lunes, 15 de febrero de 2021

Ser muchos en un unipersonal

 

TEATRO

Cada persona es un mundo

 

12 de febrero de 2021

TEATRO

Cada persona es un mundo

El equilibrista, con Mauricio Dayub, es la historia de una familia argentina contada por muchos de los integrantes masculinos del linaje.

12 de febrero de 2021

por NATALIA LAUBE

“Es un clásico: llega un momento en que todos los actores sueñan con hacer un unipersonal de esos que tienen muchos personajes”, me dijo una amiga que conoce mucho de teatro pero más aún de la psiquis de los artistas cuando le conté que iba a ver El equilibrista, la obra más taquillera de esta extrañísima temporada de verano en Mar del Plata. No tenemos idea en qué momento ese deseo recurrente empezó a levar en la mente de Mauricio Dayub –que, a pesar de ser un actor de cierto éxito tanto en televisión como en teatro comercial siempre tuvo un gran impulso autogestivo y un genuino amor por la escena aternativa–, lo que sí sabemos es que hace dos años, al borde de los sesenta y varias décadas actuando, estrenó esta obra de la que es coautor junto con Patricio Abadi y Mariano Saba. 

El equilibrista es la historia de una familia argentina contada por muchos de los integrantes masculinos del linaje (aunque también hay algún que otro cameo femenino). Algunas huellas de su construcción poética dejan adivinar que está hecha a partir de improvisaciones –muy probablemente basadas en la propia biografía de Dayub– que sus compañeros de proyecto, Abadi y Saba, ayudaron a convertir en un texto que ofrece momentos muy graciosos, algunos increíblemente tiernos, otros más emotivos. 

Julieta Venegas

El narrador que da marco al relato es un hombre de la edad de Dayub –quizá él mismo, quizá un alter ego– que desde el presente nos lleva de paseo por diversas décadas pasadas para bucear en sus vivencias personales pero también recreando anécdotas clave de la vida de su papá, de sus tíos, de los abuelos migrantes. La historia de un referí soltero cuya existencia cambia el día que se enamora, la de un joven con el corazón roto, la de un bañero apasionado con su profesión al borde de la jubilación, un martillero público especializado en arte que es a la vez un artista frustrado: todas se van entretejiendo en una suerte de Gran Historia que es bastante más que la suma de las partes, porque lo que finalmente se cuenta no son solo memorias de sucesos clave para esa familia sino los ecos de esos sucesos, las cuentas no saldadas, los patrones heredados para las generaciones que siguen. El equilibrista es –quizá para el personaje que narra, quizá también para Dayub–, una especie de constelación familiar vuelta ficción. 

Auxiliado por un enorme cajón-valija que contiene el vestuario y la utilería necesarios para ponerle cuerpo a diferentes personajes que cada vez despliegan un universo muy distinto del anterior, Dayub hace que la frase “cada persona es un mundo” cobre un sentido verdadero. El lenguaje corporal, la voz, el tono y las palabras cambian para cada una de las criaturas que inventó y dejó moldear por el director del proyecto, César Brie, acaso el artista que más conoce sobre teatro antropológico en Argentina. 

Estrenada hace más de dos años en el teatro Chacarerean, la obra sigue haciendo funciones que, pandemia y protocolos mediante, hace casi un año dejaron de ser a sala llena pero sí pueden seguir llamándose exitosas, por la afluencia de público, que de miércoles a domingo se acerca al teatro (ahora, el Mar del Plata, sobre la avenida Luro), y por el entusiasmo que despierta en sus espectadores. En la función de anteayer, unas filas detrás de la mía, las butacas vacías para respetar el aforo reducido me permitieron ver a una chica que lloraba a mares mientras aplaudía al actor al final de la función. Si hay algo más lindo que llorar en el teatro es hacerlo en este contexto tan adverso para hacer teatro.  

Hay varios motivos por los que la obra logra, todas las noches, establecer esta conexión emocional tan directa con sus espectadores. Por empezar, El equilibrista es, en términos de lenguaje, una obra muy teatral, en el sentido de que invoca recursos y una imaginería muy propios del teatro. El perro leal que acompaña al tío guardavidas está representado solamente  con una cola que Dayub mueve frenéticamente de un lado a otro; la novia que deja al narrador por otro chico aparece en escena como una muñeca Barbie y su nuevo amante como un Ken. Barbie y Ken se besan apasionadamente con una luz de fondo y sus sombras, proyectadas al costado del escenario, se vuelven tan grandes como macabras para el protagonista del relato. La puesta –incluso más que el texto– dejan espacio para metáforas y metonimias, optan en muchos momentos por la sugerencia y no por la completud, dejando que cada espectador arme sentidos.

Por otro lado, El equilibrista genera identificación con su público porque echa mano a ese ingrediente que a los argentinos nos fascina, el color local. Reconocerse o reconocer a familiares en estos personajes no solamente es un camino allanado porque les pasan cosas parecidas a las que nos pasan a nosotros, sino también porque sus vidas, sus hábitos, sus historias y las palabras que usan se parecen un poco a las nuestras. Los abuelos migrantes que llegaron en barco (y el argentinísimo deseo de viajar a Europa para conocer sus pueblos de origen), el familiar freak del fútbol, el tío deportista y fachero: ninguno de esos mundos y arquetipos nos son completamente ajenos. Y si el hábito de ir al teatro a reconocerse es universal, el de reconocerse y recordar a los antepasados acá, en la tierra de la nostalgia, cala con doble profundidad. ¿No es ese, necesariamente, un recurso que corre el riesgo de ser confundido sensiblero? Tal vez, pero quién no necesita un poco de emoción, esa droga dura, en estos tiempos violentos. 


Estudió periodismo y crítica de artes. Escribe sobre artes escénicas, traduce y coordina proyectos culturales. En Twitter es @hiloglorieta

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