miércoles, 23 de junio de 2021

Wilms Montt por Huidobro

 


 

 

Vicente Huidobro

 

Teresa Wilms Montt

Entre las páginas del diario de Julián Dox había este retrato de Teresa Wilms. Me parece muy exacto y por eso lo he entresacado cuidadosa­mente, como una flor de emoción:

Teresa Wilms es la mujer más grande que ha producido la América. Perfecta de cara, perfecta de cuerpo, perfecta de elegancia, perfecta de educación, perfecta de inteligencia, perfecta de fuerza espiritual, perfecta de gracia.

A veces cree uno encontrar otra mujer casi tan hermosa como ella, pero resulta que le falta el alma, el temple de alma de Teresa, que sólo aquellos que la vieron sufrir pueden comprender.

Otras pueden tener el alma magnífica de Teresa, pero les falta su inteligencia, su inteligencia rica y variada. La fantasía creadora de Teresa era algo fantástico.

Fue grande en el amor como en el dolor. Ella no pertenecía a esa casta de mujeres frívolas y de alma baja que reniegan e insultan el nombre de un sueño vivido por miedos o pequeñas debilidades.

Ella sabía erguirse y proclamar con la cabeza en alto como bandera de triunfo su amor y su ideal, y era capaz, llegado el caso, de defender su corazón hasta la muerte.

No permitió que nadie atropellara los derechos de su alma.

Teresa puesta frente al dolor, de pie frente a las tragedias de la vida, frente a las pequeñeces de los hombres, era algo soberbio y casi aterrador como una estatua en medio de los relámpagos de la tormenta.

Sus ojos únicos, sus ojos eran dos frascos gemelos que vaciaban su bálsamo verde sobre la vida perfumando todos los rincones del mundo.

¡Cuántos la rodearon y cuán pocos pudieron acercarse a la intimi­dad de su espíritu!

Por eso fue mal juzgada, por eso las calumnias mordieron su cora­zón. Hasta no faltó quien, sin duda el más despreciado de todos los que pretendieron hacerse sus cercanos confidentes, quiso después de su muerte dar a entender cosas tan absurdas que sólo podían hacer reír. ¡Como si Teresa hubiera sido fácil a las confidencias y a las obse­quiosidades de sus admiradores!

Es no conocerla.

—Estos infelices —solía decir— creen que yo soy de las que andan mostrando el fondo de sus sentimientos y pasando su corazón como una ficha de ruleta.

¡Oh Teresa! Tu alma era un terremoto de flor, y las delicadezas de tu alma no fueron ni sospechadas por la vulgaridad humana.

En una carta decía a alguien: “Vas despertando maravillas por donde pasas, juegas con los encantos como un malabarista de estrellas”. ¿A quién mejor que a ella misma podría aplicarse esa frase? Ella que irradiaba lo maravilloso a cien leguas a la redonda y dejaba en pos de sí una estela de sobrenatural.

Más tarde, en uno de sus libros, clama el impulso de su alma: “¿Por qué te alejaste? ¿Qué alma negra vertió la calumnia en tu pecho?”. Y luego repite: “Vuelve a la tibia cuna de mis brazos, donde te cantaré hasta convertirme en una sola nota que encierre tu nombre”.

¡Oh espíritu selecto, cómo debió sufrir tu corazón! ¡En qué bellezas temblorosas se estrujó tu dolor!

Y una noche en la barca del silencio te fuiste río abajo del Silencio. Los pescadores creyeron que Loreley pasaba encantando la muerte. Sus tristezas brillaban sobre el agua, porque ella había escrito: “Sufrí y es el único bagaje que admite la barca del olvido”.

Triunfadora, radiante se fue a la deriva. Ella dijo una vez:

—A ti el amor te humilla, a mí me exalta. —Y ella tuvo razón.

La noche de su muerte… ¡Qué vacío de vértigo, qué caos! La me­moria quedó llena de heridas… ¡Ah!, sí… Había fiesta en los bule­vares de París. Las rondas pasaban cantando. Era el Réveillon, la Noche Buena. ¡Qué ironía! Montmartre estaba luminoso y los molinos de la danza hacían girar la vida en un torbellino de estrellas al viento.

Nosotros, ¿te acuerdas, amigo?, no vimos las luces de la fiesta. Cru­zábamos en medio de las gentes con la cabeza gacha y los ojos llovidos. Fue la noche del mundo. La Noche Mala.

Éramos dos derrotados de la alegría, estábamos envejecidos, acobar­dados… Éramos dos andrajos en silencio subiendo las escalas de nues­tra angustia, apoyados el uno contra el otro para no caer. En silencio, en silencio, marchábamos, marchábamos…, escondiendo los ojos para que nadie pudiera robarnos el tesoro de nuestro dolor.

¿Y después?

Gotas de silencio caen sobre el corazón.

Se fue, se fue. La amiga de palabra suave y miradas de perdón. Es­taba frágil de tanto martilleo y se fue.

¡Qué buena compañera! Con la mano tendida a los naufragios. ¡Qué almohada de dulzuras para las frentes doloridas! ¡Qué sonrisa com­prensiva para las incomprensiones!

Se fue… Ahora, ¿veis que hacía falta?

En la noche de Pascua de Jesús del año 1921, cuando el Pére Noel traía a la tierra los más hermosos juguetes del cielo, se llevó al cielo el más hermoso juguete de la tierra.

 

(De Vientos Contrarios, 1926)

 

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