viernes, 28 de octubre de 2022

Bajo la tutela de un monoteísmo topográfico, cruel y oscuro

 

Hace algunos años, después de más de una hora y media de subir una ladera completamente sembrada de pehuenes, unos árboles imponentes, de hojas triangulares que aparecen como ápices en varas rígidas, pude disfrutar de una tarde asombrosa. Habíamos salido en auto desde Buenos Aires con dos amigos y el contrato era así: manejábamos los tres, de a turnos medidos con ecuanimidad y no negociables, teníamos prohibidos los campings y cada uno se comprometía a mantener sus excesos emocionales a raya o en la estricta intimidad de su neurosis. Íbamos a ir lo más al Sur que llegáramos en un viaje de algo un mes y medio a la Patagonia y queríamos estar lo más lejos posible de la idea del turismo. Llevábamos carpa, el plan era acampar ahí donde quisiéramos, ahí donde no diéramos más de cansancio, donde los ojos se nos quedaran prendados del paisaje, ahí donde el radiador se incinerara y la sed nos hiciera alucinar castillos hechos de las botellas de agua con las que los devotos honran a la Difunta Correa.
Estábamos en la primera parte del viaje, en Neuquén, del lado de los bosques y de la cordillera, llegamos al Parque Nacional Laguna Blanca, un lugar encantado, mezcla de estepa volcánica con vergel, un vergel de traducción patagónica: todo era de una belleza ampulosa pero lejana y pedregosa, transparente y seca, acampamos al lado de un río que parecía de cristal líquido y nos quedamos largos ratos descubriendo a las truchas nadar sin posibilidad de esconderse de nuestra mirada.
Alguien nos recomendó escalar una montaña, era un volcán pero aún no lo sabíamos, después de una hora y media de ascender llegamos a la cumbre y nos asomamos a un paisaje fabuloso y hasta diría que perverso. La cima era una olla que contenía una laguna turquesa, una especie de Caribe con playas de arena fina y salamandras amigables al que se accedía después de una hora y media de trabajosa escalada por una ladera oscura. Llegamos poco después del mediodía y ahí pasamos la tarde, desnudos y en silencio, metiéndonos en el agua y buceando para ver, la transparencia era absoluta y deliciosa. En un momento me solté un poco de mis amigos y empecé a caminar aguas adentro, la laguna era poco profunda y pensé que podría cruzarla a pie y que desde la otra orilla sería fácil completar la visión de ese paisaje que de tan extraño parecía un set, un plató, una realidad artificial a lo Truman Show.
La tarde de verdad era increíble, perfecta, la compañía entre nosotros era noble y contundente pero autónoma, los tres amábamos a las palabras, tanto como para honrarlas con lapsos muy prolongados de silencio.
Yo caminaba por el agua, en un momento, bien entrada la marcha, unos metros delante de mí, el turquesa se oscurecía y a medida que me acercaba descubría que la mancha parecía no tener fondo: el negro era absoluto y el volcán mostraba su verdad dormida. La laguna cristalina también era una puerta que llevaba a las entrañas y mostraba la materialidad ominosa del planeta. Me detuve y emprendí la vuelta con suma tranquilidad pero huyendo despavorido del pozo al que había alcanzado a verle los bordes. Cuando llegué otra vez a la orilla en la que estábamos me eché en la arena para estar ahí, con todo eso; de pronto de atrás de los arbustos apareció una salamandra que se trepó a mi hombro con la cabeza apuntándome a la cara como para mirarme. Juro que esa especie de lagartija real, con el lomo cruzado de pintas rojas como charreteras, se quedó conmigo hasta que nos fuimos, dos horas por lo menos, hasta que tuve que bajarla para devolverla al lugar, honrado como nunca por el encuentro anfibio. Sergio, Marcelo y yo descendimos la ladera concentrados porque era empinada y parecía una trama de pehuenes filosos que podían lastimarnos y porque queríamos hacer durar el bálsamo que había sido estar en la laguna de esa chimenea dormida, en una parte del mundo que cada tanto recuerda que la Tierra todavía está cruda. Bueno, quería empezar mi relato por ahí, por esa luz fabulosa que apareció al final de lo escarpado, porque a mí en realidad las montañas me dan miedo. Temo y adoro a las montañas como si hubiese sido criado bajo la tutela de un monoteísmo topográfico, cruel y oscuro. La idea de una montaña me abruma, me llena de felicidad y me suspende en un estado de total incógnita. Las montañas me dan miedo, tal vez porque la fantasía de escalarlas sea proporcional a la resignación de no poder hacerlo.
Cuando era chico, en las madrugadas en las que el asma no me dejaba dormir, mi padre se levantaba de su sueño para alzarme y me contaba sus historias en la cordillera para que la distracción permitiera que el aire se hiciera liso y negociara con mi pulmones con facilidad. En 1946 había hecho el servicio militar obligatorio en el Regimiento de Infantería de Montaña Nº 16 Buenísimo, en Uspallata, Provincia de Mendoza, a más de 2000 metros sobre el nivel del mar. Yo escuchaba su relato como los cuentos de un Titán que se enfrentaba a cumbres apoteóticas y a nieve persistente con el espíritu de un caballero dispuesto a calmarme la angustia y a convencerme de que las montañas tenían voz y hablaban y que esa voz era amable y llegaba desde muy lejos.
Siempre sentí que el entusiasmo era una cumbre elevadísima para mí, una ladera demasiado empinada para siquiera intentar arremeterla, pero hace no mucho empecé a dudar y ahora pienso que tal vez me haya percibido a mí mismo de manera errada y tal vez sea cierto que uno teme mucho la potencia que lleva escondida para desplegar. Yo no sé si en verdad soy un escalador, pero sé que la experiencia de un hombre es escarpada y puede ser noble. Y lo sé porque desde hace algunos meses mi padre me habla en secreto, con la solidez de un amor contundente y absoluto, con la voz de la montaña.
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Lali Destéfanis, Alejandra Zina y 161 personas más
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