miércoles, 24 de enero de 2024

Adela Fernández y las Cordelias

 

El inquietante relato de una escritora mexicana que merece ser más leída

Adela Fernández hizo de sus personajes seres extraños marcados por la desgracia o por la maldad

Adela Fernández es una escritora catalogada por la crítica como una maestra del terror. Nacida en la Ciudad de México en 1942, vivió cerca de artistas y personalidades ligadas al cine nacional, pues su padre fue Emilio ‘El Indio’ Fernández.

En algún momento de su vida dijo que quienes más la habían influido fueron Juan Rulfo y José Revueltas. De niña creció entre cuentos e historias fantásticas contadas por trabajadores indígenas que su padre contrataba para darle mantenimiento a la casa.

Los primeros años de su vida fueron un poco tormentosos. Sus padres se divorciaron y ‘El Indio’ se volvió celoso y sobreprotector, y cuando tenía 15 años, decidió abandonar su casa.

En el amor sucedieron algunas situaciones extrañas, por ejemplo la historia de uno de sus primeros amores, un hombre que se llamaba Oscar, y aunque estuvieron juntos un tiempo, el hombre luego se fue a vivir a un convento, donde se suicidó.

Después se fue a Estados Unidos y en Nueva York, a los 22 años, tuvo a su hijo Emilio Quetzalcóatl. En esa ciudad conoció a un cocinero griego con quien tuvo a su hija Atenea.

Se le asocia con el grupo de pintores surrealistas integrado por Leonora Carrington y Remedios Varo, entre otros, mientras que sus primeros acercamientos a la literatura se registraron a finales de la década de 1950, cuando publicó relatos surrealistas en la revista Snob. Su primer libro se editó en 1970 y fue impulsado por Edmundo Valadés.

Fernández hizo de sus personajes seres extraños marcados por la desgracia o por la maldad. Uno de sus libros más famosos fue Duermevelas, que vio la luz en enero de 1986, una obra que literalmente no dejaría dormir tranquilos a sus lectores.

El 18 de agosto de 2013 la autora murió a los 70 años a causa de una oclusión intestinal que se le agravó.

Hoy te presentamos uno de sus cuentos en el que virtió algo de su gran imaginación y desbordante capacidad para cautivar con el misterio a quien lee sus textos.

Cordelias

Por Adela Fernández

El árabe llegó a nuestra aldea con su camioneta azul dando tumbos en la brecha pedregosa y mirando con enfado el paisaje baldío. En la bodega de Luciano descargó veinte cajas de madera llenas de verdura y frutas, alimento apreciado en nuestra tierra infértil. Apenas se hubo ido, se amontonaron todas las mujeres prontas a comprar la mercancía. Don Luciano, aturdido, trataba de calmarlas, mientras con el martillo desprendía las tablas, dejando a la vista gulosa aquellas frutas y hortalizas de colores excitantes. Con tantos manojos de yerbas aromáticas el ambiente se hizo delicioso. Los niños esperábamos ansiosos que la ayudante de don Luciano nos arrojara aquellas frutas que por magulladas se deshacían de ellas.

      La algarabía se tornó en asombroso silencio cuando al abrir una de las cajas, los ojos atónitos vieron dentro de ella, acurrucada dolorosamente en el estrecho espacio, a una niña de tres años. La sacaron y comenzó a llorar a causa de sus miembros entumecidos y por el escándalo que la rodeaba. La sobaron, le dieron un poco de agua tibia y una bolita de migajón para evitarle los ácidos estomacales, producto del miedo. Hubo sentimientos de compasión, suposiciones e invención de historias acerca de su procedencia: que si el árabe se la había robado y la dejó ahí por equivocación; que si a lo mejor él no sabía nada y que alguien la echó en la caja para deshacerse de ella; que si a lo mejor los elotes se habían transformado en una niña, hija de la deidad del maíz y que debía ser adorada como diosa; que si tal vez era el mismito diablo que en imagen de aparente inocencia había llegado al pueblo para desatar la maldad y una cadena de tragedias.

      Fue mi madre quien alegó que se dejaran de tonterías, que el caso era claro y simple, nada más que una niña abandonada, evidencia de la irresponsbilidad o de un acto desalmado. Conmovida, mi madre decidió llevarla a casa hasta que regresara el árabe para aclarar con él las cosas, pero el frutero jamás volvió al pueblo y ella tuvo que hacerse cargo de la niña, adopción que si bien fue forzada, no estuvo exenta de misericordia. Mi madre me exigió que la tratara como a una hermana y le dio el nombre de Cordelia. Esta pequeña vino a romperme el hastío propio de un hijo único y pronto me hice a la costumbre de los juegos compartidos, de los diálogos fantasiosos y de los pleitos sin importancia.

      La gente del pueblo siguió inventando historias posibles sobre su identidad, por lo que mi madre prefirió que Cordelia no saliera de casa, librándola así de los chismes populares. Con la esperanza de que olvidara su orfandad, le dio cuanto cariño latía en su corazón al grado de consentirla más que a mí. Fue el encanto natural de Cordelia lo que impidió que yo sintiera celos.

      Cuando el tema estuvo agotado y todos llegaron a la indiferencia por la recogida, mi madre comenzó a llevarla al mercado y a la iglesia. El día que fueron a traer agua de la fuente, Cordelia se sorprendió al ver por vez primera su rostro reflejado y comenzó a hablar consigo misma. Estaban a punto de volver a casa cuando de la fuente salió el reflejo y adquirió cuerpo y alma. Mi madre fingió no asombrarse y ante los ojos estupefactos de los aguadores, como si nada hubiera pasado, tomó a las niñas de la mano y emprendió la caminata de regreso. Mi madre llegó a casa con dos Cordelias, una de ellas empapada. Las murmuraciones recomenzaron y tuvo que sobreponerse a las maledicencias.

      En otra ocasión, de visita en casa de Hortensia la costurera, las niñas se probaban ante el espejo sus vestidos nuevos y con risas y gesticulaciones entusiastas compartían con sus reflejos la dicha de estrenar ropa. Mi madre pagó el valor de la hechura a la modista y se despidió satisfecha de poder vestir a sus dos hijas obtenidas por la gracia de Dios. A la velocidad de la luz, del espejo salieron los reflejos y tras adquirir cuerpo y alma corrieron a abrazarla. Esa vez mi madre regresó a casa con cuatro Cordelias.

      A la mañana siguiente, apenas comenzado el día, la gente se congregó en el atrio de la iglesia para dar opinión sobre el asunto. Nunca antes su imaginación había producido antes tantas hipótesis y advertencias sobre el misterio de Cordelia y quisieron comprobar el fenómeno de su multiplicación ante la multitud y bajo el amparo de Dios.

      Varias mujeres, furias de oficio, entraron a la casa y a la fuerza se llevaron a mi madre y a las cuatro Cordelias. En el atrio habían colocado un enorme y antiguo espejo ante el cual enfrentaron a las niñas. Los reflejos adquirieron vida propia y cuando estaban a punto de salir del azogue, Don Luciano, aterrado, lanzó una piedra rompiéndolo en pedazos que cayeron desparramados en el patio de adoquín. Brotaron tantas Cordelias como fragmentos de cristal había. El pánico dispersó a la gente que fue a refugiarse a sus casas. Mi madre tuvo la fuerza de amparar a todas sus hijas no sin antes pedirle a sus vecinos que se deshicieran de sus espejos.

      Nadie se atrevió a romper los espejos por el peligro que ello representaba. Como medida se dieron a la tarea de pintarlos de negro y algunos, los más temerosos, prefirieron enterrarlos. En lugar de cristales hay oscuros de madera en las ventanas. Todos los aljibes están cubiertos e incluso construyeron un domo sobre la fuente de la que hoy se abastecen de agua por medio de una llave. La gente toma el líquido con cautela y cubren sus vasos y ollas con paños negros.

      Las Cordelias, por su parte, andan por todos lados arañando la tierra, en la desesperada tarea de encontrar algún espejo para poder seguir con la reproducción de su especie.


Tomada de https://www.poetripiados.com/el-inquietante-relato-de-una-escritora-mexicana-que-merece-ser-mas-leida/?fbclid=IwAR1V4tTQ3wDlE22toKTGfTHIEA5LD3aIFrgVFl08YsmDyBuQ1jeiUD0X6Lw

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