"Una de las grandes virtudes de la prosa de Wilson en esta novela, una prosa capaz de sostener un discurso narrativo sin traicionarse, es decir, sin mezclas innecesarias de distintas esferas semióticas, es justamente el modo en que –quizás por esa suerte de pureza– pone en contacto una noción de hondo extrañamiento (tan propio de los diversos fantásticos) con la lucidez apabullante de los clásicos westerns, tan devotos del realismo. Así, sensación de irrealidad y sensación de realismo construyen en Dios duerme en la piedra la intuición de que ese jinete es desde hace rato un alma en pena, un pariente atemporal de Pedro Páramo, un mesías travestido de pistolero en tierras de navajos. Como en otras de sus obras, Mike Wilson amasa una lengua en el plano del realismo, pero esta lengua es engañosa: nos llevará a la niebla espesa del misticismo, ese lugar inestable donde el alma y la carne se trenzan en la más dura batalla. Y es que probablemente lo que también duerme en la piedra es la escritura como acto místico, como plegaria que conjura la finitud del ser humano y del mundo. No es casual, pues, que se le pudra el brazo; en ese pergamino de piel enferma se inscribe, ya no la presencia de ese hombre en la Tierra, sino del mundo en la fugacidad intensa de su existencia."
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