martes, 16 de marzo de 2021

Yásnaya Elena Aguilar Gil

 


EL TESORO DE LA LENGUA. MANIFIESTOS PARA EL FUTURO / 287

HERMANN BELLINGHAUSEN

Yásnaya Elena Aguilar Gil,

Aä: manifiestos sobre la diversidad lingüística,

Almadía, México, y Bookmate, Irlanda, 2020. 199 pp.

(Ana Aguilar Guevara, Julia Bravo Varela, Gustavo Ogarrio

Badillo y Valentina Quaresma Rodríguez, compiladores)

La ubicuidad de lo local. Es hora de preguntarnos qué hace tan peculiar la escritura, el pensamiento y la praxis de Yásnaya Elena Aguilar Gil, o Elena Gil. Hace preguntas incómodas, desafía los rancios y arraigados discursos del racismo y el clasismo mexicano, lo mismo que desestima las modernas idealizaciones de la buena onda, a veces con sanas intenciones, a veces sin ellas. Duda de las clasificaciones que se endilgan a los movimientos indígenas, a sus creaciones artísticas, a los cosmos íntimos de sus lenguas. Se ubica en las diversas definiciones de eso que se ha llamado el México indígena, o profundo, u originario, y las cuestiona todas. Hay algo de inaprehensible, y finalmente libre, en su ágil merodeo por los temas que le importan.

Aunque ha decidido ser una chica de pueblo, abrazada a su comunidad de origen en la sierra Mixe de Oaxaca, San Pedro y San Pablo Ayutla, posee un cosmopolitismo muy del siglo XXI. Ha pasado por las universidades a fondo, es lingüista brillante, navega y juega con naturalidad en los recursos de internet y las redes, la hipertextualidad recargada y el panfleto instantáneo de Twitter. Es buscada y cultivada por medios que normalmente desdeñan o mal entienden la “cuestión indígena” como El País, Gatopardo Letras Libres, o bien es acogida por la sofisticada Revista de la UNAM. Al mismo tiempo, la invitan como intelectual a los coloquios del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, las mesas redondas de la Feria Internacional de Libro de Guadalajara, o para hablar en el Congreso de la Unión a propósito de las lenguas originarias, pero ella lo que quiere es que su pueblo tenga el agua que le han robado, que las mujeres participen a fondo en el gobierno municipal de Ayutla mixe, que su lengua ayuujk sea y viva en sus propios términos.

Otros autores y actores indígenas se han abierto paso en los medios, como Mardonio Carballo en la radio. Kalu Tachisavi y Martín Tonalmeyotl, en revistas “occidentales” como Periódico de Poesía Círculo de Poesía, han sido críticos y difusores de la escritura en las lenguas originarias de México. Pero el registro alcanzado por Yásnaya es nuevo, y elude lo “literario”, lo que le da una peculiar autoridad intelectual, un tanto urbana.

Sus “manifiestos” publicados por Almadía, se estructuran con las columnas que publicó en la revista Este País entre 2011 y 2015, pero traen mucho más. Aderezados con publicaciones (posts) de la autora en Facebook, Twitter y otros medios, con vínculos directos a cualquier cantidad de videos y textos complementarios, estos manifiestos confirman la irrupción de “una de las pensadoras más originales del México contemporáneo”, considera Federico Navarrete (autor del polémico alegato México racista) al prologar este mosaico de “manifiestos” de la “escritora pública” que es Yásnaya, quien no construye “una visión idealizada o simplificada de las realidades culturales y lingüísticas indígenas”, sino que las “muestra en toda su diversidad y con sus contradicciones”.

Y le subraya una característica muy principal: “su conceptualización esencialmente política de la identidad de los pueblos indígenas”.

A lo largo del volumen desfilan cuestionamientos y afirmaciones igualmente necesarios. Se ubica en el feminismode- comunidad-indígena, atenta a los feminismos urbanos, pero no mareada por lo occidental (al modo de las mujeres zapatistas de Chiapas). Es una escritora ayuujk de formación universitaria que se resiste al sambenito de “literatura indígena” como tal, y peor aún como condimento colateral de la “literatura mexicana”. Sencillamente “la literatura indígena no existe”, sostiene. No hay por qué crearle su propio departamento, algo así como un cuarto de servicio en la mansión señorial de la lengua castellana. Externa sus diferencias con Jaime Labastida y Gonzalo Celorio, de la Academia de la Lengua de México, adscrita a la Real Academia de Madrid, por su pretensión de hacer de su lengua la nacional. Y para el caso, Yásnaya duda que las mismas lenguas indígenas deban serlo. Aspira a un México pluricultural, donde las distintas culturas y las inmensamente diversas lenguas originarias tengan valor en sí mismas. Ni modo que los legisladores y políticos de oportunidad hagan nacional al náhuatl, por ejemplo. Sería tan reduccionista como emparejar bilingüismo con la enseñanza del inglés.

Asedia y desnuda los prejuicios contra las lenguas originarias, su asociación automática con la pobreza, el racismo inherente en las reacciones de “la gente” al ser expuesta a un idioma “indígena” en el Metro. También la benevolencia de la izquierda, la intelectualidad, los veneradores de la “pachamama” y los consumidores de folclor decorativo y multicolor. Se manifiesta contra la idealización del “indio bueno”. Como lo han demostrado narradores como el tseltal Josías López, poetas como el mee’phaa Hubert Matiuwàa y críticos como Mikel Ruiz, el “indio” puede ser malo, cruel, corrupto, lo mismo que cualquier otro, o experimentar pasiones intensas y complejas, a la Dostoievski, sentir el amor como un trovador provenzal, gritar con el rock y el hip hop en su idioma, ser ayuujk y cantar ópera, o zapoteca y hacer cine de autor. En ediciones independientes ha defendido propuestas que la ortodoxia tildaría de anarquistas, como Un nosotrxs sin Estado (Papel Negro ediciones, 2018). Evade la palabra todo lo que puede, pero Yásnaya Aguilar está hablando todo el tiempo de autonomía y en todas sus modalidades. Deplora el pertinaz paternalismo del Estado mexicano, sus indigenismos irremisibles, cada vez más anacrónicos y autoritarios. No la deslumbran los premios a lo indígena, ni las becas, ni los nichos con veladora. Le preocupa la preservación real y con sentido propio de las lenguas y la vida comunitaria, no aisladas sino partícipes del mundo moderno.

Francisco López Bárcenas ha insistido en la poca producción de un “pensamiento indígena” en México, en contraste con la densidad teórica de la región andina y los mapuche. Un pensamiento que no sea sólo tradicional, chamánico, ni militante (aunque el activismo indígena en México es muy poderoso, contra la voluntad del Estado, los partidos y la academia). En ese sentido, la aportación de Yásnaya al pensamiento de los pueblos originarios es considerable, y esperemos que fértil. Cabe decir que ella es sin duda la heredera (y sin pretenderlo, continuadora) del provocador pensamiento mixe de Floriberto Díaz, interrumpido prematuramente hace un cuarto de siglo.

Incluye entre sus blancos a los navegadores de internet y se pronuncia por una apertura de Firefox a los términos de todas nuestras lenguas; por un Mozilla Nativo. Se sumerge cada que puede en su lengua ayuujk para desentrañarle sentidos y giros lingüísticos. Nunca deja de recordarnos la naturaleza colectiva de su pensamiento. Desde su pertenencia al COLMIX hasta la conversación continua con las cocineras y bordadoras de su pueblo, así como los periodistas y académicos con los que dialoga y la vastedad de sus contactos cibernéticos. Para ella, lo “lingüístico es político”, tanto como lo devino el cuerpo de las mujeres, la defensa de los territorios indígenas y su defensa del maíz, el medio ambiente, la propiedad intelectual colectiva de sus semillas y sus creaciones artesanales-artísticas.

Elude las clasificaciones, aun a riesgo de ser encasillada por el aparato intelectual dominante como la “vocera” más presentable de lo indio. No se engaña. Como dice un tuit reproducido entre los “manifiestos”: “Los Estados nación son a la diversidad lingüística lo que el agua al aceite”.


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