miércoles, 12 de octubre de 2022

Comulgué como un ahogado

  HECTOR VIEL TEMPERLEY

Crawl

Vengo de comulgar y estoy en éxtasis,

aunque comulgué como un ahogado,

mientras en una celda

de mi memoria arrecia

la lluvia del sudeste,

igual que siempre

embiste al sesgo a un espigón muy largo,

y barre el largo aviso

de vermut que lo escuda

con su llamado azul,

casi gris en el límite,

para escurrirse por la tez del mundo

hacia los ojos de los nadadores:

dos o tres guardavidas,

dos adolescentes

y un vago de la arena que cortaron

con una diagonal

el mar desde su playa.

Vengo de comulgar y estoy en éxtasis

contemplando unas sábanas

que sólo de mí penden

sin querer olvidar que en esta balsa,

de tiempo que detengo y de escafandra

con pasos de mujer,

nunca fui absuelto

en el adolescente y en el viento

ni en la cuerda del crawl, que de los hierros

cavernosos comienza

a separarse;

ni siquiera en las manos deslizándose

ni en el agua –que corre entre los dedos–

ni en los dedos, ligándose despacio

para remar con aprensión

de nuevo

allí donde no hay mesa para apoyar los brazos

y esperar que alguien venga

desde su pueblo a visitarnos;

nadie fuma ni duerme, y –en días

de gran calma–

sobre el plato de un hombro

puede viajar un vaso.

Vengo de comulgar y estoy en éxtasis

aunque comulgué con los cosacos

sentados a una mesa bajo el cielo

y los eucaliptus que con ellos

se cimbran estos días bochornosos

en que camino hasta las areneras

del sur de la ciudad

–el vizcaíno,

santa adela,

la elisa–

(a la sombra hay un loco, y hay un árbol

muy alto

y alguien dice “cristo en rusia”)

e insolado hablo al yo que está en su orilla,

ansío su aventura

en otro hombre,

y a la hora en que no sé si tuve esclava,

si busco a dios,

si quiero ser o serme,

si fui vendido a tierra o si amo poco,

sé que El quiere venir pero no puede

cruzar –si no lo robo como a un banco

pesado de galeote–

esa balanza

que es tanta hacia ambos lados

atrancando mis puertas:

la abierta, marginal, no interrumpida

matriz sin cabecera

donde gateó la vida,

donde algunos gatean

y su alma sólo traga lo mismo que el mar traga:

aletas, playas solas e iguales, hombres débiles

y una pared espesa

de cetáceo y de fábrica.

Vengo de comulgar y estoy en éxtasis

Y hacia otro hombre apuntan los prismáticos

De la escuela de náutica –que resistí– y del plátano

Que no sé más cuál es, que está en el puerto

con otros cien,

que un día fue ciruelo

O grito de novicia de piletas vacías

rotas por el allá,

después zureo

De torcaza escondida en los portones

calientes de un estadio en el suburbio.

Mientras ellas traían la pobreza,

la señal del aborto, los cabellos,

las manchas de salitre y,

en las albas,

Oseo en mi rostro y largo como un tendón de aquiles

de muchacha de pueblo

que camina o que duerme,

Ese olor a infinito enverjado, pujante

junto al Crucificado

que ocupaba,

incorrupto,

La mitad de la balsa, del cerebro,

de las islas del techo

y del desagüe

–Que se arrastraba angosto, a cielo abierto,

igual que un regimiento entre violetas,

Con hilos de agua vieja, grandes hojas

de palmeras, tapitas de cervezas,

campanillas silvestres, mucho tiempo

sin Teresa, que amé a los doce años–,

y la mitad

del mar:

por

donde,

me decía,

Dentro de poco el sol sería un gallo

en un carro blindado,

y la cabeza

sobre plata

–enseguida–

del Bautista.

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