domingo, 11 de abril de 2021

El lenguaje de las mareas y los embrujos

 

Dolores Redondo: «Hay una generación que ha perdido las historias de brujas»

Dolores Redondo, entrevistada en Zenda. Foto: Javier Martínez

«Soy hija de un marino», dice. Son las siete de la tarde en el lobby de hotel de una ciudad sin mar. Dolores Redondo, que acaba de bajar de un tren procedente de Navarra, viste tacones negros del estilo tip-toe. Camina como si atravesara la Gran Vía trepada sobre largas copas de champán. Camina con la seguridad de quienes parecen dueños de una vida ganada a pulso, una en la que cada surco sobre la piel hace lo que los libros bien escritos: conferir galones. Capitana y contramaestre de sí misma, así avanza esta mujer que creció junto a un mar que olía a combustible. Un mar del que no todos regresaban vivos.

Cuando publicó la primera novela de su aclamada Trilogía del Baztán, Dolores Redondo (San Sebastián, 1969) tenía poco más de 40 años. No era su primer intento; ya entonces atesoraba una decena de manuscritos y en 2009 había publicado Los privilegios, una novela hoy descatalogada. Sentada en un sofá blanco, Dolores repasa aquellos intentos. Lo hace con la destreza de los púgiles –al hablar es directa, lectora ejemplar de Norman Mailer–. Comenzó a escribir con conciencia de autor incluso antes de los 18. Lo recuerda por el Premio Ciudad de San Sebastián de Cuento. “Había que tener  dieciocho para presentarse». Ella sólo esperaba una cosa: cumplirlos para poder participar.

“Por grande que sea el deseo de ser escritor, que en mi caso lo era, parece algo inalcanzable, algo para lo que no estás preparado. Algo que ya llegará”. Y llegó. Mientras eso ocurría, fue madre, abogada, aprendiz de grandes chefs, lectora insistente y autora en la lenta cocción de una voz. Dolores Redondo ha sido todo aquello. Se ha hecho en el largo camino en el que vida y literatura se cruzan y se separan. De eso habla esta tarde la autora del fenómeno Baztán: de ese largo trecho que separa  a la escritora que fue hace diez años de la que es hoy; de la mujer que era entonces y de la que es ahora.

–Su  universo literario deja muy claro los temas que le interesan: lo fantástico, el matriarcado, el entorno femenino. Aquello tuvo que gestarse en algún lugar. ¿Qué recuerda de su infancia; del lugar donde nació?

–El San Sebastián de mi infancia estaba relacionado con cosas que no me gustaban demasiado. Siempre estaba lloviendo, siempre faltaba luz. También recuerdo el mar. El mar como trabajo, como luto. Soy hija de un marino. En la zona donde viví y me crié, las mujeres estaban solas con sus hijos. Sus maridos estaban en el mar, como mi padre.

–Hábleme de un recuerdo muy potente, uno que todavía evoque.

–El olor del mar junto al que crecí. No era el olor de la playa y caracolas, era el olor del gasoil, del óxido de los barcos. Me crié junto a un varadero, el lugar desde el que se sacan los barcos a tierra. Un sitio en el que podías pasear entre las barrigas inmensas de los barcos  y tocar la parte que siempre está sumergida. Era un lugar con hangares enormes y techos altísimos –al escucharla,  da la sensación de que cabía en ellos un naufragio-.

Dolores Redondo, entrevistada en Zenda. Foto: Javier Martínez

Dolores Redondo habla con la certeza de los que encajan golpes y los propinan. De los que siguen pegando aunque sospechen que nunca serán lo suficiente buenos, lo suficientemente rápidos. Ella  tiene la fuerza de los que han resistido al combate contra sí mismos. Recordad: es la hija de un marino pero también de una mujer que leía bajo los ventanales de una ciudad con poca luz y en la que siempre llovía; una mujer que sostuvo su casa como quien sujeta una isla en medio del temporal. Eso sí: con un libro entre las manos.

¿Cuál fue la primera experiencia lectora que recuerda?

–Los recuerdos literarios más cercanos vienen de mi madre y mi abuelo materno. Siempre leían. La casa estaba llena de libros. Recuerdo a mi abuelo, ya jubilado, leyendo con la ventana abierta de la habitación. El sillón para leer de mi madre estaba también justo debajo de una ventana, para tener buena luz.

De pequeña leyó a Salgari y Verne. Eso sí: cuantos más viajes, piratas y pólvora  tuvieran sus lecturas, pues mejor. Tras años atizando la vocación, Dolores Redondo se dio a conocer, en 2013, cuando publicó El guardián invisible, la primera entrega de la saga protagonizada por la inspectora Amaia Salazar, una agente de la Policía Foral de Navarra que ha fascinado a jóvenes y mayores; a lectores de literatura fantástica y a los de policíaco. Salazar no es cualquier personaje. Es la única inspectora mujer en un cuerpo de hombres. Una protagonista que contradice el prototipo del noir: no está divorciada, no es alcohólica, su vida no es disfuncional. Tiene un marido y un hijo; también raíces. Pertenece a un lugar. Algo la sujeta: un hilo que la hace volver al infierno del que salió siendo apenas una niña.

"Leía a Salgari, historias de piratas y corsarios. Me gustaban todas las aventuras que implicasen un viaje"

–¿Qué solía leer de niña?

–Leía a Salgari, historias de piratas y corsarios. Me gustaban todas las aventuras que implicasen un viaje, como las de Julio Verne, pero sobre todo Salgari: El corsario rojo, Sandokán. Casi todo aventuras y si eran con fuego y espadas, ¡pues mejor!

–¿Qué libro de la adolescencia recuerda?

–Hay uno que casi siempre menciono, porque me marcó mucho. Entonces yo asistía al quinto curso, donde había una asignatura que se llama Biblioteca de Aula. Había que leer diez libros y hacer un resumen de cada uno. Todo lo que daban para leer (Las aventuras de Tintín, Los cinco, Los Hollister y Aventuras de Puck) me los había leído mi madre cuando yo no sabía ni siquiera leer. Los tenía superadísimos.

–¿ Y qué pasó?

–Suspendí. Mi madre fue al colegio. ‘¿Cómo esta niña va suspender lectura si lee muchísimo?’. Cuando me preguntó, le dije que aquellos libros  me aburrían.  Pero, hija, si lees todo el día. ¿Qué has leído este año? ‘Pues libros que hay por casa’, le dije. Había leído La buena tierra, La Mamma El Padrino, de Mario Puzo. Lo que más escandalizó a mi maestra fue Puzo. ¿Has entendido El Padrino? Me propuso que si hacía un resumen en el que pudiera comprobar que lo había leído, me aprobaría  la asignatura. Y así fue.

–¿Volvió a leer a Puzo?

–Sí, en varias ocasiones. Pero lo que más recuerdo fue la primera. Me impresionó la visión femenina de El Padrino. Mario Puzo le da mucha importancia al matriarcado. El papel de las mujeres: sometidas y a la vez poderosas; capaces de hacer cualquier cosa por sus hijos.

Dolores Redondo, entrevistada en Zenda. Foto: Javier Martínez

El tema la marcó, aunque ya parecía vivir dentro de ella. Había crecido, a fuego lento, en aquella casa de la que un padre zarpaba al mar, mientras una madre lectora sostenía las paredes. Amaia Salazar surgió de ahí.  Como un trasunto de quien la ha imaginado, la protagonista de la Trilogía de Baztán tiene algo de Dolores Redondo –su madre nunca la maltrató, ni intentó matarla; le toca explicar siempre–, alguien que sabe que la vida –como las mareas– arranca cosas a dentelladas. Quizá por eso aquella fuerza lectora que empujó a Dolores Redondo hacia una manera completamente distinta de relacionarse con el mundo. Leía tanto y con tanta atención que hasta era capaz de corregir a las amigas que iban a visitar a su madre y su abuela.  ‘Eso no es así, yo lo he leído’, sazonaba la niñata. En más de una ocasión le tocó una reprimenda por eso, a ella y a su madre: una por opinar y la otra por permitírselo. “Bueno –aclara con una chulería infantil recuperada–. Mi madre siempre se ha sentido muy orgullosa de que fuera un poco listilla. Siempre alimentó que leyese. Me decía: ‘Tú no hagas caso hija. Tú lee, lee’”.

"Dolores Redondo ha conquistado a más de un millón de lectores en 31 países"

Esa es la Dolores Redondo que ha creado a Amaia Salazar, la protagonista de la llamada  trilogía de Baztán, una serie que comenzó con El guardián invisible, siguió con Legado en los huesos y Ofrenda a la tormenta (Destino), una trilogía que mezcla el thriller, el noir y el género fantástico. Con ella, Dolores Redondo ha conquistado a más de un millón de lectores en 31 países. Maltratada por su madre, ya convertida en inspectora de la policía, Amaia ha de volver al lugar del que huyó para resolver una serie de crímenes. Así arranca El guardián invisible. Debe resolver las muertes a la vez que plantar cara ante una infancia dominada por el miedo, el que sembró la madre en sus huesos. 

Dolores Redondo nació y creció en Pasajes, un pueblo de la costa de Guipuzcoa, a pocos kilómetros de San Sebastián. De madre y padre gallegos, Dolores es la mayor de cuatro hermanos –le siguen dos chicos y una chica–. Alguien que avanza demoliendo, una autora que busca el costado del lector porque ha conseguido el suyo. Escribir, combatir. ¿Quién ha sido y quién es Dolores Redondo?  Quien conversa con ella siente estar ante una rara aleación de piedra y madera. Una mujer que impone como una casa. Alguien sin fisuras.

–Usted creció en una sociedad de mujeres. Al menos así es la que describe ahora, también la que aparece en sus novelas.

–Sí. En el tipo de familia matriarcal en la que yo nací y me crié, las mujeres estaban siempre solas. Decidían, ejecutaban, administraban; siempre solas. Cuando los maridos llegaban, eran reyezuelos que volvían a casa y a los que había que rendir honores pero que no se molestaban por enterarse de lo cotidiano. Lo que ocurría, bueno o malo, pertenecía a las mujeres.

–Las mujeres de La trilogía del Baztán son así, desde la inspectora Amaia hasta la tía Engraci.

–Sí, lo son. Ese matriarcado nace de la pura necesidad. El hombre ha tenido que trabajar fuera y eso hizo que las mujeres se concentraran  en clanes. Es un alivio contar con el apoyo de las mujeres de la familia pero a la vez es una carga que estén constantemente  inmiscuyéndose en tu vida. Y así lo hacían. En nombre del amor, pero lo hacían.

–¿Era  conservadora la sociedad en la que creció?

–Mucho. Veníamos del franquismo y bueno… –esos puntos suspensivos parecen una cornisa desde la cual arrojarse–. La zona en la que yo vivía se debatía entre el intento aperturista de parte de la sociedad vasca y que, al menos en la zona en la que yo vivía, tenía un fuerte arraigo gallego, porque era una cantidad  enorme de gente que había venido a trabajar al mar. Había muchas tensiones políticas y policiales. Me tocó vivir una infancia de calles llenas de policía, de crímenes, de gran violencia y mucho sufrimiento para mi tierra.

–Habla del terrorismo.

–Sí, claro.

–La rodeaba una violencia manifiesta y otra más discreta: el mar, la posible pérdida, la poca luz, la mucha lluvia.

–El mar es violento. Para mí había dos mares. El de ir a la playa cuando cogíamos el autobús hacia La Concha y el otro: el mar del que se traía el pescado y el marisco, el mar en el que mi padre trabajaba jugándose la vida. Y lo sabíamos. Mi madre nos hacía ser conscientes de eso.

–¿De aquellos años aprendió a leer para distraer la realidad?

–Sí, porque a veces es tediosa, oscura. Está llena de trabajo. La zona donde yo vivía era así. Siempre tenía que ir de la mano de un adulto. No podía bajar sola a la calle. Pasaban miles de persones día tras día, la marinería de los barcos españoles y extranjeros. Pero también los camiones con las traseras cargadas de obreros. Nuestra forma de vida se regía por la sirena del puerto, que avisaba cuándo los trabajadores debían entrar a los astilleros y cuándo salir. Aquellos aromas: de coches, motores, de pescados. He visto cómo se estiba pescado en la mañana: a los hombres con las botas llenas de sangre hasta media caña mientras con una manguera tiraban las cabezas y las tripas del pescado por las alcantarillas del puerto.

–¿Qué tanto del olor de la gasolina o las tripas en las alcantarillas resuenan en Amaia?

–Mucho. Y todo el tiempo. Hay una reconciliación, que es la mía, con un lugar de mi infancia que no me gustaba y que no me parecía en absoluto hermoso. Hoy ya no lo veo así. Porque todo en aquel entonces fue importante: mi familia, mis abuelos, la educación que recibí, la casa llena de libros. Incluso la configuración de mi casa también. Lo que estaba alrededor. Recuerdo que desde la ventana de mi habitación podía ver cómo un hombre templaba el hierro contra un yunque. Escuchaba el clink, clink.

–Pero, ¿por qué sus libros se desarrollan en el Baztán?

–Al casarme, me fui a vivir a Navarra, precisamente Baztán. La decisión de Elizondo como escenario de la trilogía vino motivada por un montón de razones: hay una comisaría importante; un territorio natural poderoso que, por  la configuración del valle,  le da una capacidad de recoger y conservar historias. Fue un homenaje, pero también lo que estaba buscando. Además, el paisaje de Baztán se parece mucho a Pasajes.

Dolores Redondo, entrevistada en Zenda. Foto: Javier Martínez

Todo cuanto sucede en la Trilogía de Dolores Redondo, ocurre empujado por un viento oscuro, el que se cuece en los miedos y los relatos que a partir de ellos se engendran. Si en El guardián invisible era el ser mitológico Basajaun el que centraba la trama y fueron los pasos de Tartalo, una especie de voraz cíclope de la mitología navarra, los que daban sentido a los asesinatos rituales de Legado en los huesos, en Ofrenda a la tormenta  –el último volumen de esta trilogía– la clave radica en Inguma, un demonio que asedia a los niños pequeños y entra en las casas para robarles el aliento hasta matarlos. Adorado por el culto de una secta satánica, Inguma recibe en su honor el sacrificio de niños recién nacidos.

Hay algo inexplicable y oscuro en todo aquello. Dolores decidió escribirlo cuando tuvo noticia de un caso –cuyos datos continúan bajo sumario– relacionado con crímenes cometidos en los años 70: el asesinato de bebés y recién nacidos como parte de un ritual satánico. Es ahí donde comienza a girar una rueda que –en el caso de Dolores Redondo– venía de antes: el mundo mágico y mitológico que pobló su infancia. Ella misma lo ha explicado en varias ocasiones: pertenece a un universo remoto de mujeres que sostienen; que se consumen para dar calor a otros. Sobre esa herencia, ella ha levantado su reino literario. Las madres, como los puentes, no pueden derrumbarse; las novelas tampoco. Deben mantenerse firmes, verosímiles, hasta que el lector sea capaz de apartarse de ellas. Y de esa ecuación proviene el relato como una manera de estar de pie. De permanecer.

–En el ambiente matriarcal al que alude en su infancia, se expuso a los relatos fantásticos que tanto la marcaron. En una ocasión la escuché decir que su abuela se los transmitió de primera mano.

–Hay algo mucho más sutil que eso. Para escribir la trilogía tuve que documentarme  con personas que han escrito al respecto. Recurrí mucho a Barandiarán y  Julio Caro Baroja, que son los que más en serio han escrito sobre la brujería, en todos los niveles. Uno de tipo más directo, con los testimonios de quienes creían en los relatos de aquellos hechos. El otro, acaso más científico, en el que entra en el análisis la posición de la mujer en la sociedad: la importancia de su liberación, la actuación de la iglesia católica al respecto; el ataque de la Inquisición al poder femenino con las acusaciones de brujería. Lo que ocurrió en Estados Unidos, que siempre nos dan una pincelada sobre los juicios de brujería, no fue nada en comparación con lo que ocurrió en País Vasco, Navarra, Logroño. En el auto de fe de 1610, 37 personas fueron ajusticiadas y un montón más obligadas a pasear por la calle con un sambenito. Juicios sumarísimos, condenas, muertes.

–¿Y qué relación existe entre su investigación, esa intelectualización de lo fantástico que alude, y las historias que escuchó de pequeña de boca de su abuela?

–Mi abuela era gallega y vino a vivir al País Vasco, con el tiempo comenzó a fusionar sus creencias gallegas con las vascas. Porque tienen elementos comunes: el poder de la mujer y  la brujería, por ejemplo. Quizá lo gallego se va más hacia los fantasmas y los muertos y los demonios, pero recoge muchas de las esencias de las criaturas y la magia del bosque, sobre todo de la brujería. Y sí, nos contaba muchas historias.  Vaya que nos contaba.

–Lo dice con una sonrisa.

"Hay una generación que se ha perdido las historias de brujas y los ritos de defensa que hacían sus abuelas"

–En el tren, de camino hasta aquí, comencé a recordar algunas cosas que ella me contó y que luego me han contado otras personas a quienes sus abuelas relataban historias de ese tipo. ¿Sabes aquello que se dice de que hay una generación que se ha perdido el cocido de garbanzos? Pues hay una generación que se ha perdido las historias de brujas y los ritos de defensa que hacían sus abuelas. Una generación que las perdió y se avergüenza de ellas. Aquellas historias pasaron de pronto a ser cosas de pueblo, cosas de viejas.  Yo las he retomado no solo porque no me avergüenzo de ellas, sino porque creo que beben de un pasado en el que las personas tuvieron que buscar formas de enfrentarse a un mundo que no entendían e incluso a cosas como la maternidad, el control del cuerpo, el nacimiento de los hijos. 

–Es una forma de generar relato, de transmitir, de explicar –consciente o inconscientemente– las situaciones reales. ¿No cree?

–Lo que más recuerdo de las historias de mi abuela, era el hecho de que ella creía. A veces cuando te ponías enfermo, decía: ‘Ay, este niño, siempre está enfermo, seguro es que alguien lo mira mal’ . Tenía una prima muy guapa a la que mi abuela advertía, siempre: ten cuidado, que eres muy guapa. Estaba presente esa idea de que tú generas que te miren de una manera. Quizá, como tú dices, es una forma de explicar que una adolescente atractiva pueda ser una fuente de peligro, algo que despierta muchas miradas y no todas guardan un deseo limpio. Mi abuela no temía que  pudiesen embrujar a esta chica tan guapa. No era eso. Era como decir: defiéndete. 

Karina Sainz Borgo, durante la entrevista a Dolores Redondo. Foto: Javier Martínez

Generar relato. Crear algo que se imprima en los otros. Como un olor; un recuerdo; una caricia o un hachazo. Contar. Escribir, complicado sumidero al que van a parar tantas cosas. Todo eso es lo que sostiene a la mujer que calza esos zapatos de tacón. Esas copas de champán que la elevan. Antes de ser la autora en la que se ha convertido, Dolores Redondo fue –y sigue siendo– alguien que trabaja, que baja a la mina de la vocación y coge palabras tras apalear la piedra con un pico. Ella asegura ser la misma que era antes del éxito del Baztán; la que se bebe el vino hoy con los mismos con quienes lo hacía antes. 

–Parece usted alguien dotado con la capacidad de resistir. Quería escribir, quería ser leída. Hoy lo ha conseguido.

–Cuando me preguntan sobre esto no sé muy bien qué decir. Creo que cada uno tiene que mirar dentro de sí y regirse por lo que le mande el contramaestre que llevamos dentro, que es el que manda. A ver cómo lo explico. Conozco muchos escritores que llevan tantos años como yo intentándolo. Muchos de ellos tienen verdadero talento –Redondo hace una larguísima pausa–. No sé por qué no ocurre. Pero sí sé que pasa algo para que sí. No es solo talento. No es solo tesón. No son solo casualidades. Es todo a la vez. ¿Resistir? Sí, claro. Pero si no resistes en vano. Yo nunca pensé en abandonar. Nunca.

–Si en 2009 publicó una novela es porque ya existía un relato. Ya no es la mujer de entonces, pero algo de aquella debe quedar en la Dolores Redondo de hoy.

–Yo sólo quería hacer algo que me pareciera lo suficientemente bueno.

–Lo que trato de decir es que ya en 2009 sabía adónde iba. Tenía claros los temas de la feminidad y el matriarcado. Todo lo que iba a aparecer en Baztán.

–Sí, porque la fuente existía. Y en ese caso, la fuente soy yo, a veces son las historias de otros.

–¿Le molesta que la llamen escritora de bestsellers?

–Norman Mailer decía que un bestseller, para que sea tal, debe reunir tres condiciones: ocurrir en una época reconocible, por ejemplo, la Segunda Guerra mundial; desarrollarse a través de varias sagas dentro de una familia y dentro de un escenario que sea común a todos: como la Alemania nazi o los EE UU durante la depresión. Yo, en cambio, elijo a una chica que regresa a un pueblo de 3.500 habitantes para investigar los crímenes de un asesino que deja un pastelito tradicional del Baztán  como firma de sus crímenes. Además, introduzco palabras en euskera, hablo de una mitología y de un matriarcado que no es común a toda España. Es todo demasiado local ¿Qué tiene eso de bestseller? ¿Que a la gente la gusta? 

–¿Qué hay en su armario literario?

–Es cierto que leí mucho policíaco y detectivesco, pero en los últimos años no. Soy una entusiasta de Dickens. Me aturulla decirlo, porque por el hecho de beber de una fuente no significa que puedas coger el conocimiento o la luz de una novela y transmitirlo en la tuya. Pienso en Dickens con aquellas calles embarradas, la oscuridad, el frío, la corrupción, esos juzgados abarrotados en los que no todos podían acceder a la justicia. Creo que de eso se puede beber tanto como de una novela urbana y criminal.

–Hay determinados autores que iluminan, que dan ideas para resolver una historia. ¿Tiene un autor al cual regresar?

–Siempre leo a Norman Mailer, sobre todo si estoy escribiendo. En algunos momentos puede ser rápido y feroz, pero en otros es pausado y busca  la descripción precisa, aunque en otros momentos sea puro ímpetu. Leyendo sus textos sobre escritura me siento identificada con sus momentos de pasión.

–Mailer es un personaje un tanto brutal, frontal, directo…

–Sí, era  un tío brutal, y un poco machista, y un poco misógino, y un bestia pero tenía una manera sincera de entrar a la literatura, de entenderla y de vivirla. Con eso me quedo. Los tipos duros no bailan la leo prácticamente todos los años.

–¿Cuál es su relación con la realidad? Me refiero a la realidad política. Sus novelas lo son; la sola elección de un punto de vista es política. ¿Siente que tiene el deber de comprometerse como escritor?

"Cuando no encuentro cómo expresarme digo: debería escribirlo. Escribo porque es lo que tengo que hacer"

–Siempre que pienso sobre eso llego a la misma conclusión. No necesito abanderar nada, porque tengo la mejor atalaya para gritar desde ella lo que opino. Puedo escribir sobre el matrimonio homosexual, el control de la natalidad, el aborto, la incorporación de la mujer al trabajo, la conciliación laboral, la violencia contra la mujer, el modo de actuar de las autoridades, la pobreza, las dificultades, el abandono de los ancianos. Todo aparece al menos una vez en mis novelas y no por casualidad.

Karina Sainz Borgo y Dolores Redondo. Foto: Javier MartínezSon ya las nueve de una tarde que se apaga. Dolores Redondo permanece, impecable, sentada en ese sofá que luce todavía más blancuzco y desabrido. No le sobra el tiempo a Dolores, y sin embargo no mira el reloj en ninguna ocasión. En estos días debe terminar de escribir la que será su próxima novela, una historia también de misterio que no incluye a Amaia Salazar. La inspectora volverá, pero de momento, Redondo dice querer y necesitar otras cosas que contar.

No se detiene Dolores. Lo hace no sólo por los muchos viajes y presentaciones que debe atender, sino también por la adaptación cinematográfica que están haciendo los productores de Millennium de sus libros y que ya alcanza prácticamente el ecuador del rodaje.

Esta mujer tiene el aspecto de una casa. Algo rotundo de piedra y madera donde guarecerse. Tierna niña arrogante y rápida púgil. Dolores Redondo es, a la vez, todas las mujeres que ha sido y las que dejó de ser: la niña que leyó a Mario Puzo con apenas diez años; la que aprendió que la vocación no es suficiente; la que sabe que escribir es arrancar; poner en negro sobre blanco los oleajes. Ella es la hija de un marino y de una mujer que sostuvo una casa leyendo. Por eso Dolores Redondo domina el lenguaje de las mareas y los embrujos, ese movimiento que ocurre dentro y fuera del mar, y que arranca las cosas a dentelladas.

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