lunes, 5 de junio de 2023

Cuento citado por Preciado en Dhysphoria mundi

 

Descosida, cuento de Camilla Grudova

 


Una tarde, después de tomar una taza de café en el salón, Greta descubrió la manera de descoserse. La ropa, la piel y el pelo se le cayeron como las mondas de una fruta, dejando emerger su cuerpo genuino. Greta era muy pulcra, así que barrió los despojos y los depositó en el cubo de la basura antes incluso de reparar en su nueva fisonomía, sin que la dificultad de articular los nuevos miembros supusiera impedimento alguno en su afán por mantener la casa limpia.

No parecía tanto una máquina de coser como encarnaba el ideal en que se basa una máquina de coser. A lo que más se parecía en la naturaleza era a una hormiga.

Se contempló maravillada en el espejo y fue a ver a su vecina María, que vivía al otro lado del rellano en el mismo edificio. Cuando María vio a Greta no se asustó, porque de pronto se reconoció a sí misma. Supo que por dentro ambas eran iguales, y que también ella podía descoserse, lo cual hizo sin pudor delante de Greta.

Se contemplaron la una a la otra con admiración, y comieron tarta de almendras como todas las tardes, aunque usando ahora sus bocas genuinas, que estaban enmarcadas por unas férreas mandíbulas negras y filosas con el suave tacto de un cruce entre dientes y bigote.

Cuando el marido de Greta volvió a casa se horrorizó. Nunca había tocado la máquina de coser de su esposa, le daba pavor, y desde luego no

tocaría su cuerpo tan crudamente despojado.

Greta se mudó al otro lado del rellano con María, que era viuda y ya no tenía marido a quien asustar. Se llevó consigo la máquina de coser.

Las máquinas de coser no se usaban, pero las dejaron de adorno, como las imágenes de santos y las muñecas, o los bustos de mármol que había en casas más nobles.

Ambas causaron sensación la primera vez que salieron del edificio para hacer la compra. Después de ver a otras mujeres descosidas era imposible no seguir su ejemplo, y pronto todas las mujeres del vecindario habían mudado la piel.

Descoserse era liberador, igual que desabrocharse el sostén antes de ir a la cama o aliviar la vejiga tras un viaje largo.

Los hombres se dividieron entre los que sabían «desde siempre que existía algo falso en las mujeres» y por tanto se sintieron satisfechos al comprobar que tenían razón, y los que lamentaban «la pérdida de las formas femeninas». Hubo también una pequeña minoría de hombres que intentaron descoserse con la ayuda de hojas de afeitar y cuchillos, pero solo acabaron heridos y desengañados. No albergaban un ser «auténtico, secreto» en su interior, únicamente lo que se enseñaba y se conocía.

En los cuerpos descosidos de las mujeres había diversos aritos, una especie de ojales a través de los cuales corría sin cesar un hilo rojo, que se aceleraba o se ralentizaba dependiendo del humor de cada una. Era una hebra gruesa, recia, cubierta de una sustancia cérea.

En cada mujer los aros se encontraban en lugares ligeramente distintos y variaban de tamaño, pero por lo demás todas las mujeres se parecían.

Tras el descosido, las máquinas de coser cayeron en desuso; el acto de emplearlas, de unir cualquier cosa con costuras, se veía como una forma de represión, una distracción obsoleta con la que las mujeres se negaban la

oportunidad de liberarse, y con el tiempo las máquinas de coser adoptaron un papel exclusivamente formal, estético, bellas en su quietud silenciosa.

Se organizaban exposiciones de costura y de máquinas de coser «a través de las épocas», que se disfrutaban con deleite, recordando a las mujeres su evolución hacia la conciencia descosida.

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