sábado, 31 de diciembre de 2022

Escribo cuentos con cautivas y ranqueles mientras busco tradición no machirula ni nazional

 Siempre es difícil

volver a casa

La excursión de Lucio V. Mansilla a los ranqueles duró dieciocho días. La de María Moreno sólo tres, pero acompañando la devolución de la calavera de Mariano Rosas a la nación ranquel, luego de que estuviera exhibida durante décadas en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata como “patrimonio cultural”. Ésta es la historia íntima de un pomposo acto simbólico (de parte de las autoridades nacionales y provinciales) y de una conmovedora bienvenida (de parte de los descendientes de los ranqueles), que los libros de historia del futuro quizá señalen como el primer acto de recuperación de una cultura sistemáticamente avasallada desde que el huinca pisó la pampa por primera vez.

Por María Moreno

“Leuvucó quiere decir agua que corre: leuvú, corre, y có, agua”, deletreaba el general Mansilla en su libro Una excursión a los indios ranqueles. Y lo hacía para describir –casi conquistar con la lengua– los territorios de Panguithruz Güor, el ranquel que había sido raptado cuando niño por el entonces Restaurador de las Leyes, bautizado Mariano Rosas, y que cuando volvió a los toldos, fue gran cacique e indio amigo de los blancos pero siempre temible hombre de dos culturas. Su calavera fue restituida la semana pasada a las comunidades indígenas de La Pampa, a lo largo de tres días que comenzaron con la entrega en las escalinatas del Museo de Ciencias Naturales de La Plata y terminaron con su depósito en un mausoleo de Leuvucó. En una escena de la Una excursión..., Mansilla describe a Mariano Rosas extrayendo de un pozo, en medio de la pampa, la colección de diarios que utilizaba como archivo del enemigo y que le permitió vaticinar la “solución final” de Roca. Muerto en 1877, Mariano Rosas tuvo tan poca tranquilidad como cadáver que como guerrero: dos años después, el coronel Eduardo Racedo profanó la tumba donde había sido enterrado con sus mejores prendas (Mansilla lo recuerda con camiseta de Crimea mordoré, adornada con trencilla negra, pañuelo de seda al cuello, chiripá de poncho inglés, tirador con cuatro botones de plata, botas de becerro y sombrero de castor “fino”). La sepultura incluía caballos y una yegua gorda que fueron pasados a degüello en medio del plañido de las lloronas. Con un sello que reza 292, su cráneo fue entregado al Museo de Ciencias Naturales de La Plata como parte del lote de trescientas calaveras que el doctor Estanislao Zeballos donó en 1889, cuando la ciencia leía en la superficie de los vencidos para pensar la evolución del hombre y las características de los que se quedaban atrás.
La primera calavera de guerrero devuelta a la comunidad indígena había sido la de Inacayal, ese jefe tehuelche que acompañó al perito Moreno en su viaje austral y que, envuelto en su quillango, solía escuchar en el silencio de los toldos conferencias de astronomía, así como la versión oral del diario del explorador Masters. Una ley nacional, la nº 23.940, permitió que sus restos volvieran al valle de Tecka en una comitiva de miembros del Centro Tehuelche de Chubut que los había reclamado. Inacayal fue un protocientífico que murió secuestrado por la ciencia blanca en el Museo de La Plata, donde custodiaba los restos de otros guerreros de su raza, convertidos en “restos o ruinas” en nombre del patrimonio cultural. Hasta su muerte, en 1888, sobrevivió achumao, saludando al sol con el torso desnudo mientras murmuraba en su lengua y en pena porque sus mujeres eran sirvientas del huinca.
Una reforma en la Constitución, realizada en 1994, reconoció por primera vez la preexistencia étnica y cultural de los indígenas argentinos, así como el derecho a su identidad. Pero el INAI (Instituto Nacional de Asuntos Indígenas) tiene una genealogía casi tan larga como los indios a los que les reclama el árbol genealógico (los reclamos de restos humanos sólo pueden ser realizados por parientes sanguíneos y no en calidad de “familia” cultural). Entre sus ancestros figura, por ejemplo, la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios, entidad administrativa de las colonias aborígenes del norte de Santa Fe, Chaco, Formosa y Neuquén, a la que Perón llamó Dirección de Protección del Aborigen, y en nombre de la que entregó documentos, acogiendo a la población indígena dentro del Estatuto del Peón.
La calavera del cacique Mariano Rosas fue sepultada con el sello que la identificaba y con el que fue expuesta hasta 1949.
Tecnología huinca y no tanto
A las puertas de su sepulcro en Leuvucó, la calavera de Mariano Rosas parecía que mirara a los presentes. Por eso, al verla, Doña Felisa Rosa Pereyra Rosas, descendiente del cacique, se sintió desfallecer. Paraexplicarlo, echó mano a una familiaridad en el trato que sólo desde hace muy poco tiempo se anima a reconocer en voz alta.
–Cuando lo vi ahí a Marianito, todo se me puso gris y ya no vi más –le contó al antropólogo larguirucho que se vino “a los indios” con un título de la UBA y un talonario de tarjetas que dicen Axel Lazzari, Columbia University.
La directora del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, licenciada Silvia Ametrano, que viajó a Leuvucó para acompañar la restitución, que se hizo coincidir con el año nuevo indígena (se pasó del 21 de junio al 24), dijo que la urna, hecha de un material inerte y acolchada con elementos de resistencia centenaria, fue acondicionada de acuerdo con las técnicas de preservación utilizadas en la Amazonia.
El arquitecto Miguel García, de la Subsecretaría de Cultura de La Pampa, le hizo a Mariano Rosas un nido de cemento con vidrio blindado, cuyas proporciones siempre se miden en múltiplos de cuatro, número fundamental para la cosmogonía ranquel:
–Güor, güor, güor es el sonido del zorro. Todos lo escriben distinto porque vaya a saber cómo es en realidad el sonido del zorro. Panguithruz Güor quiere decir zorro cazador de leones. El enterratorio es de madera de caldén, para que quede como incorporado a la naturaleza: si se tiene que poner gris, que se ponga. Para hacerlo más importante, armamos una loma y bajamos el terreno de alrededor. La pirámide significa el viaje desde el ombligo de la tierra hasta la luz. En cada cara están los símbolos de cada linaje. La del linaje de Carripilum da al norte; la del de Pluma de Pato, al oeste; la del de los Zorros, al este; y la del de los Tigres, al sur. Hay que combinar lo ancestral con la seguridad. Por eso, a la tierra de Leuvucó que le pongan ahí la vamos a cocinar, para que no haya gérmenes que le trabajen a la calavera.
Si la altura mide la importancia, la construcción del palco donde se realizó la ceremonia oficial parece una suerte de acto fallido. Su forma de stand con tres techos de dos aguas, remedo de la pirámide que hace la carpa india (aunque, en general, los indios vivieran en enramadas semejantes a un rancho) se levantaba por sobre la multitud que agitaba sus coloridas banderas en una parte más baja del terreno. Arriba, las autoridades: el viceministro de Desarrollo Social y presidente del INAI, Gerardo Morales, el premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, el gobernador de La Pampa Rubén Hugo Marín, los lonkos (jefes indígenas) Carlos Campú y Adolfo Rosas, que pusieron las palabras. Abajo, las comunidades indígenas, que pusieron el cuerpo en el aplauso y el choique purrún (danza del ñandú) que se baila agitando el cogote y dando pasitos cortos pero luciendo mucho el poncho.
La tecnología huinca también llegó a las trutrukas, esos instrumentos de sonido tristísimo que acompañan la densidad monótona del kültrún (tambor) en las rogativas (donde cada movimiento se multiplica por cuatro): si antes eran de caña calentada, ahora son de manguera revestida con lana de colores. Pero Juan Namuncurá, director del Instituto de Cultura Indígena Argentina (ICIA), algo así como un marchand de arte indígena aunque haga con los instrumentos de su pueblo una música tan sofisticada, difícil y experimental como la de John Cage (que, por comodidad, se denomina electroacústica), dice:
–¿Tecnología huinca? No conozco muchas obras occidentales que sean como las de Machu Picchu. En la civilización incaica no hubo artesanos: hubo ingenieros, arquitectos, diseñadores. Pero, claro, el indígena no sabe. Al indígena hay que ayudarlo: “Tome esta beca y haga canastitas”. Pero si vamos a hacer revisionismo, el indígena al que todos consideran un simple artesano está así porque ha habido no sólo un robo de la tierra sino una destrucción en el plano artístico, cultural y científico. Yo siempre voy a comparar con otras culturas que han tenido continuidad, mientras la denosotros ha sido destruida. Cuando los incas se reunieron para hacer la Puerta del Sol, indudablemente tienen que haber participado un astrónomo, un matemático, un físico... ¿Quién la hizo? ¿Quién la talló? ¿De dónde se trajeron las piedras? Para que toda esa gente se haya puesto a hacer eso de la noche a la mañana tiene que haber habido una escuela, una transmisión de esos conocimientos, que le dieron un formato académico a la usanza indígena. Pero ésa es la gente que fue asesinada: desde ideólogos hasta científicos. Con lo que nos ha quedado estamos empujando para salir adelante de nuevo. Pero durante mucho tiempo era mejor una copa soplada en Venecia que un cerámico de un horno aymará.
En el mismo centro destinado a la Feria de Ganadería donde Galtieri festejó con los pampeanos los cien años de la Conquista del Desierto en el llamado “asado del siglo”, el pasado 23 de junio se sentaron, como en una capa geológica posterior, los lonkos y su pueblo, junto a las autoridades de la capital y las de La Pampa, los antropólogos simpatizantes y los militantes indígenas. Entonces se le dijo adiós a las lanzas también, como a través de una suerte de accidente semiológico. El hambre y la sed, luego de la larga y discursiva ceremonia de la mañana, hizo que la entrada de los mozos fuera recibida por los asistentes con estrepitosas risotadas y aplausos. Los mozos no llevaban bandejas sino lanzas ensartadas por innumerables chorizos. Los aplausos enojaron a los gastronómicos: cuando levantaron las lanzas para desensartar los chorizos, pareció que apuntaban para lanzarlas. Y, cuando las bajaron hasta ponerlas casi horizontales, lograron transformarlas en involuntarias bayonetas. Por un instante, la imagen fue la de un conato de fusilamiento de una multitud armada sólo de cuchillos y tenedores en alto.
–¿Están viendo lo que estoy viendo yo o nos estamos volviendo locas? -dijo la antropóloga Diana Díaz, que había observado con atención foucaultiana el cráneo del cacique reflejado en el espejo del salón ochentista adonde había sido exhibido para que tomara contacto con el pueblo pampeano. La ubicación altanera del palco obligó a Ana María Domínguez (lonko y descendiente directa del cacique) a bailar el choique purrún como metida en una hondonada. “¡Qué picnic para un semiólogo!”, exclamó la antropóloga María Di Pini, que investiga los delicados contactos entre la restitución de los restos de los nuevos desaparecidos y de estos antiguos desaparecidos.

Cautivas y cautivadas
Jorge Luis Borges describe en uno de sus relatos a una cautiva inglesa que no quiere salir de las tolderías: ha dejado su lengua por el araucano y, mientras se alejan las tropas de quienes le han ofrecido infructuosamente la vuelta al fortín, bebe en el cuenco de sus manos la sangre caliente de una oveja recién carneada. En las ficciones reales con que los historiadores confirman el folletín político de Mansilla, hay otras mujeres secuestradas al huinca (o escapadas de la mala vida que les daba la soldadesca, según las nuevas versiones de la antropología blanca). Petrona Jofré, por ejemplo, era tan valiosa para su captor –el dañino Carrapí–, que éste pedía para devolverla a los fortines veinte yeguas, sesenta pesos bolivianos, un poncho de paño y cinco chiripás colorados. Fermina Zárate –cautiva del cacique Ramón el Platero– se quedó en los toldos a causa de sus hijos mestizos, sin culpar a Dios de que la hubieran agarrado los indios sino a los cristianos que no cuidaban a sus mujeres. Esa belleza ranquel de poncho colorado y vincha pampa que se paseaba por la fiesta oficial en Leuvucó, y que bien podría ser Miss La Pampa o top model –de ser cautiva de Pancho Dotto– era una Zárate, descendiente de Ramón el Platero. Su rostro se veía tan fresco y bonito como el de las indias que recogían frutillas en las praderas patagónicas para el perito Moreno, el hombre que les hizo conocer el dulce de membrillo pero no lesevitó ni el cautiverio ni la muerte en el Museo de La Plata. Y su expresión pícara debe parecerse también a la de aquella niñita vestida de brocado tan encarnado como el de una federala, salpicado de hilos de oro y encaje (el vestido había sido robado en malón a la Virgen de Villa de la Paz), que se retorció bajo el agua del bautismo en brazos del general Mansilla. Sólo que esta Farías seguramente usaba para delinearse las cejas y las pestañas un lápiz graso (en lugar de la tinta extraída a la arcilla recogida al borde de ciertos ríos que usaban sus antepasadas) y, para las trenzas, un vulgar peine (en lugar de escobillas de paja brava). Poco sabe esta belleza de su antepasado Ramón, el hombre que se había improvisado en medio de la pampa una fragua con fuelles fabricados con la panza seca de una vaca y cuyos picos estaban hechos con el caño de una carabina recortada. Las alhajas que ella llevaba eran mucho más delgadas que las que hacía aquel abuelo en formas chatas que unía en eslabones para hacer pectorales, aros y pulseras. Y, para la parada de los gauchos, espuelas, estribos y yesqueras. Y, para hacer brillar la caballada, testeras y pretales.
–Yo soy de Santa Isabel. Cuando tenía doce o trece años empecé a estudiar la lengua ranquel, cuando la dio don Daniel Cabral, en el colegio, pero en un horario fuera del de clase. Después me integré al grupo de defensa de derechos. A los dieciséis ya estaba viajando a Buenos Aires. Hice becas con algunos aborígenes descendientes y después anduve viajando. Farías es apellido español, pero cuando me hicieron la rama de la ascendencia vi que la mujer de Ramón el Platero era cautiva y era Farías.
El más conocido buscador de árboles genealógicos en La Pampa es Carlos Depetris, al que en un tiempo llamaron “el nieto de la cautiva”.
–¿Sabés las veces que me han sacado cagando de los ranchos, hace treinta años, cuando yo empecé? Incluso gente con la que me había criado de chico e ido al colegio. A la hora en que, en una rueda de mate, yo sacaba el tema del abuelo indio, chau: corte abrupto de la conversación. Se acababa el mate y afuera. Ellos sentían vergüenza del origen. Te estoy hablando de los años 70. Así fue hasta que, hace diez años, salió un grupito de ranqueles por los diarios a reivindicar. Ahí empezó la comunidad, y a partir de ahí se dio un efecto dominó. Mi segundo apellido es Sarmiento: yo desciendo de una bisabuela puntana que fue raptada en un malón y traída acá a Leuvucó. Después fue rescatada en una entrada que hizo el general Arredondo en 1872. Encontré toda la documentación en los archivos de los franciscanos de Río Cuarto, en los libros bautismales de Villa Mercedes de San Luis, en el Archivo de la Nación y en los de La Pampa, en el Registro Civil y en las iglesias. Así pude reconstruir la historia de esta cautiva que murió en mi casa tres años antes de que yo naciera. Porque ella calló y se llevó su secreto del cautiverio a la tumba, hasta que vino este bisnieto curioso que lo descubrió.
Depetris dice que averiguó esto:
–Cuando ella se hizo moza, se casó con el soldado que la rescató, que se llamaba Mercedes Farías. Y cuando el ejército vino avanzando hacia el sur, estaba entre las mujeres cuarteleras. Entonces se fundó Victorica, donde ella vivió hasta 1910. Está enterrada en nuestro panteón familiar. María Sarmiento, se llamaba: era sobrina del sanjuanino. Hay cientos de familias que descienden de cautivas, acá. Cuando yo era chico conocía a muchísima gente vieja que sabía. No se había perdido esa memoria.
Depetris no cree en el cuento de las cautivas que no volvieron por alguna causa que permanece secreta, aunque el mito hable de caciques mimadores (en contraposición con puesteros, gauchos y soldados que sólo ofrecían una servidumbre civilizada, la violación con lecho bendecido y la golpiza puertas adentro, aunque el rancho no tuviera puertas). –Las cautivas que no han vuelto ha sido por la vergüenza de regresar a la sociedad originaria, luego de haber sido ultrajadas por un bárbaro. Fermina Zárate, aquella que describe Mansilla, cuando vuelve a La Carlota ya al principio del siglo veinte, la única salida de su casa que hacía era un determinado día de la semana, para ir a la iglesia. Vivía recluida por la vergüenza de haber convivido con los indios. Y eso es lo mismo que le pasó a mi bisabuela. Ella jamás le contó a su hijo que había estado en los toldos. Pero sí lo sabían viejos vecinos de Santa Rosa. Cuando yo era chico, escuché que una abuela decía al verme pasar: “Ahí va el bisnieto de la cautiva”.
El sol del 24 se esperó junto a los fogones que se espaciaban en ese descampado cubierto por la escarcha, donde ningún árbol se anima a la frondosidad apretada del ombú y el porteño pasa sin reconocer lo que nombra cuando dice “guadal”, “caldenes” o “piquillines”, mientras intenta aprender la retórica romántica –aunque más no sea para sentirse todavía perteneciente a la cultura “alta”–, al mismo tiempo que da coces en el barro para sacarse el frío. Al amanecer, cuando empezaron otra vez las rogativas, el cielo se volvió de un blanco tan irreal que, luego, en las fotos, saldría parecido a la pantalla de cartulina que se usa como fondo en las fotos carnet. Pero durante la noche cerrada, en medio de los chamamés y las chacareras, mientras se comía carbonada en bandejas de plástico acompañada de prudentes coca-colas, se armó la escena típica del guerrero y la cautiva: una dama blanca, de larga y rizada cabellera, que se apoyaba en un caldén, las manos abiertas sobre una hoguera, cayó de pronto al suelo, desmayada.
Y aunque el diagnóstico fue hipotermia (sensación térmica diez grados bajo cero, informó un descendiente de Curruqueo) por un instante, con el único tablero de luces del fogón cercano, como si hubiera sido la magnífica puesta en escena organizada por el más audaz de los animadores culturales, se representó un remedo de la primera secuencia entre guerreros indios y cristianas: la del rapto. El cona (guerrero) Carlos Curruqueo alzó en brazos a la huinca inerte. No la levantó a caballo para llevársela al galope a los toldos familiares –como en el cuadro de Rugendas– sino que la cubrió con su sobretodo y la dejó en el suelo. Los descendientes de los guerreros de antaño se apartaron con prudencia. Por el foro avanzó una ambulancia.

¿Qué ves cuando me ves?
Si Mansilla viviera, ¿sería Martín Caparrós? ¿O esa cámara de Azul TV que se retiró mansa y respetuosamente a la hora del nguillatún (ceremonia de Año Nuevo), dejando su trípode desnudo como un extraño espectro camuflado entre los chañares? La invasión ya no se hace con Remingtons, viruela y aguardiente, sino a través de un ojo que fija el territorio y a sus habitantes en una imagen multicolor, para largarla después más allá de toda frontera. Antes de que amaneciera y alrededor de los fogones, se hicieron autobiografías orales que se iban enhebrando a murmullos, iniciadas por turnos o repetidas como mantras. A veces tenían la forma de una pregunta, de un fragmento de memoria atravesado por la voz de los abuelos o de esos epitafios rencorosos que sirven para separar el “nosotros” de un “ellos” amenazante, que no siempre tiene el rostro del huinca engañador.
–Ese Coliqueo sí que nos traicionó. Tiró contra Calfucurá en el año ‘62, del lado del ejército.
–Dicen de las cautivas, pero ¿con cuántas indias se alzaron los gallegos? Como con cincuenta cada uno, así que mirá cómo se nos metieron.
–Yo de antes no me acuerdo, salvo que mi papá nos decía cuando íbamos al río: “Cuando estén por llegar hagan ruido con latas o palmeen las manos, para que sepa el señor del agua y les dé permiso”. Ignacia y Ramona Rosas, sobrinas tataranietas de Mariano Rosas, quieren contar de los tiempos de la Colonia Mitre, donde había un destacamento de policía y un boliche pero sobrevivían los toldos del tiempo anterior a la Campaña del Desierto, al igual que la casilla villera, como mero signo de pobreza. El fuego del fogón le soltaba la lengua a Ignacia Rosas. Parecía querer acceder a un objeto semejante a la magdalena de Proust, para que la memoria viniera en correntada y no en esa forma de chorritos donde la imagen del padre le llenaba los ojos de lágrimas.
–Yo sólo me acuerdo lo que papá me sabía contar porque yo le ponía atención. Muchas cosas me acuerdo y muchas cosas no me acuerdo. Éste es el Paraje La Blanca. En el documento de él quedó asentado que, cuando era un chico grande, más o menos de quince años, lo desterraron de acá y fue a parar a la Colonia Emilio Mitre. Él sabía hablar muchísimas cosas con mi mamá, pero a nosotros no nos transmitía. Yo aprendí más con una tía, la tía Dominga, hermana de papá que me tuvo un año cuidando animales, todo en esa vida. Ahora trabajo de doméstica, y quién sabe si, a lo mejor, en la Colonia hubiese seguido estudiando. A dos leguas había maestro, pero eran cuatro leguas de ida y de vuelta, así que al colegio fuimos medio año nomás. Entonces ni había para comer. Cuando carneaba un vecino, se pasaba la carne. Las mayores ayudábamos a papá a cuidar animales. El pan y la galleta no conocíamos. Mi mamá hacía pan casero, torta al rescoldo que se hace con grasa, agua y harina.
–Torta cosquel se llama –aclaró Ramona Rosas, ya con el “papá” en la boca–. Si viviera papá, qué alegría tendría ahora que Mariano volvió porque él fue muy discriminado por los blancos cuando llegó. Yo siempre le pedía que me enseñara el habla de los indios, pero él decía que no porque no quería que pasáramos lo que él había pasado. Mi papá, a pesar de que era un indio, qué culto que era, pobrecito. Lo que lo había llevado a ser culto era que había leído la Biblia. Trabajaba con un español que se la leía porque él no sabía leer. Después sí, aprendió a leer y escribir porque se ve que le gustaba. Y yo digo: nosotros, si hubiéramos tenido la posibilidad de estudiar... Mis hijos me dicen: Mamá, ¿por qué no habrás tenido la posibilidad de estudiar? Porque ya vine grande, a la escuela de Victorica.
–¿Y ahora qué hace?
–Y... estoy en una escuela. Pero no estudio. Soy la portera nomás.
La enramada donde vivía el cacique Mariano Rosas tenía futones hechas de pieles de carnero encimadas, mullidos por ponchos enrollados a modo de almohadones, horquetas de chañar –para colgar las boleadoras– y el piso siempre limpio, barrido por escobillas de biznaga, que se pasaban luego de “baldear”.
–Teníamos toldos de paja y olivo. Se hacía barro (chorizo, le decían) y se armaba la toldería. Para hacer el techo, mi padre carneaba un animal, un potro, estaqueábamos el cuero y lo poníamos arriba del toldo, para que no se pasara el agua. Teníamos los cueros de oveja para tender de colchón. Éramos seis. Había más hermanitos antes que yo naciera, pero dos fallecieron chiquititos, no se sabía de qué. Éramos como los animalitos, como quien dice.
–Los blancos contagiaron la viruela.
–A lo mejor. Papá sabía contar: se morían familias enteras. ¡La historia mía! A veces le digo a mi hijo: yo voy a escribir un libro. Me gustaría contar la historia de que yo tuve conocimiento.
El antropólogo Axel Lazzari se ha quejado de que ni una nota periodística publicada sobre los sucesos de Leuvucó haya dejado de mentar al coronel fifí que se soñaba emperador de los ranqueles. Si Ignacia Rosas quiere contar lo que ella misma vio sin pasar por los libros, el padre de María Gabriela Epumer tiene su propia versión de ese capítulo deUna excursión a los indios ranqueles en que el general Mansilla le regala su capa colorada al primer Epumer conocido, el hermano de Mariano Rosas:
–Mi antepasado era muy fuerte, tan fuerte que cuando pegaba un abrazo capaz que te desmayaba. Un día Mariano le regaló una capa. Él, de agradecido, lo abrazó y le rompió una costilla.
De la figura del general, ni rastros. Así se construye una identidad: cambiándole la letra al amo. Es que el lugar del origen nunca está bajo los pies, siempre va adelante, como un espejismo. O, mejor, como un proyecto. Como ése que tiene hoy la comunidad indígena: la de recuperar las cuarenta mil hectáreas que perdieron, de las ochenta mil originarias de la Colonia Mitre adonde los empujó la Campaña del Desierto. El resto de los descendientes de ranqueles están dispersos por todas partes: son empleados públicos en Santa Rosa o disuelven su raza bajo la actividad de crianceros. La identidad es porosa; lo “propio”, ilusorio. Pero en todas las luchas –la de las mujeres, la de los negros, la de los gays– nunca pudo evitarse ese momento fundante en que lo propio se enuncia como un catálogo de pureza. En un artículo difundido por el INAI, se habla de una nación mamülche, anterior a la venida araucana.
–En el ámbito de la política aborigen se está hablando de un imperialismo mapuche –dijo de parado, en el ómnibus de retorno a Buenos Aires, el antropólogo Axel Lazzari–. Se insiste en que, cuando los araucanos invadieron las pampas, ya estaban los mamülches. El artículo 75 de la Constitución habla de preexistencia. Pero hay distintos niveles de preexistencia. Vos tenés preexistencia ante los blancos pero también de los indios entre sí. Está la idea de que hubo una invasión mapuche a la Argentina y que, por detrás de eso, estaría la invasión chilena. Eso existe en toda la Patagonia: ¡Nos invaden los chilenos, pero antes nos invadieron como indios! Así surgió la idea de los indios “nuestros” y los indios chilenos. Pero, ojo, ése es casi el discurso de legitimación de la Conquista del Desierto: nosotros hacemos mierda a los indios porque los indios contrabandean para los chilenos. Es más: son chilenos, y mataron a nuestros indios. Los mapuches se defienden diciendo: “Si matamos a los tehuelches, no fue nuestra culpa. Fueron nuestros antepasados. No nos pueden negar la nacionalidad por eso”. Es la lucha nacionalista en términos de títeres indígenas.
Sin embargo, el movimiento indígena siglo XXI es consciente de que lo propio sólo puede narrarse como un patchwork. La coreografía del nguillatún fue hecha bajo instrucción mapuche. La yerba y el azúcar usados en la ceremonia no se producen en Leuvucó. Los caciques Ramón y Baigorrita eran hijos de cautivas. El coronel Manuel Baigorria, un oficial del ejército que se pasó a los indios, atacó en malón las líneas federales y se llevó a vivir a la toldería a una cantante de ópera. Y era blanco. El lonko Germán Canuhé se escapó de la Colonia Mitre para participar en Buenos Aires en los levantamientos del ‘45. Fue sindicalista metalúrgico e indio de aguas afuera: metido en la ELMA, recorrió el mundo en barco.
El periodista Osvaldo Baigorria sospecha que desciende de aquel coronel que se pasó a los indios. Pero cada vez que pronunciaba su apellido en Leuvucó, los descendientes de Namuncurá y de Pnguithruz Güor lo tomaban como uno de los suyos. Tanto que, sentado frente a unas mujeres blancas junto a la chimenea de un hotel de Victorica, le “saldría el indio” para sugerir que tal vez ellas no podrían acceder a las rogativas de Año Nuevo. Más tarde, aceptando su condición de huinca, tuvo temor de sumarse al nguillatún, donde los blancos sólo pueden mirar de lejos. Imaginaba una expulsión pública ante la cual planeaba gritar: “¡Yo no soy huinca!”. Pero temía lo peor: que se le escapara, con la voz de Mercedes Sosa, un “Yo no soy huinca, capitán”. Quién sabe si la expresión huinca estar de diez no viene del rankul (ranquel). El maestro Nazareno Serraino, descendiente de Mariqueo, dijo que podía ser: –En mi casa se escuchaban palabras sueltas, nombres de animales y números. Lo que costaba era que alguien hilvanara una conversación. Marí quiere decir diez. El marí marí con que se saluda es como decir “que andés muy bien”, o “que andés muchas veces de diez”.
En Leuvucó, un descampado a orillas de una ceja de monte, en una quebrada de médanos bajos, que Mansilla describió como “un lugar triste”, hay hombres como él de finos: el terrateniente Bortiri, por ejemplo, que donó las dos hectáreas para que se plantara el mausoleo de Mariano Rosas; o Mayol Laferrère, que recorrió en 1984 el Camino del Cuero desde Río Cuarto, en pos de las huellas de la Excursión de Mansilla. En la plaza de Victorica, un monumento glorifica a los héroes de Cochicó que le arrancaron tierra a los ranqueles para fundar la ciudad (las placas de bronce fueron puestas durante la última dictadura militar). Para la pequeña burguesía de Victorica, por cuyas venas corre una módica proporción de sangre indígena, el retorno de los restos de Mariano Rosas aviva –según Lazzari– el fantasma del malón, ahora con alianzas porteñas y “de arriba”. El periodista Osvaldo Baigorria se cruzó en una calle con la violencia de tres patoteros que imitaron a sus espaldas ese sonido que se produce cuando se golpea varias veces la boca mientras se aúlla y con que insisten los pieles rojas en las películas de Hollywood.
Entre los ranqueles, utopía aún no es una palabra remanida, y mucho menos estigmatizante. Para Germán Canuhé, es la existencia mítica de dos estados separados por la frontera de 1820, una suerte de reabsorción de la sangre en una tierra donde el ranquel siempre estuvo antes. Para Juan Namuncurá, la utopía es una suerte de renacimiento donde Da Vincis de piel oscura ofrecerán sus mercancías en la pampa virtual de veloces autopistas que conduzcan al mercado internacional y donde el kültrun, el trompe y la filka sean las estrellas de MTV. Eso cuando no enuncia la utopía en términos guerreros: “No se habla de Mariano Rosas como general de una Confederación que podría haber invadido Buenos Aires muchas veces, de ida y vuelta. Y, si no lo hizo, es porque en la concepción mapuche eso no tiene sentido”. Namuncurá sugirió sotto voce que, cuando se recupere el cráneo de Calfucurá, habría que poner el mausoleo junto a la estatua de Roca “y que el indio le pinche el culo con la lanza”.
En el amanecer del 24 de junio, durante el ritual del nguillatún, hombres y mujeres arrojaron a los arenales yerba y azúcar para alimentar la tierra. Esta vez era el equivalente de una sentada frente al Congreso o una manifestación con bombo en Plaza de Mayo. ¿Un hito histórico como Stonewell o la quema de corpiños de 1968? Entre los chañares, el fantasma del fallido emperador de los ranqueles se debía carcajear detrás de su capa de ceremonia (si es que en el más allá le queda alguna luego de haber regalado tantas). Qué le importaba que todos fingieran no haberlo leído si sus ranqueles son famosos en los claustros de Berkeley, Yale y Columbia, y hasta podía jactarse de considerar los actos de repatriación y hasta el año nuevo ranquel como un congreso de sus lectores, o de sus personajes. ¿Acaso no estuvo en la ceremonia oficial un descendiente del gaucho Camargo, que lo acompañó en la excursión? Mientras el sol asomaba en el horizonte, se escuchó el chin-chin de dos copas de baccarat. Las cuencas de los ojos de Mariano Rosas parecieron brillar adentro de su mausoleo huinca.
–Yapay
–Yapay –se escuchó.
Pero a esos sonidos los tapó el gemido de trutruka.


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