lunes, 14 de noviembre de 2022

"Tengo algo de grafomanía"

 

“Es un tiempo donde debe haber preguntas para transformaciones”

El autor y director tiene tres obras en cartel, una de ellas, El equilibrista, con Mauricio Dayub. Reflexiona sobre los sentidos del teatro y la provechosa relación entre leer y escribir.

06-11-2022 01:56

Mariano Saba tiene tres obras en cartel en Buenos Aires (y otras tantas, repartidas por salas de la Argentina). Es lector, escritor y director; su producción no se detiene: “Tengo algo de grafomanía”, reconoce. Los finales felices son para otros, un texto de Saba que reescribe en el Conurbano bonaerense de los ’90 la tragedia Ricardo III de Shakespeare, lleva dirección de Nelson Valente e Ignacio Gómez Bustamante. En Espacio Callejón (Humahuaca 3759), los sábados a las 20, y desde el 7 de noviembre, también los lunes a las 20.30, lo interpreta un talentoso y joven elenco. El apabullante protagónico de Julián Ponce Campos es secundado por Martín Gallo, Augusto Ghirardelli, Mariana Mayoraz, Sofía Nemirovsky y Matías Pellegrini Sánchez. Por su parte, Tibi es otra pieza de Saba que él mismo dirige, los domingos a las 18, en Moscú Teatro (Ramírez de Velazco 535). Allí Horacio Roca, merecidamente nominado a los premios ACE, sostiene, él solo, toda la obra. Y los textos de El equilibrista son de Saba, Patricio Abadi y Mauricio Dayub, quien hace gala de sus dotes actorales y despliega personajes de su saga familiar. Este éxito de la cartelera porteña tiene dirección de César Brie y va los miércoles a las 20, en El Nacional (Corrientes 960).

—Tenés escritas, estrenadas y publicadas muchas obras. ¿Desde cuándo te reconocés escritor?

—En el secundario, me acerqué a estudiar teatro en el colegio y ya empecé a armar unos bocetos de dramaturgia. Cuando pude cursar la carrera de Dramaturgia de la EMAD, bajo la dirección de Mauricio Kartun, el contacto con la dramaturgia se me potenció muchísimo. Podemos armar poéticas personales y diversas por haber contado con esos años de enseñanza y aprendizaje dentro de ese encuadre.

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—¿En qué obra primera ya te reconocés como un autor profesional?

—Siempre hay primeras obras que uno prefiere olvidar, jaja. Pero materiales que fueron pivotes de mi propia confianza, nombraría tres. Remar fue la primera obra que escribí y dirigí. Madrijo ganó el Premio Rozenmacher en el FIBA de 2011, y La patria fría, obra que escribimos con Andrés Binetti, se hizo durante muchos años y también se estrenó con financiación del FIBA.

—La dramaturgia es el puntapié para muchos proyectos teatrales. Sin embargo, una vez que se estrena la obra, ¿cómo se valora y se reconoce este trabajo?

—La relación de la escritura con lo material siempre es dificultosa. Pero el teatro no se hace por razones materiales. Existen leyes que tienen que ver con los derechos de autor, aunque es muy difícil una posibilidad de manutención total. Yo tengo una carrera académica; trabajo para CONICET y enseño en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Pero me parece buenísimo aspirar a que lo teatral pueda sostenerse materialmente. Muchas veces, comprometemos tiempo y dinero propios, para llevar adelante eso que es, lisa y llanamente, una utopía, una necesidad de contar.

—¿Cómo se articulan lectura y escritura, en tu carrera?

—Yo no puedo concebir ninguna dramaturgia si no tiene una fuerte conexión con el archivo personal de lectura. Más allá de la observación de lo real y de las propias experiencias sensibles, la literatura se hace con literatura. Esto también pasará trabajaba con la literatura de Ray Bradbury; Remas, con la Odisea de Homero. Civilización, que dirigió Lorena Vega en el Cervantes, tiene como intertexto a La Cenicienta, y referencias a lo gauchesco y al par “civilización y barbarie”. Lo mismo, con Ricardo III en Los finales felices son para otros o en Tibio, con Miguel de Unamuno. Eso sí; para hacer dramaturgia, no soy respetuoso con la tradición de lectura que uno porta. Busco quebrar algo de esas tradiciones, a partir de una lectura que las renueve.

—¿Podrías ejemplificar con Tibio?

—Tibio empezó por cuestiones que veía en mi investigación académica sobre Unamuno: el vaivén político en sus años postreros, la relación entre literatura y realidad, la literatura como laboratorio de vida, la metaficción. A eso le di cauce dentro de una fábula escénica, con un profesor que está dando clases en un colegio secundario en los últimos años de la Dictadura. A partir de la confrontación con un alumno, se ve empujado a repensar su carácter de tibieza en lo político y lo afectivo. Creo que hay una tibieza que nos acompaña a todos, que no es privativa de este personaje, que vive una encrucijada nefasta en la circunstancia terrible de la Dictadura. Muchas veces nos vemos impelidos a reaccionar con tibieza. A veces, no tenemos otras posibilidades para elegir; y a veces, sí. Es un personaje, como suele pasar en la realidad, lleno de contradicciones muy íntimas.

—¿Qué sentidos tiene el teatro hoy?

—El de hoy es un tiempo donde debe haber preguntas, necesarias para generar transformaciones sociales, estéticas, personales. En un mundo en donde, desde la publicidad hasta cualquier discurso, lo único que se hace es afirmar sentidos, uno de los pocos lugares que quedan para preguntar por ellos, y no afirmarlos, es el teatro. Además, volver a la presencialidad revitalizó mucho el encuentro en la sala teatral; tanto los teatristas como el público reconocemos ese valor aurático. La efervescencia de estos días responde no solo a que hay muy buen teatro en Buenos Aires, sino a que reencontramos esta circunstancia poética incomparable: el encuentro de unos cuerpos en un momento dado, en un presente compartido, para intercambiar una mirada poética sobre una acción dramática. Eso es extraordinario.

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