jueves, 14 de diciembre de 2023

Felicidad Blanc

 LA ESFERA DE PAPEL

Los relatos de Felicidad Blanc: el primer adiós, el último y todos los demás

Actualizado 

La ventana sobre el jardín reúne los cuentos de la gran madre de la literatura española y desvela una personalidad hiperromántica y siempre anhelante

Felicidad Blanc en su adolescencia (izquierda) y junto a Leopoldo...
Felicidad Blanc en su adolescencia (izquierda) y junto a Leopoldo Panero.

Conocí a Felicidad Blanc en el otoño de 1975 (creo), en una lectura de Juan Gil-Albert en Madrid que yo presentaba. Felicidad -viuda del poeta Leopoldo Panero, todos lo sabían pero nadie lo decía- estaba con amigos, gays en su mayoría: Emilio Sanz de Soto, Vitín Cortezo, el profesor valenciano Pepe Vidal, muy amigo de escritores, y que luego le compró cosas de su casa, en el final de aquel mundo...

Con su casi eterna gabardina blanca, levemente semianudada a la cintura, Felicidad era su propia felicidad, su halo infeliz, si tomamos en cuenta lo que mucho más tarde escribiera el nunca benévolo Valente, «qué infelicidad, Panero». Siempre se dijo que Felicidad (como Michi, el hermano pequeño) había hecho pinitos literarios, pero casi nadie los conocía. De Michi se decía que dejó sus cuentos -le gustaron a Paco Brines, siempre los alabó en el adolescente- porque no quería entrar en la órbita literaria de los hermanos mayores. Desde su adolescencia de niña o jovencita rica (que vivía en un palacete de Manuel Silvela, inmediato al del novelista Álvaro Retana), pasando por su etapa de esposa de uno de los poetas clave del oficialismo franquista -en su boda estuvo Manuel Machado- entre los Rosales y los Vivanco, se llega a la Felicidad, madre de dos poetas notables y muy diferentes, Juan Luis y Leopoldo María Panero, y tras tantas desapariciones y fracasos, a la etapa final que yo no diría que es la de la película El desencanto de Jaime Chávarri (1976), sino el desencanto mismo, que el filme sólo testimonió, de la hiperromántica mujer desolada, que soñaba o inventaba romances inexistentes con el cubano Calvert Casey y antes -en Londres y con su marido por allí- con Luis Cernuda. De nuevo hay que decir que tanto Casey como Cernuda fueron homosexuales.

Yo vi a Felicidad, muchos años, más con sus amigos que con sus hijos, que ello sí, la mencionaban de continuo. Era un inevitable referente, más que el poeta ido. Para Leopoldo María, su madre fue una auténtica obsesión, y la quiso resucitar besando su cadáver, según no sé qué ritual chamánico. Tuvieron que apartarlo. La maldecía y la adoraba. Pero su compañero más normal fue Juan Luis -cuando estaba en España- pese al alejamiento final.

Felicidad dejó Madrid (saturada del romanticismo de los perdedores) para ir a cuidar a una hermana suya, enferma grave en Irún. Cuando esa hermana murió, Felicidad se quedó en el País Vasco, pese o por la tristeza, para estar cerca del hijo que estaba entonces en el manicomio de Mondragón, Leopoldo, y que al parecer cuando salía, la maltrataba. Se contaban detalles. Los otros hermanos no lo entendieron. Y Felicidad murió en San Sebastián, sola del todo, aunque los hijos llegaran enseguida al tanatorio. Es una excelente idea de Renacimiento, la de publicar los cuentos, de hecho casi inéditos de Felicidad, con el título de La ventana sobre el jardín. Creo que ese jardín es el de los sueños y quimeras propios. Escritos desde 1949 hasta 1990 (el mismo año de su muerte, con 77 años) nos encontramos con una elegante promesa de escritora que redactaba con galanía y soltura. Felicidad empezó escribiendo cortos y finos cuentos pequeñoburgueses, para después de bastantes años de silencio, entrar con Galería de fantasmas (título asimismo de un libro de poemas de su hijo Juan Luis, el del Loewe) a evocar.Sus textos, más que cuentos parecen fragmentos de memorias, amores literarios y llenos de literatura, perdidos o imposibles. A veces se adivina detrás a Cernuda y a veces a su hermano Luis, muerto en la Guerra. Luis Blanc encarna la imagen del caballerito perdedor, que también Juan Luis evocaba.

Aunque un epílogo largo y bastante innecesario en esta publicación de Sergio Fernández Martínez, trate de ubicar a una Felicidad escritora, en el entorno femenino de su tiempo -pienso en Mercedes Formica, a la que también conocí- uno llega a la conclusión, por encima del abundoso pero no logrado final (¿es epílogo y no prólogo precisamente por eso? , de que el estudio, no exento de lagunas, deja de lado al mito de que la muy cautivadora Felicidad Blanc -sus hijos heredaron de ella el peculiar tono de voz- no fue una escritora, como no lo fue escritor Michi, sino que fue un personaje novelesco, de lleno volcado a un romanticismo perdedor, que su vivir real facilitó.

Los escritores fueron el padre y los dos hijos, los poetas; ella gana siendo básicamente ese personaje turbador que redacta muy bien. Por ese lado, el epílogo hubiese atinado y no por el pseudoacademicismo.

Sus memorias, Espejo de sombras (1977), que reeditó Cabaret Voltaire al hilo de mis Lúcidos bordes de abismo. Memoria personal sobre los Panero (2014), no pueden considerarse escritas por ella -aunque yo creo que Juan Luis las repasó a su lado- sino dictadas a la periodista Natividad Massanés. Curiosamente, muchas de estas cosas no se dicen en el aludido epílogo, a mi entender no bien enfocado.

El halo sugestivo que emanaba de la Felicidad de los años finales, era una evanescente lontananza, propia de una romántica que se ha asumido como tal en el fracaso muy real, auténtico, y en los mil sueños quimeristas que fabricaba. Cuentos como El cóctel (1949) no muestran sino el correcto hacer de alguien que conoce la escritura, sus fragmentos, como Todos los recuerdos felices (1990), son ya sueños de brumas invernales... La lectora que espera los abrazos del príncipe Bolkonsky o la que escribe: «El primer adiós, el comienzo de tantas y tantas despedidas».

Felicidad Blanc fue un ser literario sin tener que escribir -aunque lo hiciera, poco pero bien-; era literaria porque sintió su vivir, y no sólo por estar entre escritores, como literatura.

En una larga noche de farra, en el viejo piso familiar de la calle Ibiza, veo salir a Felicidad camino de su trabajo ministerial. Entre el negro desnudo y las huidas de Leopoldo, siento que se dirige a mí (llevo una toalla a la cintura) acaso considerándome el más cuerdo, y me dice con su tono grave y suave: «Por favor, Luis Antonio, cuida que se apague el gas antes de irte...». Todo vida, que es como decir todo literatura.

Están bien los cuentos y fragmentos de La ventana sobre el jardín. La propia Felicidad, el mito que ella levantó y que sus hijos solidificaron, era mejor todavía como muestran los aludidos fragmentos que sí parecen escritos para unas memorias, otras memorias. Las memorias de quien siempre sintió que le fallaba el amor, y que el tiempo voraz lo muda, cambia y elimina todo. ¡Adiós, querida Felicidad! Te recuerdo muy al final, saliendo de un cine. «Sabes, yo sólo veo ya películas románticas...». Pelo blanco y gabardina blanca. Siempre lejanía.

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