“No mires en la última habitación, la más pequeña, oh querido,
mejor no mires”: Distopías antipatriarcales en El cuento de la criada y La
puerta de Margaret Atwood
Paula Irupé Salmoiraghi
Para Frikiloquio 2019. UBA.
La novela
y el libro de poemas de Margaret Atwood que nos ocupan hoy me permiten retomar,
sostener y ampliar un modelo teórico que vengo explorando desde hace ya diez o
doce años. Se trata de lo que he llamado, presa del binarismo sexogenérico del
patriarcado y de mi militancia en debates donde la violencia del lenguaje es mi
única defensa, “el no-camino de la heroína”. Este mismo espacio de jornadas en
años anteriores me ha visto aplicarlo a personajes femeninos o masculinos,
sociabilizados como varones o mujeres, de Angélica Gorodischer, Liliana Bodoc o
George Martin. Se trata de un modelo superador del mítico camino del héroe: Si
aquel, según estudios clásicos de Joseph Campbell, partía del hogar hacia el
lugar de la aventura, atravesaba pruebas y obstáculos, vencía adversarios y retornaba
para ser coronado, premiado u obtener la mano de su dama, necesité decir, con
mi modelo de heroína, que hay, en todas nuestras narraciones, otras formas
heroicas. No son lineales sino circulares o elípticas, no avanzan ni conquistan
sino que engordan y se expanden sin abandonar su centro, no se caracterizan por
la fuerza, la valentía, la inteligencia o la individualidad irrepetible y
potente de todo héroe sino por cualidades que todas las comunidades reconocen
como valiosas pero no dan el nombre de heroicas: hablo de la curiosidad, la
unión con otres más allá de cuerpas y especies, la solidaridad, la capacidad de
comunicación, ronda, grito y canto, el poder de la memoria, la narración y la
alegría. Y digo que la heroína, se encarne en el cuerpo que se encarne, no
conquista ni vence en combate a monstruos y oponentes, sino que se deja
atravesar por realidades adversas y las diluye, ofrece su cuerpo múltiple para
ser penetrado y reproducir, a través de sí misma, cuerpos, textos o verdades
que son valiosas para la comunidad.
Te muestro una muchacha
fugitiva, de noche
entre árboles que no la aman
y sombras de muchos padres
que no le indican el sendero” (2009, 189),
comienza diciendo la yo
lírica del poema “La esencia del gótico” en La puerta, libro de Atwood
publicado por primera vez en 2007. Esta voz, que se define a sí misma como “la
vieja/ que aparece siempre en cuentos como éste” puede leerse en paralelo con
la narradora de El cuento de la criada, ya que ambas sostienen
heroicamente la denuncia del presente distópico y la fe sagrada en el pasado
sumergido por las jerarquías patriarcales que aflorará irremediablemente en un
futuro utópico y liberador para las múltiples formas de vida no violentas que
no se adaptan ni quieren adaptarse a las máquinas de las guerras y los poderes
de la humanidad viril.
Por otro
lado, el título de este trabajo replica otro de los versos de La puerta
que me permite clarificar que el sistema patriarcal somete y tortura todo
cuerpo no funcional leído como no hegemónico o normalizado: “No mires en la
última habitación, la más pequeña, oh querido, mejor no mires” (2009, 127) dice
el poema “Palacio de hielo” en el que el sujeto amoroso masculino, “querido”,
ocupa el clásico lugar de la sin nombre “esposa número x de Barbazul”, aquella
entre tantas que debía ocultar su curiosidad, cuidarse de no conocer los
secretos del poder que la domina y del espacio que habita sin ser libre.
La poesía de Atwood comparte con su novela la descripción de los
efectos dolorosos del presente y los modos en que las heroínas reconstruyen
mediante la esperanza sus cuerpos y sus espacios. En el poema “Europa con cinco
dólares al día”:
Me he
desconectado.
Puedo
sentir el lugar
al que
estaba unida.
Está en
carne viva, como cuando te cortas
un dedo con
un rallador. Es un revoltijo
de
imágenes hechas añicos. Me duele.
¿Pero en
qué parte de mí
está
exactamente el tallo arrancado?
A veces
aquí, a veces allá.
Mientras
tanto, la otra muchacha,
la que
tiene memoria,
se acerca
cada vez más.
Me
alcanza, arrastra tras ella, como humo rojo,
la cuerda
que nos une. (2009, 21)
La heroína
es múltiple, no se trata de sujeto individual desdoblado o esquizofrénico, ni
de espejamiento egocentrado sino de comunidad y población multicorporal. Lo que
podría leerse como desdoblamiento entre voz lírica y sujeto lírico, o Defred y
June, cuerpo que añora el pasado y cuerpo que sufre el presente, no es división
sino suma. Ante el dolor de la separación del lugar al que está unida, ante el
corte, la carne viva, el revoltijo, el tallo arrancado, la heroína apela a la
memoria y a la cuerda y el humo que la une con otres como ella. De más está
decir que las estrategias patriarcales siempre son de división, silencio y
olvido y que los estereotipos de unidad, univocidad y coherencia lineal suelen
impedirnos ver estos movimientos de duplicación y multiplicación como
heroicos.
Dentro de este esquema, la
figura de la casa familiar, de lo cotidiano, de “la mujer” como “ángel del
hogar”, de su dulzura y paciencia como única función en relación con el retorno
del guerrero y su felicidad final aparecen tematizados en Atwood en ambos
libros. En el poema “La resurrección de la casa de muñecas”, por ejemplo:
(…) ahora es un hogar.
Brilla desde adentro.
El felpudo dice
Bienvenidos.
Sin embargo, estamos
preocupados
por cuitas cotidianas.
¿Cómo hacer que sea
seguro?
Hay tanto de lo que
defenderse.
Podrían padecer
enfermedades o emitir lamentos,
o encontrar una tortuga
muerta.
Podrían tener pesadillas.
Tendrían suerte, si es
sólo una tostada
lo que arde.
Madeleine sólo tiene tres
años
pero ya sabe
que el bebé es demasiado
grande para el cochecito.
Por mucho que te esfuerces
en meterlo dentro,
un día, mientras duerme,
se deslizará por un hueco
de tu memoria
y logrará escapar. (2009,
31-33)
En
oposición a la figura de la perfección familiar del patriarcado, Atwood nos
ofrece muestras del desborde que implican las vidas y las cuerpas heroicas: los
miedos radican en los sueños de cada quien, en los contagios entre seres
enfermos, en afectos animales perdidos, en productos reproductivos como el bebé
(cuerpo que ha crecido en nuestro cuerpo o fetiche reproducido para
entretenernos) que escapan irremediablemente a través de uno de los grandes
focos de empoderamiento de toda heroína: la memoria. No se trata de un
acervo humano simplemente, de un resguardo de valores canonizados y
solidificados por el poder sino de un humus vivo en el que los aportes
múltiples incluyen y centralizan como sagrados los devenires vegetales y
animales. La memoria feminista engorda y prolifera en lo salvaje.
En “Luto por los gatos”,
se decide que lloramos por los gatos porque tenemos frío sin su pelo y porque,
igual que las doncellas focas de la leyenda nórdica, al desaparecer ellos,
“hemos perdido/ nuestra segunda piel, encubierta/ a la que nos mudábamos,/
cuando queríamos divertirnos, / cuando queríamos matar/ sin pensarlo dos veces,
/cuando deseábamos despojarnos del insufrible peso/ de ser humanos.” (2009,
41).
En “Mariposa”, el padre
logra su momento epifánico al ver una mariposa en un tronco río abajo, visión
que lo sacará de la vida lineal de héroe viril y lo llevará a buscar meandros y
fluires que lo devuelvan al mundo integrado que añora.
En “Grillos”, Atwood
retoma y corrige la tradición aceptada en las fábulas tradicionales:
La hormiga y el saltamontes tienen
su lugar en nuestros bestiarios:
la primera atesora riqueza, el segundo
gasta. Estamos en el término medio: aprobamos a
la hormiga (lo dice la razón); amamos
al saltamontes (el corazón);
emulamos a los dos: ¿por qué elegir?
si podemos acopiar y jugar.
Pero los grillos han sufrido
nuestra censura: No tenemos
grillos en nuestros hogares. No tenemos hogares.
No obstante, nos despiertan
en las frías noches,
vocecitas tímidas que no podemos situar,
relojitos haciendo tictac,
relojes baratos, pequeños recuerdos de lata:
tic, tic, tic;
en algún lugar de las sábanas,
en los muelles, en la oreja,
aquellas hordas de muertos famélicos
regresan siempre, igual que nuestro pulso. (2009, 55-57)
La metáfora
del grillo le sirve a Atwood para señalar aquellos rasgos humanos animales que
el patriarcado ha castigado y que la heroína reivindica como cualidades
valiosas para nuestra supervivencia. El pulso, el latido, el tictac del tiempo
vuelve cíclicamente, irrenunciablemente y une a los vivos con los muertos, los
muertos famélicos porque no son alimentados por lo sagrado sino olvidados por
las hormigas razonables y racionales que el patriarcado quiere que seamos. La
idea de totalidad y de circularidad es central para romper la linealidad, la
especificidad, el espejismo e, incluso, los binarismos dentro de los que
seguimos viviendo y teorizando.
La narración y la poesía
tienen papeles deslumbrantes en el devenir utópico que movilizan las heroínas.
No en vano el título de la novela es “el cuento de la criada” en referencia a
las historias que ella misma se narra como sostén en medio del desastre. Y
“cuento” nunca será opuesto a “verdad” o a “historia” sino que serán los modos
en que la palabra y su belleza nos sirven como bálsamo, escudo y argamasa
originaria, todo a la vez.
En el poema “El regreso
del poeta” vemos, exactamente, el recorrido del poeta-héroe hacia su destino de
poeta-heroína:
El poeta ha vuelto a ser poeta
tras décadas en el papel de virtuoso.
¿No puedes ser las dos cosas?
No. En público, no.
Antes, sí se podía,
cuando Dios era aún venganza aterradora
y disfrutaba del olor de la sangre,
sin llegar a otorgar su perdón resbaladizo.
Esparcías entonces incienso y alabanzas,
luciendo en la garganta tu collar de serpiente,
y cantabas himnos a los hundidos cráneos de tus rivales,
himnos que terminaban en un pío estribillo.
Sin sonreir de modo deferente, sin preparar galletas,
sin tener que decir Soy, en realidad, una persona amable.
Me alegro de que vuelvas, querido mío.
Ha llegado la hora de reanudar nuestra vigilia,
hora de abrir la puerta de tu sótano,
hora de recordarnos a nosotros mismos
que el dios de los poetas tiene dos manos:
la una es diestra y, la otra, siniestra. (2009, 61-63)
Este mismo poema nos permite entrar de lleno en el tema de la
novela de Atwood como premonición, advertencia o denuncia. Son recurrentes en El
C de
...todavía
nos queda
una tarea por hacer, o al menos
tiempo por pasar; por ejemplo, podríamos
celebrar la belleza interior, los jardines,
el amor y el deseo, la lujuria, los hijos, la justicia
social de varias clases, incluso el miedo y la guerra.
Podríamos escribir lo que es estar cansado. Ahora
estamos llegando ahí. ¡Pero somos demasiado
pesimistas! ¡Eh, nos tenemos
el uno al otro, y un techo, y desayunamos
todos los días!¡Nata y ratones! Para
la gente como nosotros, en otros lugares, suele ser peor:
una bota levantada, carne envenenada, o los arrastran
por las alas o la cola a alguna pared
o trinchera, o los obligan a arrodillarse
y les vuelan los cesos, salpicando
esta Naturaleza que nos gusta tanto
(...)
El mundo se vuelve
una enorme y grave vocal de horror
mientras, detrás de esas banderas mohosas, los esloganes
que siempre riman con la palabra muerte,
reunen a unos cuantos vejestorios adinerados. Así que
sinceramente, ¿quién quiere escucharlo?
(...)
bueno, querido, nuestra gujereada
góndola de cartón nos ha traído hasta esta orilla,
a nosotros y a nuestra guitarra de papel.
Sin ser ya semiinmortales, sino búho
desplumado y gatita artrítica, remamos
más allá de la última duna, hacia el salobre
mar abierto, hacia la puerta de las cabezas de perro,
y después el olvido.
Pero canta, sigue
cantando, quizás alguien te escuche,
además de mí. El pez, por ejemplo.
Sea como sea, amado mío,
siempre nos quedará la luna. (2009, 83-85)
Narrar la distopía se vuelve necesidad y valor del testimonio de
la heroína que denuncia el sistema viril de las guerras y las jerarquías.
Cantar la utopía es reunir pasado y futuro por encima y por debajo del presente
patriarcal, apostar a la totalidad de lo vegetal y lo animal, al poder de lo
cíclico, de lo blando, lo penetrable, lo fértil. Atwood se hace cargo de la
tarea en “Otra visita al oráculo”:
¿No hay esperanza?
lo preguntan una y otra vez. Aunque el cielo está azul como
siempre,
y las flores tan floridas,
aguardan ahí con la boca abierta,
los brazos les cuelgan inútiles
como si la tierra fuera a desmoronarse,
como si no hubiera un refugio seguro.
Por supuesto, les digo.
Odio decepcionarlos.
Por supuesto que hay esperanza.
Está ahí, en aquel pozo.
Hay un suministro inagotable.
Inclínate sobre el borde, la verás
ahí abajo.
(...)
Empieza a cavar la madriguera,
a donde reptarás
para hibernar.
Llama al oso que tienes dentro,
está en ti, lo estás viendo. (2009, 207-209)
Muchas gracias a todes ustedes y a Margaret.
PAULA IRUPÉ SALMOIRAGHI
Qué genial, qué capacidad de análisis, de escritura, celebro cada párrafo, muy interesante, Pau!
ResponderEliminarGracias, Marce.
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