigo o conocido; en la biblioteca de su padre, que “se extiende y coloniza habitaciones, pasillos, bodega y escaleras”.
En la biblioteca paterna, a la que entra en las vacaciones de verano, coge libros, empieza algunos pero, sobre todo, aprovecha la lectura como excusa para la conversación: “Uso esos encuentros como lazos con los que atrapar a mi padre y sacarlo del estrés y de su mundo y conversar con él como si no fuera mi padre ni yo su hija: ¿qué es lo que más te ha gustado de Ribeyro?, estoy leyendo la nueva de Joyce Carol Oates, tienes que leer ‘Noches insomnes’, te va a encantar”.
La lectura por placer es un puente para conversar y la lectura por trabajo, a veces, motivo para sufrir. En un mundo en que el crítico literario tiene que escribir deprisa, cobrar poco y ocupar cada vez menos espacio en la página, “para escribir menos de tres mil caracteres, ¿quién va a leerse el libro entero?”. Sabe que hay quien no lo hace, que existen la lectura en diagonal y los dosieres de prensa tan completos que hasta incluyen citas del libro para que el periodista las use, y compañeros de profesión que saben ocultar los atajos que toman, pero ella lee y lee y lee. Convencida de que le van “a pillar”, acaba “trasnochando para leer hasta la última página del libro y comprobar que, probablemente, no habría hecho falta leerlo entero”.
“¿Has llorado leyendo un libro porque era demasiado tarde y tenías sueño y querías irte a la cama y no podías porque tenías que acabarlo (…) y el libro era horrible y ni siquiera ibas a poder escribirlo en la reseña?”. Aloma Rodríguez sí, y a pesar de eso lee y sabe que existe la crítica literaria por placer, como esta. Y sobre todo, sabe que, en las baldas de su nueva casa, en la que no cabe todo, y en la biblioteca de su padre, “el universo entero está ahí. Y también los libros que lo explican”.
Por |Marta Rojo
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